Buscar este blog

 

Fragmento de la novela EL JINETERO (Novela sobre la realidad extraordinaria)

 

Autores:

María Helena Sofía (escritora argentina) y Andrés Casanova (escritor cubano)

 

Esta novela quedó en fase de proyecto. El fragmento siguiente fue escrito por Andrés Casanova y constituye un falso prólogo de la novela que relata un encuentro totalmente de la ficción entre ambos autores, por medio del cual pretendían dar paso a la trama de la otra ficción, la que contaría las relaciones entre Alejandra y Pedro así como el asesinato de Vicente Parral.

 

 

 

PRÓLOGO

En aquella mañana fría de febrero del 2010 la Fortaleza San Carlos de La Cabaña, el recinto habitual de la Feria Internacional del Libro de La Habana, me parecía el lugar menos propicio para el segundo encuentro físico con la escritora argentina María Helena Sofía, con la que soy coautor de esta obra que hemos definido como novela sobre la realidad extraordinaria porque aunque basada en hechos que tanto ella como yo bien conocemos, quisimos aderezar un tanto con nuestros mundos imaginarios por respeto a algunas personas conocidas nuestras y que aún se mueven entre el oriente cubano, la capital del país y Buenos Aires, aunque sabemos de algunos que han llegado más lejos.

La tarde antes, quedaba abierto este evento que reúne en nuestra Isla a lo mejor del libro en el mundo en un clima de fraternidad y armonía y luego de las palabras diplomáticas de bienvenida, el  ministro de Cultura Abel Prieto me hizo una seña con la mano cuando me vio salir como quien va de retirada. Nuestra conversación fue breve; le aclaré que mucho lo sentía, pero debía estar ausente de la recepción que vendría ahora. Mi objetivo esencial de este viaje a la capital de nuestro país desde la ciudad donde vivo, Las Tunas, no era presentar mi novela Fiesta con Havana Club, en su segunda edición por Editorial Seisdedos de Madrid, sino ponerme de acuerdo con María Helena, la argentina de la que había hablado el día anterior para el Canal Educativo de la televisión cubana que venía a presentar su novela En tiempos de tormenta.

Abel, buen conocedor de todo cuanto acontece en el movimiento literario cubano y mundial, de inmediato recordó el nombre. Él visitaba con frecuencia la página Web del Grupo Literario por Internet Ficcioneros durante aquellos pasados años en que intentamos fundar esta experiencia a partir de un correo electrónico mal encaminado por los organizadores de un concurso español a más de un centenar de escritores participantes, y claro que la recordaba, me dijo. Quién no iba a recordar su nombre de princesa española, acotó, y también recordaba haber leído su libro La danza de las abejas, cuya lectura yo mismo, con toda franqueza, ya no recordaba porque fue eso en el año 2005 y Abel Prieto, en cambio, me habló de algunos detalles del texto, de la experiencia de los hijos obligados a vivir en la marginalidad a causa de la separación de los padres, la discriminación que sufren debido a la pobreza y el desamparo en una comunidad que permanece indiferente. Luego de catalogarlo como un libro duro, a veces cruel, me miró a los ojos. Reaccionó de inmediato. Me comprendía. El vuelo desde Buenos Aires llegaba dentro de dos horas y me quedaba el tiempo justo para estar en el Aeropuerto Internacional de Rancho Boyeros.

Mi primer encuentro con Elena (su nombre de pila real), no fue nada halagüeno desde mi punto de vista. Un saludo distante con la mano, el apresuramiento propio de quien debe correr los trámites aduanales y alojarse en un hotel en el que jamás se ha hospedado, fue la explicación inmediata que me dí a mi mismo en aquella oportunidad en que me dejó prácticamente plantado en la recepción del Habana Libre pretextando un dolor de cabeza y un agotamiento que solo podría resolver con un baño caliente y una cama mullida. Le dije adiós de la mejor manera sintiéndome rechazado, y para vengarme retorné sobre mis pasos como quien olvida algo sin importancia aclarándole de una manera ambigua: “Mañana estaré alrededor de las diez de la mañana en la sala Nicolás Guillén”, y dando media vuelta caminé rápidamente hasta el parqueo y allí le dije a Bolívar, el chofer que me acompañaba: “Llévame directo al hotel Inglaterra. Voy a dormir temprano”.

El segundo día nos vimos alrededor de las once dirigí mis pasos con aburrimiento hacia la sala Nicolás Guillén, luego de haber caminado un  poco a la deriva por diferentes stands de la feria, saludar a amigos como Lorenzo Lunar, Félix Sánchez, su hermano Francis, Osvaldo Antonio Ramírez, Antonio Salvador y unos cuantos más de los verdaderos, de los que siempre han estado conmigo aunque me pase un año sin publicar una sola letra. También me tropecé con escritores como Eduardo Cuevas, José Miguel Peña y René Acosta, ese tipo de gente que uno no quisiera encontrarse nunca.

Al llegar a la sala donde acababan de presentar unos libros de Ediciones Ácana, sin darme tiempo a nada Elena vino a mi encuentro y me llamó aparte con muchos disculpe señor Casanova en ese tono propio de los argentinos que a mí por lo menos me parece tan musical y hermoso. Lo que fue musical ni hermoso fueron las palabras de Elena.

