Buscar este blog

 

Capítulos 1 y 2 de LA JAULA DE LOS GOCES

Autor: Andrés Casanova

 

 

 

 

CAPITULO UNO

CRETI NO ERA EL LUGAR MAS INDICADO PARA QUE CLASTO EDGINEBRÉS, FILÓSOFO RECIÉN EGRESADO DE LA ESCUELA QUE SALVADOR LÉMUR DIRIGÍA DESDE MIL AÑOS ANTES EN LA UNIVERSIDAD DE SANTA CLARIDAD DE LOS MONTARACES, FUERA A APLICAR SUS CONOCIMIENTOS EN EL ANÁLISIS DE UNA SOCIEDAD TAN DIFERENTE A LA SUYA. No obstante, determinó cruzar el Mar de las Angustias y luego de diez meses de viaje en un bote de velas, desembarcó en la costa pedregosa donde las golondrinas venían a depositar sus huevos. El sol reverberaba contra las olas, minúsculas gotas de una llovizna casi imperceptible se mezclaban con el salitre y un alcatraz alzó el vuelo, cuando el náufrago de cara adormilada se lanzó a las aguas grises y revueltas: al fin llegaba al borde del lugar de los hechos, donde observó la primera contradicción con las leyes del tiempo en su mundo de origen: un reloj destruido por una mano desconocida que otra mano recomponía cada nuevo amanecer.

Cruzó la playa sin detenerse para recoger caracolas. Los pocos bañistas que a esa hora se aventuraban a desafiar las inclemencias del océano, no volvieron sus cabezas hacia el lugar por donde caminaba el mocetón imberbe, de grandes entradas en las sienes, sonrisa torcida y caminar erecto. Para ellos los forasteros representaban un fastidio, aunque los respetaban porque siempre traían en los bolsillos algún nuevo invento: así había sucedido desde la era de las catapultas hasta la de la pólvora, desde la época cuando conservaban el fuego en una cripta sagrada hasta los días actuales en que sólo adoraban al Gran Maestro Universal de los Goces; sin embargo, un forastero en opinión de ellos no valía más que la esposa ausente o el hijo dormido.

Cansado, hizo un alto momentáneo y se entretuvo contemplando cómo un niño construía un castillo de arena. Las almenas se alzaban casi hasta las nubes y cuando el muchacho advirtió la mirada del hombre de crecidos bigotes, puso un pie encima de la construcción; mientras se levantaba de un salto, sus ojos observaron sin curiosidad a Edginebrés y éste continuó su camino.

Nadie me ha mandado a buscar, pensó Clasto, en realidad, voy a emprender esta investigación por mi cuenta y asumiendo los riesgos. No poseo siquiera la carta de autorización de trabajo firmada por el Rey Gaspar y el pasaporte que traigo data de cuando las sirenas atacaban a los viajeros que se atrevían a pasar frente al Torrejón del Alcatraz. Quizás a ningún habitante de Creti le interese que yo descubra las leyes que rigen su mundo.

Después de caminar durante un tiempo que a él le pareció una eternidad, llegó a la zona céntrica de la ciudad. El sudor le corría por todo el cuerpo y no encontró dónde calmar la sed ocasionada por un sol incendiado y altanero que lo había venido siguiendo desde el momento del desembarco, aguijoneándolo con sus rayos aun cuando tratara de protegerse debajo de los árboles del bosque que apareció frente a sus ojos al salir de la zona marina; un sol empecinado, vengativo: destruía las sombras bienhechoras como para demostrarle que no sin razón le llamaban el Astro Rey.

El hambre comprimía su estómago y preguntó a decenas de viandantes dónde podría tranquilizarla, sin obtener respuestas precisas. Unos señalaban con el índice hacia el infinito, otros contestaban ceñudos: nódreP y continuaban la marcha hacia los costados o hacia atrás, nunca hacia adelante.

Algunos lo miraron con ojos llenos de lágrimas y por toda respuesta sonrieron sin apenas mostrar los dientes. Los más jóvenes ni siquiera hicieron esto último y estuvo a punto de concluir que no habían aprendido a sonreír.

Qué gente más extraña, pensó con añoranza. En Santa Claridad de los Montaraces al menos podía discrepar con Salvador Lémur acerca de un cierto reino de Snouk creado por su profesor durante una noche de borrachera, decirle que tal reino era la invención más falaz que hubiera podido ocurrírsele a un filósofo, razonar que en el mismo existía la explotación desde el momento que estaba permitida la esclavitud. Aquí, en cambio, la barrera del idioma lo mantenía inmovilizado: los cretinos hablaban al revés y sin verbos. [1]

—No es tan simple como opinaba Lémur: tanto en Creti como en Snouk habría que pensar al revés –gritó, llevándose las manos a la cabeza, agobiado por el bullicio de una invisible orquesta que entonaba una canción interminable mezclada con el llanto amplificado de un niño. Tendría que acostumbrarse a esta tortura pública si quería sobrevivir en la isla.

