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Capítulo 1 de CONFESIONES DE LARRY DÍAZ

Autor: Andrés Casanova

 

 

 

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Soy Larry Díaz. Conozco de la intimidad a Marina Altuna, no voy a negarlo. He bebido ron hasta hartarme con su hermano gemelo Tony. Mari Cristin es una puertorriqueño-cubana que conocí en Santiago de Cuba en una fecha tan exacta como el 15 de agosto de 1995, bien lo recuerdo porque ese día comenzamos un curso de verano en la Universidad de Oriente y tuve con ella un pequeño flirteo, solamente eso, porque los celos de Marina me impidieron consumar otros actos como no fueran algunos besos y unas caricias de prisa. Mari Cristin me juró por sus padres muertos que era virgen, y aunque no me importó su confesión para empezar a desnudarla, cuando ya solo le quedaba una última prenda íntima color negro entró Marina donde estábamos.

Sobre mi vida personal, tengo intenciones de contarla pues aunque considero la privacidad de las personas su coto cerrado, me tomaré la libertad de hacer algunas confesiones y por qué no, de ofrecer ciertos datos reales sobre mí, siempre que sirvan para refutar los calumniosos comentarios de Marina Altuna y su hermano Antonio. Aclaro antes de comenzar mi historia, que no sé todavía por qué escribo este texto y desconozco también el destino final que pueda darle, comprometido como me encuentro con mis propias responsabilidades y circunstancias de vida, aunque si no me defendiese de las mentiras de dos individuos como los mellizos Altuna podría involucrarme con ellos, convirtiéndome así en un ser tan deleznable como ambos; por lo tanto, guardaré mi escrito en una gaveta y cuando nada me ate a ninguna obligación moral, legal ni material, daré respuesta cumplida a las mentiras de estas dos ratas gemelas que un malhadado día conocí cuando entré a la escuela primaria donde una vez compartimos libros y pupitres, maestros y juegos, incluso hasta sueños.

Sin más preámbulos, comienzo mis confesiones.

Desde pequeño fui un soñador. Recuerdo ahora aquella oportunidad que caminaba con mis padres por lo que llamaban entonces el terraplén de Las Canoas, mientras íbamos a la casa de un tío o de un amigo de papá, ya ni me acuerdo bien. Tendría entonces unos cinco años o quizás siete, que a uno se le confunden en la memoria los hechos de cuando era niño. Lo que no he olvidado es que estábamos pasando cerca del aserrío de los hermanos Lerma, una gente muy famosa que eran socios de Mariano Altuna, el abuelo de Tony y Marina; al ver unos bolos enormes de madera, como mis padres iban conversando de sus cosas porque nunca oían lo que yo les estaba diciendo, que quería ser actor para hacerme famoso y me aplaudieran cada vez que saliera a la calle, de pronto tropecé con unos de aquellos bolos y mi cuerpo se desparramó por el suelo mientras gritaba adolorido y sin detenerme entre una palabra y otra: “¡Ay que me rompí una pierna que me rompí una pierna y no me puedo parar!”. Entonces mi padre me ayudó a levantar, sentándome arriba de uno de los bolos y cuando iba a salir corriendo en busca de un automóvil para llevarme al hospital, le solté una carcajada en la cara.

—¿De qué te ríes, muchacho? —gritó papá con una de esas incomodidades que siempre le asaltaban cada vez que yo lo sacaba de su forma habitual de ser con lo que él llamaba mis estupideces, y cuando le contesté que todo era mentira, que era para que vieran lo bien que sabía actuar, mientras se quitaba el cinto me ofendía con las peores ofensas del mundo y mamá que no le pegues hombre, pero él ni caso le hizo, porque mamá para él era como un ser inexistente.

Aquella golpiza acabó por hacerme comprender que mejor me aconsejaba a mí mismo, ya que con mis tres hermanos mayores no podía contar para nada, ellos decían que eso de querer ser actor era cosa de homosexuales y ni se fijaban en mí. Cuando aprendí a leer, el mejor consejo que me di fue empezar a fingir dentro de la casa, donde tenía que esconder los libros de Sandokan y de Julio Verne dentro de los libretas del colegio, para que creyeran que estaba estudiando cuando en verdad lo que hacía era divertirme con lo escrito por otros.

Así, entre lecturas y ensueños sin estar dormido pasaba mi vida, hasta que en tercer grado me cambiaron de escuela porque nos mudamos hacia un reparto residencial, donde antes del triunfo de la revolución de Fidel Castro contra Fulgencio Batista vivían de manera exclusiva familias adineradas como los Lerma, los Gutiérrez Altea, los Arenas Casamayor y los Altuna, gente famosa en el pueblo por la enorme cantidad de propiedades que tenían, los autos del último modelo que se compraban o porque según ellos mismos decían eran de la alta sociedad.

