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Capítulo 1 de EL ANDÉN DEL DESTINO

Autor: Andrés Casanova

 

 

 

Capítulo 1

Durante el atardecer de mi primer día en La Habana, recostado contra la ventana del hotel, me entretengo mirando hacia el malecón. Pasan gran cantidad de ciclistas y algunos automóviles; el sol aún alumbra tenuemente contra el mar, desatando con sus rayos un arco iris que al ser reflejado por las aguas me deja deslumbrado. Regulo el aire acondicionado porque siento que las gotas de sudor corren por todo mi cuerpo, regreso hasta la cama y me acuesto sin desvestir.

Entrecierro los ojos y escucho a la sordina una conversación que viene desde la habitación aledaña a la mía. Oigo apenas unos susurros, voces apagadas, quizás hasta una risa entre palabra y palabra. La risa en unas oportunidades es de una mujer, en otras es un hombre quien prorrumpe en una carcajada estentórea, plena de vitalidad y alegría. Boca arriba en mi cama, mientras intento encender un cigarro ensalivado por culpa del fósforo negado a prenderse, observo con toda calma esta habitación donde me encuentro. Estoy cansado. Luego de casi veinte horas de viaje en un tren colmado de incontables aromas contradictorios, desde el perfume de jazmines y violetas hasta el de pies sin lavar, desde el de la comida guardada en vasijas hasta el del polvo de los pasillos del vagón, uno desea abandonar todo el cansancio acumulado en una cama cualquiera y ahora a mí el rumor del equipo de aire acondicionado, el tenue olor de sábanas planchadas al vapor y el ambiente de pulcritud en que me encuentro, casi me adormecen. De inmediato pierdo todo interés por las paredes blancas, recién pintadas, sin una mancha o un graffiti como los que acostumbran a escribir los enamorados en los hoteles de mala muerte y continúo escuchando la conversación de mis vecinos.

De pronto, el hombre comienza a rugir improperios; lo imagino saltando contra la muchacha (estoy convencido de que se trata de una muchacha: el tono de su voz es suave, claro y uniforme; las mujeres mayores en general hablan de una manera quebradiza, ronca; en cambio, las jóvenes poseen una voz atiplada parecida a la de un muchacho impúber) para apretar alguna parte de su cuerpo, quizás un brazo, violento y furioso: estaba engañándolo y a él no había mujer que lo hiciera el comemierda; ella muy bien lo conocía; aunque la amaba como jamás había adorado a mujer alguna, no le iba a perdonar una traición. Le recordaba con insistencia su credo moral como hombre, la situaba en la disyuntiva de escoger entre un ambiente rodeado de comodidades y aquel en que vivía antes, sórdido, lleno de gritos callejeros en un solar asqueroso, obligada a asistir durante las mañanas a la escuela y por las tardes a dedicar el tiempo disponible en ocupaciones domésticas rutinarias y agobiantes. La muchacha lloraba y hasta podría asegurar que de rodillas frente al hombre pedía perdón. Él ya no gritó más; mantuve pegada una oreja contra la puerta cancelada desde ambas habitaciones, mientras oprimía la colilla contra el cenicero de cristal labrado que descansaba encima de la amplia cómoda, y escuché el detenerse de los sollozos y el inicio de unos jadeos acompasados.

Comienzo a cepillarme los dientes con energía luego de una noche reparadora y me vienen a la mente los problemas prácticos a los que deberé enfrentarme durante el nuevo día. El primero de ellos, buscar alguno de los cambistas clandestinos conocido por mí para convertir una fuerte suma de pesos cubanos en dólares, porque me los venden a precio más bajo que en la casa de cambios. Aquí, al contrario de la ciudad provinciana donde vivo, todo se cotiza en moneda dura y es necesario tenerla si se desea disfrutar de la vida.

La fragancia de la pasta dental, el golpe del chorro de agua contra el lavamanos y las notas de una canción de moda procedente de un radio cercano nublan mis sentidos, oscurecen mis percepciones del mundo exterior. Mi esposa en estos momentos debe haberse acabado de levantar y el mayor de nuestros hijos lo estará haciendo ahora; dentro de unos instantes él comenzará a calentar el motor del automóvil, a acelerarlo de una manera brusca como le tengo prohibido; el perro estará ladrando, su manera típica de reclamar que alguno de los niños pequeños vaya a zafarle la correa y apenas se vea libre meneará la cola echando a correr hacia el jardín donde abrirá algunos huecos.

Acabo de afeitarme y mientras froto enérgico el rostro auxiliándome de una toalla, escucho a la pareja vecina hablar de dinero. Oigo perfectamente la palabra dólares y supongo que tendré por vecinos durante estos días a dos traficantes de drogas o de joyas; me acerco a la pared divisoria entre nuestras habitaciones y ya junto a la puerta cancelada me hago una idea del hombre mientras percibo su voz: tiene alrededor de cincuenta años, porque habla con un dejo no tanto de cansancio como de aburrimiento propio de la edad que acerca al hombre a la vejez. Apenas sabe proyectar su voz, la dicción resulta vulgar y algunas palabras del argot chabacano me revelan a un individuo sanguíneo, mal encarado, de alta estatura y guapetón. Al principio lo suponía extranjero, cuando mencionó los dólares; también anoche hablaba en un susurro y hubiese jurado que lo hacía con el acento propio del inglés; hoy en cambio ya sé que se trata de un cubano común y corriente, capaz incluso de amenazar a cualquiera con un arma.