En un pequeño parque sentó sus glúteos adoloridos por el reciente viaje a través del océano en el bote con asientos de madera sin pulir y advirtió que los árboles frutecían a pesar de las contingencias, del silencio o las palabras pronunciadas al revés por los cretinos. Frutecían aun cuando la mujer que frente a él despachaba boletos con destino al jardín de las orquídeas salvajes miraba con disgusto a cuantos se le acercaban a comprar la tira de papel estrujado y con los bordes rotos que daba derecho a consumir dos tragos de naranjada fría y un bocadillo de delfín en almíbar. Aburrido de su propio silencio, se levantó y mientras cargaba en hombros el equipaje, un morral fabricado con una lona zurcida, se dijo que ya era hora de ir en busca de su estrella polar.

Al cruzar la puerta de salida del parque, sintió el contacto de una mano enguantada encima del hombro y se volvió sobresaltado. Frente a él, un viejo milenario con uniforme de guardabosque le cortó el paso.

—No se asuste —dijo—. Todos no somos iguales.

Al pronunciar la última palabra, arrojó al suelo el uniforme con un movimiento brusco de todo el cuerpo y quedó transformado en un hombre de edad madura.

—Algunos todavía estamos vivos.

—Entonces, ¿la mayoría ha muerto en realidad? —indagó Edginebrés preocupado. Quizás la mujer que vendía los boletos hacia el jardín de las orquídeas salvajes era un cadáver o un fantasma. En este caso, no podría comer el bocadillo de delfín porque el pedazo de papel comprado con los escasos tomines que encontró en sus bolsillos no era más que eso: un pedazo de papel.

El hombre de edad madura se deshizo del disfraz y en su lugar quedó una hermosa muchacha de tez bronceada.

—No todos: algunos amamos.

Intentó tocarla con la punta de los dedos y una nube de humo la envolvió. El aire arrastró la nube, dejando en su lugar a un adolescente.

—Es sólo una imagen virtual —aclaró el muchacho—. Quise hacerle comprender que a pesar de las apariencias, usted es un oportunista como el Rey Gaspar: cuando ve a una hembra, enseguida intenta adueñarse de ella.

Pidió disculpas con mirada de pena, sintiéndose descubierto por aquel desconocido. Entonces, para sorpresa suya, el adolescente sonrió en tanto arrancaba el disfraz de la cara y en el acto se convirtió en un niño.

—El Maestresala Benedicto ha prohibido la venta de biberones. Opina que es una costumbre bárbara de nuestros vecinos continentales.

El niño desapareció luego de haber hablado. Clasto miró a su alrededor, preocupado más por el concepto que acerca de ellos, los que provenían del Continente, tenía el principal ayudante del Rey Gaspar, que por todas aquellas apariciones y desapariciones del desconocido o desconocida. Cuando frotó sus ojos adoloridos vio salir de la arboleda del parque al guardabosque. Sonreía y sus manos venían llenas de palomas.

—Ahora podría hacerle la demostración de cómo convertirlas en pañuelos de colores.

Clasto no podía creerlo: este individuo no era más que un vulgar mago de ferias y circos de saltimbanquis. Decepcionado, se lo hizo saber.

El guardabosque, por toda respuesta, flexionó el tronco hasta tocar el piso con la lengua y luego, en tono conciliador, aconsejó:

—Si piensa estudiar las características de los predios del Rey Gaspar, aprenda a doblarse de esta manera: así hay que reverenciarlo cuando le da por lo de la borrachera de estrellas.

Dio media vuelta y con pasos rápidos se escondió dentro de la arboleda.

—¿Quién es usted? —indagó Clasto Edginebrés de un modo que no acusaba simple curiosidad.

—¡Juan Dequidad! —dijo una voz lejana—. ¡Prometo ayudarle si no sucumbe a las tormentas y las orgías!

[1] Advertencia: Aunque los cretinos hablan al revés y sin verbos, he decidido, para facilitar la lectura, transcribir sus parlamentos a la manera tradicional [N. del A.]

