Arden mis músculos desde el corazón hasta el final del vientre,
miran detrás de cada piedra enraizada en ancestrales olvidos;
paren la luz de las tinieblas y hasta hambres de que nos saciamos.
Así se cuecen las mentiras en el horno de la rabia,
así aprende uno a diferenciar diafanidad de cavernas programadas,
cuando ve amanecer estertores y descubre
que existen seres antihumanos.
En el instante de partir el pan o abrir incontinencias
con alguien enterrado en el desierto,
ahí se prueba nuestra humanidad
cuando dispuestos vamos a dar precisamente aquello que nos falta.
(De mi poemario Otra punta del iceberg, dedicado a mi padre “…por el recuerdo imperecedero de su ausencia”.)