Mi papá trabajaba de tornero en una fábrica recién abierta por el Estado en lo que se empezaba a llamar entonces la Zona Industrial, y como era persona que sabía aprovechar cuanta oportunidad ventajosa se le daba, logró que le asignaran una casa en la zona vieja de la ciudad, allí donde la gente vestía mejor y estaban las residencias con más de tres siglos de construidas según el historiador Víctor Zequeira. Mamá, que no trabajaba y tenía que administrar con la mano cerrada la parte del salario que papá le entregaba para la comida, según ella muy poco dinero porque a lo mejor tenía otra mujer, siempre estaba avergonzada con mi ropa remendada una y otra vez; las camisas y los pantalones de mis hermanos mayores cuando ya no les servían los transformaba a la medida de mi talla, cosiéndolos en una vieja máquina Singer que había pertenecido a su madre; y sobre todo era obsesiva con mi uniforme escolar. “¡No juegues a las bolas con el uniforme!”. “¡No te limpies la nariz con la camisa, que bastante puño tengo que darle en la batea para blanquearla!”. “¡No te eches los trompos en el bolsillo del pantalón que la punta le hace un hueco!”. Esas eran sus expresiones favoritas para dirigirse a mí cuando estaba contenta. Cuando se encontraba incómoda porque papá llegaba borracho del trabajo o con marcas de creyones de labios en la ropa de salir, era preferible que no me le acercara, sino que escondiera un libro de los que compraba con el dinero de la merienda dentro de cualquier libreta de la escuela y me sentara en un lugar donde ninguno de mis hermanos tropezara conmigo para que no me gritaran: “¡Quítate de mi camino, ratón de biblioteca!”.

Me acuerdo de la primera vez que entré a la escuela primaria Ramón de la Cuesta; a quien primero vi fue a Marina Altuna en un pupitre con la silla vecina desocupada. No sabría decir ahora mismo cómo se me representó en mi imaginación de niño de ocho años aquella muchachita de piel tan fina como nunca yo había visto, pues no me queda otra alternativa que describirla de la manera que lo hace Alfredo Bryce Echenique en una novela que me marcó como aprendiz de escritor, Un mundo para Julius, y decir que como la Susan de Bryce Echenique, Marina Altuna a los ocho años de edad era rubia hasta el deslumbramiento.

El maestro Alberto Torres Caincedo se encargó de despertarme de mi ensueño en un tono bien parecido al de mis padres cuando les daba por odiarme, aunque por supuesto sin las ofensas en forma de malas palabras.

—Oiga, Larry, acabe de despertar y siéntese al lado de Marina —ordenó el maestro señalando con su dedo parecido a un espárrago hacia el asiento libre al lado de la rubia deslumbrante, y fue necesario todavía que me sonara un reglazo a la vez que me metía uno de sus pellizcos que me ponían a ver escobas de brujas, para que yo volviera al mundo de muchachos bullangueros que se reían de mí por lo apocado que me mostraba en mi primer día con ellos.

Cuando pasé cerca del que a partir de la hora del receso sería para mí Tony Altuna o simplemente Tony el Loco, me advirtió en tono amenazante:

—Guajiro, si tocas a mi hermana te rompo la boca.

Ese fue el recibimiento que me hicieron en la antigua Academia Comendador, ahora convertida en escuela pública en la que el hijo de un tornero como yo podía estudiar gracias a que durante la Ofensiva Revolucionaria del gobierno cubano cuyo jefe era Fidel Castro, habían intervenido las escuelas privadas, lo que llevaba a papá a repetir una y otra vez:

—¿Se dan cuenta lo justa que es nuestra revolución? Yo no pude entrar en esa escuela cuando era una academia privada y ahora todos mis hijos están estudiando en ella.

En realidad, el estudio durante la etapa de la escuela primaria no me fue tan mal, pudo haberme ido peor. Ya para la fecha que les cuento no había en el país diferencias entre los que se llamaban ricos y pobres o mejor dicho, no había ricos y pobres. Los mellizos Altuna ya no eran hijos de un padre burgués, sino de un individuo que según decían se había ido con la escoria cuando el éxodo del Mariel, y aunque a veces Tony se las daba de matón había uno en el aula, Rogelito Castillo Manduley, que le ponía un puño en la boca a la hora de los recesos y le decía:

—Si no me das tu merienda sabrosa te digo escoria delante de Elianita y te parto la cara.

Elianita era una novia de Tony Altuna, quiero decir novios de mirarse y de alardear que eran novios como yo lo era ya de Marina, aunque ella no se había enterado.