 

 

 

 

CAPITULO DOS

EN MEDIO DE UN DESCAMPADO LO SORPRENDIÓ LA NOCHE Y SOLO ENTONCES CLASTO EDGINEBRÉS RECORDÓ LAS ADVERTENCIAS DE SALVADOR LÉMUR ANTES DE EMBARCAR EN EL BOTE DE VELAS CON DESTINO A CRETI: EL JUEGO DEL ASTRÓMETRO CONSTITUÍA UNO DE LOS TANTOS PASATIEMPOS CAPRICHOSOS DEL REY GASPAR. Con el auxilio de este equipo desviaba el curso de los acontecimientos, provocando sucesos tales como este anochecer imprevisto, un aguacero torrencial desde la tierra hacia las nubes o la desaparición momentánea del agua en el río Achdos. Según Salvador Lémur, el Rey Gaspar había llegado a Creti en el año uno y su primer descubrimiento fue el lugar de origen del río Achdos, del cual manaba un líquido verdeazulado con sabor a vino de estrellas. De inmediato convirtió el descubrimiento en un negocio: distribuía el vino a un precio inalcanzable por los pobres —los mendigos ni pensar que pudiesen adquirirlo: sólo cobraban diez tomines al mes procedentes de las arcas del reino más una sopa de chorizos obsequiada a aquellos que escuchasen la conferencia matinal del Maestresala Benedicto en la plaza pública— y los ricos se daban por satisfechos: aquel líquido espirituoso los protegía contra la vejez y la muerte, aunque en compensación debían dedicarse con regularidad a la matanza de cangrejos.

Amaneció en breves instantes y en el acto el sol calentó el asfalto: el Rey Gaspar acababa de aburrirse en ese mismo momento de jugar con el astrómetro. Edginebrés se frotó los ojos legañosos, diciéndose que resultaba imposible escapar a los efectos de la ventisca que de improviso se había desatado; luego de dirigir la mirada a su alrededor concluyó que todos aquellos que lo rodeaban habían dormido unos segundos de pie, en el mismo sitio donde los sorprendiera el juego del Rey Gaspar. A Clasto le dolía la cabeza y el hambre le retorcía el estómago. Chasqueó la lengua cuando una jovencita de cabellos azules y ropas harapientas se detuvo a su lado.

—¿Qué quieres? —preguntó de mal talante a la muchacha.

—Shhh —contestó ella colocando los dedos en los labios—. Me envía Juan Dequidad; sígueme.

Dudaba. Encontrarse en una tierra desconocida bastaba para sentir temor. Después de haber contemplado la actuación del mago desconfiaba de todos. ¿Y si la joven era el propio Juan Dequidad?

—No seas tonto —le dijo ella moviendo las pestañas con coquetería. A pesar de los andrajos, lucía tierna y virginal—. Juan Dequidad es todos y es ninguno.

Esas frases enigmáticas de quien tenía una cabeza que fue hermosa una vez aunque ahora colmada de liendres lo asustaron. Había venido a Creti sólo para realizar un estudio científico, sin otro objetivo que ejercitar sus conocimientos sobre los fenómenos sociales. Cuando concluyera la investigación, regresaría a Santa Claridad de los Montaraces para dedicarse a la enseñanza de la asignatura Miseria de la Filosofía sin importarle la Cuarta Guerra Mundial que se avecinaba. No pensaba en ningún momento inmiscuirse en los asuntos de los habitantes de Creti —quienes, según refería Salvador Lémur basado en los criterios del Rey Gaspar, eran felices— porque no había nacido para representar el papel de héroe.

—No te queremos como héroe —comentó la muchacha sin que él hubiese abierto la boca—. Tenemos a Juan Dequidad y con él nos basta. Sólo te necesitamos para que descubras cómo somos.

—¿Y por qué yo? —indagó Clasto Edginebrés, mitad divertido, mitad asombrado—. Soy el individuo más elemental de la tierra, el más vulnerable: apenas he podido descubrir cómo soy yo mismo.

La muchacha tomó una mano de Clasto y la acarició contra las palmas de las suyas. El advirtió sus arrugas y grietas, y admiró unos ojos color ámbar que lo miraban sin pestañear. A través de su cuerpo penetraron los pensamientos de ella, obsesionantes, empecinados: no había derecho a abandonarse a la desesperanza cuando alguien necesitaba de uno: no bastaba con saber descubrirse uno mismo, lo importante era aprender a fabricar la vida. El carecía de argumentos para rebatir a la muchacha; suspirando profundo, se rascó la cabeza y optó por seguirla: allá en Santa Claridad de los Montaraces se desconocía esta manera a la vez tierna y violenta de convencer a los demás.

A las dos de la tarde —momento en que para algunos acababa de amanecer en Creti y otros comenzaban a acostarse, de acuerdo a la hora que les hubiese ordenado sincronizar sus relojes familiares el mariscal Caivás Edjuvitas— llegaron a la plaza pública. El Maestresala Benedicto había despertado unos segundos antes de su habitual siesta, y mostraba a todos el rostro demacrado y los ojos amenazantes. La muchacha le susurró al oído a Clasto que no fuera a opinar nada sobre lo que allí se hablara porque podría resultarle peligroso, habida cuenta de su condición de forastero desconocedor de las costumbres de los cretinos. El Maestresala acababa de despertar, efectivamente, pero de una siesta vacía de sueños, y si acaso los había tenido se trataba seguramente de uno de los que se quiere salir en el instante porque repiten los momentos más penosos de la vigilia: un león persiguiéndonos con las fauces abiertas o un hombre rechoncho moviendo sus manos blandas mientras intenta convencernos con dulzura de que debemos firmar nuestra propia condena a muerte.