─¿Por quién me tomás, por una estúpida acaso? ─me dijo más que malhumorada─. Llevo más de una hora en este lugar oyendo presentación tras presentación de libro, y ahora te apareces como si nunca hubiéramos dicho de hallarnos en este lugar. ¿Me tomás por una tonta?

De momento no supe dónde meter mis manos, si en los bolsillos o largarme con ellas a otro sitio bien lejano; dejarla plantada en aquel lugar, advirtiéndole primero que venir desde la ciudad donde vivía distante cerca de novecientos kilómetros de La Habana, me iba a costar en total el equivalente a cinco o seis salarios mensuales míos, y que para viajar a encontrarme con ella había tenido que recurrir a mis maltrechos ahorros. ¿Acaso te crees tan importante como para que anoche aunque llegaras cansada de Buenos Aires no hubieras podido hablar conmigo aunque fuera unos minutos?, pensé decirle en el mismo instante que se acercaba a nosotros José Miguel Peña con la sonrisa como se dice en lugar común, a flor de labios, a mandíbula batiente como acostumbro a decir yo en repetidas ocasiones aunque casi nunca me lo toman los editores como un lugar común.

─Carajo Casanova ─dijo José Miguel con el mayor de las confianzas, como si yo lo hubiera invitado a este encuentro con Elena─, lo que te tenías guardado. Así que acabas de saludarnos, y no nos dices nadita de lo que venías a hacer. Nada menos que a encontrarte con esta editora argentina, que según me dijo René Acosta es muy buena amiga tuya, desde aquella época de los Ficcioneros. Así es que me imagino que me la vas a presentar, y que le vas a decir que yo tengo unas cuantas novelas inéditas que no me las publican porque son bien calienticas, ¿eh?

Miré primero hacia Elena, y ví su rostro que había perdido por completo la circulación de la sangre; en ese instante, toda la ira que sentía contra ella comenzó a desaparecer, porque a mí particularmente tanto José Miguel como René me caían como un virus incurable, eran lacras del mundo literario que se prendían cual sanguijuelas y cuando llegaban a las amistades de uno, intentaban robárselas. Al menos, yo había sufrido en carne propia aquella experiencia de la que me había alertado Osvaldo Antonio de haber sido víctima ya. Rodé mi mirada hacia José Miguel para advertirle:

─Si lo que te interesa es que la argentina te pague una cerveza con sus dólares como acostumbras a hacer con todos los extranjeros que recién conoces, te advierto que ella no bebe alcohol. Si quieres, yo te puedo pagar un refresco de los que venden por pesos cubanos, es lo único que puedo hacer por ti.José Miguel de momento perdió el habla aunque a los pocos segundos logró recuperarla.

─Caramba Casanova ─dijo en un tono bastante avergonzado─, casi has insinuado que yo soy un jinetero.

─No lo he insuado ─le respondí de inmediato con un dejo de ironía cruzada con el sarcasmo más virulento de que fui capaz─. Le estoy advirtiendo a mi amiga que debe cuidarse de individuos como tú, que en realidad no tienen novelas inéditas que valga la pena publicarles.

Gracias a aquel individuo, levanté el brazo gentilmente, como todo un caballero, indicándole a Elena que debíamos buscar un sitio más apropiado para conversar nuestros asuntos.

─Querés decir que conocés a Marcia Almarales.

─No es que la conozca, te dije en el último correo electrónico que había logrado localizar su dirección exacta actual, porque había permutado el apartamento que heredó de su abuela donde vivía anteriormente con Pedro Antonio Aguilar.

─¿Y cómo era aquello que me hablabas en uno de tus correos que conocías a un tío de Pedro Antonio?

─Se trata de un periodista que trabaja aquí en La Habana para la emisora Radio Rebelde y es mi amigo, o al menos fue mi amigo cuando vivía allá en Las Tunas. Se llama Antonio Machado.

─¿Cómo el poeta español?

─Antonio Machado Conde, y no tiene nada de español.

─Oye Andrés, pará esa mala leche, que desde anoche estoy dándome cuenta que tenés una forma que vaya, muy diferente a como te expresas por los imeil.

─Tú sabes bien que estoy bastante incómodo contigo.

─¿Eh, pero a qué viene esa incomodidad?

─A que anoche me trataste como a un perro, como si yo no hubiera dejado una recepción importante, donde hubiera podido negociar con ventajas para mí con un editor español mi novela La huída, y en cambio fui a esperarte al aeropuerto para que no fueras sola hasta el hotel con un taxista desconocido.

─Te propongo que dejemos por el momento a un lado ese tema, y hablemos de la investigación histórica que nos hemos planteado. Yo te aseguro que si encuentro interesante la historia, si en realidad ese Pedro Antonio que tú dices es el mismo que estuvo viviendo con aquella señora allá en Buenos Aires…

─Con Alejandra Ochoa.

─Exacto, con Alejandra Ochoa… si es el mismo individuo, y si vale la pena escribir la historia que resulte, me meto en el plan de escribir un testimonio novelado, porque es el género que estoy fomentando desde mi editorial Ficcionera.

─Está bien, de acuerdo. Te propongo entonces que almorcemos en un restaurante de La Habana Vieja, y luego vayamos a la casa de Marcia Almarales, para tratar de que nos atienda.

─De acuerdo. Vamos.