Apenas descubrí que Tony le tenía miedo a Rogelito Castillo le dije mientras estábamos orinando en el servicio sanitario de la escuela:

—Tienes que fajarte con él.

—¿Tú eres bobo? Mete unos piñazos que parecen macetazos —me respondió asustado.

—Si no te fajas con él no te va a dejar vivir.

—¿Tú quieres que te diga la verdad?

Tony Altuna se quedó mirándome con sus ojos azules. El vaho del orine acumulado en aquellos urinarios desconchados me penetró profundo por las fosas nasales al compás de la pregunta de Tony.

—Dime.

—Yo nunca me he fajado. Papá me decía cuando yo era más chiquito, que para ser hombre no hay que fajarse, que lo único que hay que tener es plata en abundancia para pagarle a alguien que lo haga por uno.

Me sacudí con rapidez y miré a Tony, que ya se estaba abrochando la portañuela.

—Si no te fajas con Rogelito te digo escoria delante de Elianita y te rompo la boca —lo amenacé al estilo de los bravucones de la escuela.

La amenaza mía, para decirlo de forma exagerada, surtió un efecto devastador. Antes de que se acabara el receso, Tony se acercó donde estaba Rogelito Castillo jugando a las bolas con su primo Edelio. Nos habíamos puesto de acuerdo cuando salimos del servicio sanitario: si Edelio se metía en la bronca, yo le entraba a piñazos y en ese caso Tony Altuna me pagaría dos pesos.

—¡Quítate del medio que voy a pasar! —dijo Tony, envalentonado porque yo también le había prometido pegarle a Rogelito si éste en algún momento le estuviese ganando la pelea.

Rogelito se fue levantando con lentitud, como si le diera vergüenza creer lo que había dicho Tony Altuna, hasta que sus dos ojos estuvieron justamente delante de los dos ojos de Tony.

—¡Te volviste loco!

Se lo dijo en tono de te-voy-a-despetroncar o te-voy-a-partir-la-vida, no me acuerdo, después los demás del aula hacían el cuento a su manera y aseguraban que Rogelito no dijo nada, sino que le partió para arriba a Tony Altuna como un bólido, aunque yo estoy seguro que sí dijo algo. Lo cierto es que Rogelito movió sus brazos con mayor velocidad que los de un tsunami. Puños cerrados, puños contra la boca, puños contra el estómago, puños contra la espalda, puños contra la nariz, puños contra el vientre; Tony Altuna huía por todo el patio, gritando sin apenas respirar: “¡Auxilio auxilio auxilio!” y detrás íbamos los demás repitiendo a coro: “¡Tony Altuna, harina, parece una gallina!; ¡Tony Altuna, zanahoria, el hijo de un escoria!”, hasta que una figura alta y flaca  que  señalaba  con un dedo parecido a un espárrago, es decir Alberto Torres que para entonces era el director de la escuela, salió acompañado de otros maestros y todos nos estuvimos quietos, cada cual justificándose, nadie estaba gritando, unos aseguraban que pasaban por ahí de casualidad, otros que iban hacia el baño en ese momento, algunos se justificaban con que iban a comprar un helado: fue como si los únicos que estuvieran en el patio en el momento de la pelea hubieran sido Tony Altuna y Rogelito Castillo.

El director Alberto Torres jamás fallaba cuando de averiguar lo que pasara en cualquier parte de la escuela se trataba. No puedo asegurar que tuviera vigilantes entre nosotros o que fuese espiritista como mi tía Mercedes, la que decía adivinar lo que fuese con un vaso da agua magnetizada, el caso es que al poco rato me mandaron a buscar de su oficina y no pude negar que yo había convencido a Tony para que se fajara con Rogelito.

—Usted no lo convenció, lo amenazó.

—Bueno, sí.

—Mañana lo quiero aquí con sus padres, que vamos a celebrar un juicio.

Cuando llegué a la casa a la hora del mediodía, no sabía cómo decirlo. No hablaba con nadie, casi no almorcé, no respondí a las burlas de mis hermanos que como otras veces trazaban una eme en el aire con sus dedos cuando papá y mamá no los estaban mirando, porque sabían que eso me ponía rabioso: conocían que yo estaba enamorado de Marina porque en el colegio se había corrido la noticia. Uno de mis hermanos que estaba en sexto grado se encargó de decírselo a los otros dos.

Mamá fue la única que se preocupó por preguntarme qué me pasaba al verme los ojos llenos de lágrimas. Después de muchas amenazas y ofensas, determiné no seguirlo ocultando. Cuando lo confesé, sin dejar de llorar, la casa se convirtió en una especie de pelea de perros.