—El hombre grueso de mis sueños es Benedicto —afirmó la muchacha con aire atemorizado—. El acostumbra repartir los naipes y a quien le corresponda en suerte un as de espadas, deberá devolver la baraja con sumo cuidado, extraer de la funda la espada que le entrega el Maestresala y besar los rubíes del mango para introducirla de inmediato en el lugar exacto donde late el corazón.

—¿Ocurre así en realidad? —indagó Clasto, incrédulo.

—Míralos —señaló la muchacha hacia la fila de mendigos que iban entrando de uno en uno a la garita donde el Maestresala Benedicto repartía naipes—. El que no saca un as de espadas gana una sopa de chorizos adicional.

Acabada la competencia de los naipes, después que tres mendigos enterraron en sus corazones la espada flamígera del Maestresala, éste salió de su escondite y comenzó a caminar por la plaza pública arrastrando los pies gotosos. Vestía una túnica de seda adornada con piedras de jaspe, zafiros y topacios. Una medalla de oro con la foto en bajorrelieve del Rey Gaspar colgaba de su cuello y un aro de plata rodeaba su cabeza. Cuando llegó frente a Clasto Edginebrés se detuvo de golpe, comenzando a respirar entrecortadamente y hablar de manera incoherente. No podía creerlo, le resultaba inaudito; llevaba las manos a los labios y a la cabeza mientras repetía: “¡Cuán pequeño es el mundo!”, y otras expresiones que salían de su boca sin dientes en tanto abrazaba con cariño a Clasto.

—Al fin los universianos nos han enviado su embajador y te han nombrado nada menos que a ti —dijo finalmente el Maestresala y Edginebrés miró a la muchacha asombrado.

¿Quién es este loco?, pensó y en el acto quedó arrepentido. Salvador Lémur, entre sus advertencias antes de salir del Continente, le aconsejó no pensar nada ofensivo delante de los cretinos, pues algunos conservaban la antigua facultad de sus antepasados de leer dentro del cerebro del interlocutor más cercano. Y respecto al Maestresala, le había informado que el venerable patriarca era muy dado a equivocarse; como consecuencia más del hartazgo constante del vino de estrellas que por los años acumulados, miraba sus manos y aseguraba que se trataba de los pies. Nadie se atrevía a contradecirlo porque sus órdenes de arresto eran cumplidas de inmediato por los hombres del mariscal Caivás Edjuvitas.

—Que el Magister Domus te proteja —fraseó el Maestresala Benedicto y los mendigos echaron sus cuerpos a tierra.

Entonces parece cierto lo de los formulismos, se dijo Clasto olvidando que debía evitar los pensamientos indebidos. Cada cretino, aseguraba Lémur, portaba una tarjeta de conteo personal y la violación de un formulismo como este de echarse a tierra cuando alguien mencionaba al Magister Domus costaba puntos negativos que iban a anotarse en las casillas cuadradas de la tarjeta. También él, Clasto, siguió el ejemplo de los mendigos y de la muchacha, convencido ya de que Salvador Lémur tenía razón: había sido el Maestresala, disoluto, cobrador del derecho de pernada cuando el Rey Gaspar renunciaba al mismo porque la jovencita que contraía matrimonio no era de su agrado, el creador en el año dos de la falacia acerca de un Magister Domus que regía la Sociedad Universal de los Goces por conducto de su Gran Maestro, quien a su vez había encargado la gobernación de Creti al Rey Gaspar.

—O sea, que la estrella no se movió —le dijo Benedicto en tanto colocaba frente a la boca de una dama ricamente ataviada la medalla con la figura del Rey Gaspar.

Clasto Edginebrés estuvo a punto de confesarle al Maestresala su asombro, pues no había hablado de estrella alguna. Dos días después no se asombraría de nada de lo escuchado o visto en Creti: allí el asombro constituía un estado anímico sólo reservado para el Gran Maestro Universal de los Goces y el Magister Domus.

La dama, que Clasto suponía se trataba de la Reina Lila, miró con arrobo al Maestresala Benedicto como diciéndose que había dejado mudo al forastero. Clasto Edginebrés en efecto quedó mudo, pensando que el anciano andaba cerca de la chochez y que los mendigos ya estaban cansados de esperar que el Maestresala diese la orden de servirles la sopa de chorizos.