Mi intención primera es avisar a la policía. Miro hacia la mesa del teléfono e imagino mi conversación con la empleada que atiende la pizarra central; me escucho a mí mismo pedirle comunicación hacia el exterior del hotel aunque en realidad apenas me he movido de mi sitio: la muchacha del cuarto vecino ríe con estridencia tal que a mis oídos llega una especie de burla obscena, descarada. La supongo desnuda, sentada en una silla, las piernas abiertas, mostrándole su sexo pulposo al hombre, porque éste alude con palabras soeces a esa zona del cuerpo de su pareja preguntándole al final si las señales en el interior de los muslos fueron mordiscos furiosos o de placer por parte del italiano.

Decidido a conocer a mis vecinos, comienzo a vestirme cuando la conversación de ellos languidece con una pátina de ciruelas amargas o de almíbar recocido; hablan sólo de ganancias y posibilidades de viajar fuera del país. Él revela sus planes de una manera brusca: quizá el italiano los acepte a ambos en su habitación esta noche; de suceder así, podrían volar la próxima semana a Milán y allá introducirse en los negocios de la sociedad anónima Giusseppe-Rosy. Entonces comprendo quiénes son.

Durante mi recorrido por el amplio pasillo de baldosas pulidas del hotel, adivino que las paredes fueron pintadas hace poco. Quedan minúsculos rastros de pintura en el piso y el blanco es aún deslumbrante, sin las señales de decadencia que suele imponer el decurso del tiempo sobre el emblemático color de la pureza. Observo breves instantes el mar por uno de los amplios ventanales; las olas embravecidas golpean los muros de contención y el viento agita mi pelo. Dentro del ascensor, recompongo el peinado maquinalmente mientras calculo dónde podrán estar mis hijos y mi esposa ahora mismo; la mucama oprime un botón luego de yo formularle una pregunta banal y me mira fijamente antes de contestarme. En estos segundos de encierro obligado con ella juego a adivinar sus pensamientos, como si fuese un personaje ocasional de mis novelas. Me está juzgando, indiscutiblemente; considera que soy uno de esos empresarios estatales cubanos de la última hornada, recién estrenado en el mundo de los negocios (hasta ayer, dirá ella para sí, un simple agitador, acostumbrado a repetir consignas), y que estoy adiestrándome en la técnica del trato protocolar, las reglas del buen vestir y las normas del bien hablar. Eso podría pensar esta mujer de mirada triste, encanecida, que viste un elegante uniforme muy bien planchado; o tal vez no, quizás los pensamientos que le supongo sólo sean el resultado de mi inveterada costumbre de narrador, obligado a dotar de cuerpo físico o psicológico a cada uno de los personajes de ficción que cobran vida en mis relatos. Llegamos a mi destino y ella me despide con un: “Su piso, señor”, atento aunque impersonal, ajeno a toda intención de recibir las gracias por haberme evitado bajar unos cuantos escalones, sino deseosa de que introduzca mi mano en el bolsillo y le obsequie una propina.

Sentado en una mesa solitaria del restaurante ocupo el tiempo en varios asuntos a la vez. Por una parte, he elegido un lugar apropiado para vigilar a todos cuantos entren porque me he propuesto adivinar quiénes son mis vecinos de habitación; mis hijos ocupan fracciones de segundos de mi pensamiento y creo escuchar también a mi esposa riñendo con los tres, veo al perro atado a la cadena ladrando desde su soledad contra delincuentes que no existen y escucho al panadero anunciar con su silbato que hoy no habrá dificultades para el desayuno; imagino el encuentro en horas de la tarde con mi agente literario durante el cual espero recuperar la confianza en el valor de mi obra y la entrevista del día siguiente con la editora de mi última novela. También recuerdo la discusión violenta una semana antes entre mi esposa y yo porque olvidó reservar mi pasaje en avión con destino a La Habana con un mes de antelación, motivo por el cual me vi obligado a trasladarme en tren hasta aquí.

La camarera llega junto a mí, con la fragancia de los azahares desbordando sus poros. Adopta una posición rígida, como si temiera equivocar el método de servir el desayuno aprendido en la escuela gastronómica. En ese instante, la puerta del restaurante se abre y el capitán guía una pareja hacia la mesa más cercana a la mía. Son ellos, por supuesto; mis vecinos de habitación a quienes he estado espiando desde mi llegada, escuchando sus conversaciones fragmentarias, oyendo los suspiros de placer que intercambian, enterándome de los detalles de su convivencia íntima. Resulta indudable: ronda en mi cabeza el plan de una nueva novela basándome en ellos como personajes centrales; sin embargo, no acabo de dar con el título pues son muchos ya entre mis libros publicados los que comienzan con las palabras muerte, asesinato y sangre.

La muchacha, cuya blanca piel contrasta con el amarillo del pelo y el negro de sus vestidos, trata de afectar una clase elevada que no posee. Parece elegante, fina, delicada, al mover sus dedos con gestos amanerados; acaricia una y otra vez la servilleta, roza la copa barrigona y el esbelto vaso colocado a su derecha y sonríe cautelosa. Los tatuajes en los brazos, las uñas pintadas cada una de distinto color, los pendientes en sus orejas, las medias negras, los finos zapatos de charol y los espejuelos oscuros que descansan encima del pelo, me permiten identificarla como una de las tantas jineteras que empiezan a colmar nuestras ciudades más importantes. Es linda, cómo podría negarse. Y sobre todo muy joven: apenas unos quince años y probablemente no los haya cumplido. Ahora recuerdo las alusiones del hombre la noche antes; en realidad se trataba de una chica en edad escolar que ha abandonado las aulas a cambio de la vida galante recién surgida entre nosotros de una manera pública y que ya todos veíamos como parte de nuestro folclore. El hombre vestía como yo, pantalón pitusa y pulóver de marca. Varias prendas de oro adornaban sus manos. Era mayor que la muchacha al menos en treinta años.

Acabo de desayunar y salgo, dispuesto a gastar toda la mañana paseando tranquilamente a lo largo del malecón.