Al regresar a casa en luego de la sesión de Educación Física en horas de la tarde, papá me estaba esperando sentado en medio del patio en un viejo taburete forrado con piel de vaca sin curtir. Desde que lo vi debajo de la mata de tamarindo cuando iba acercándome con mi viejo maletín escolar en una mano, presentí lo peor: hoy habría jaleo.

Mi imaginación trató de adelantarse en un haz tumultuoso, pero no me fue posible descubrir lo que me sobrevendría.

Apenas puse un pie en el umbral, mamá se encargó de sugerirme lo que sucedería de una manera muy gráfica.

—¿Hay merienda? —dije.

—Debajo de la mata de tamarindo te espera la mejor de las meriendas —respondió ella.

Papá fue conciso en sus argumentos conmigo. Le resultaba vergonzoso que se hubiera hecho una revolución tan justa, que ofrecía medicina y estudios gratuitos para todos, empleo para todos, libreta de abastecimientos que establecía una cuota de comida por persona para que hubiese alimentos para todos, igualdad para todos porque se acabaron las diferencias sociales, pero por encima de cualquier otra ventaja, dignidad para todos. Y me puso como ejemplo que él, hijo de unos miserables carboneros en Punta Martinas, no sólo había sido galardonado con el carné de militante del Partido Comunista de Cuba, sino también nombrado Coordinador de la Zona 8 de los Comités de Defensa de la Revolución. En fin, no recuerdo cuántos ejemplos por el estilo me puso papá y al final terminó su diatriba con la siguiente conclusión: “¿Entiendes? Como parte de esta revolución que soy, no puedo perdonarte que me hagas pasar por la vergüenza de ir a ver al director de la escuela para que me diga que te portaste mal, que te portaste mal precisamente en la escuela donde quieren hacerte una persona útil a la sociedad”.

—Sí, porque para mí es una vergüenza que seas amigo de los Altuna, esas escorias a los que odio por ser hijos de un burgués que huyó a los Estados Unidos —dijo cuando yo creía que había terminado de aleccionarme y entonces comenzó el otro castigo.

Cintazos van cintazos vienen, brazo contra brazo y ven acá so basura, so gusano infeliz, pedazo de mierda, malagradecido, no te mereces ni al aire que respiras ni la comida que te damos. De nada valieron mis carreritas de oveja desvalida, porque me atrapó llegando a unas costaneras casi podridas, y me aplastó con uno de sus poderosos brazos contra las tablas mientras el otro subía y bajaba sin importarle mis berridos. El temblor sacudía mi cuerpo, sus ofensas gritadas a voz en cuello me herían tanto como los golpes, hasta que poco a poco fui perdiendo la noción del tiempo y del espacio.

En algún momento, sentí cómo el agua me corría por la cabeza y al abrir los ojos vi la sonrisa de papá, torva y candente.

—Eso es para que aprendas que los revolucionarios no se vuelven jamás cómplices de los burgueses convertidos en escorias —dijo.

A partir de entonces, el odio envolvió mis relaciones con Tony Altuna mientras que Marina se convertía en un sueño inalcanzable.

Tony había declarado en aquella especie de juicio presidido por el director Alberto Torres Caincedo que yo le había obligado a irse a los puños con Rogelito Castillo y éste dijo que era verdad, porque Tony siempre le había tenido terror. Edelio, el primo de Rogelito, fue el que dio a conocer el secreto de los dos pesos que me pagó Tony, de tal manera que los tres quedaron como testigos contra mí y por lo tanto, menos culpables de un conflicto en que yo salía tan condenado como si me hubiese fajado contra mí mismo. La lección me sirvió de enseñanza para el futuro: jamás volví a confiar en nadie.

Aquel sería mi primer y último conflicto escolar.

Desde entonces, mis intenciones con Marina se volvieron enfermizas, con el deseo de venganza contra Tony Altuna: si un día lograba convertirla en mi novia y convencerla de que se acostara conmigo (ya estábamos en sexto grado, en una época en que el sexo y su manipulación nos era enseñado en las clases de Biología Humana por la profesora Estrellita Ramírez, quien no sólo enseñaba sobre el sexo en las clases, sino que según decían también lo practicaba con varios profesores), pensaba presentarme con ella de brazos donde estuviera mi papá y mientras se la mostraba como bandera de triunfo, decirle: “La Altunita que aquí ves ya no es virgen gracias al escoria este que es tu hijo”.

Claro que se trataba de sueños literarios: en ese tiempo escribía poemas a escondidas, por miedo a que los del aula me dijeran homosexual, como les decían en Cuba en esa época a los artistas y escritores. Además, sabía que papá en tal caso respondería con su ancho cinto contra mi espalda, pero al menos la venganza mental tranquiliza a los débiles: admito que yo era débil entonces, porque no había logrado vengarme de los Altuna.