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EL ESCRITOR, MI JEFE Y YO

 
 

EL ESCRITOR, MI JEFE Y YO

          

 A Lidia, por haberme confirmado que yo no estaba en un error

 

 

 

 

 

Mi jefe es uno de esos ancianos secos de carnes que voltea los ojos y sorbe con la nariz a cada instante. Encerrado en su oficina, acostumbra soñar con días pasados, décadas atrás, cuando su nombre navegaba de nación en nación como si fuera el primer actor de las películas de aventuras y los periodistas rastreros le rogaban unas palabras por favor, señor Ministro, díganos para la ANC de Londres qué opina usted sobre el alza del petróleo o le rogamos, señor Ministro, sus consideraciones acerca del Pacto Transandino con las Naciones del Frente Europeo.

Estos delirios del anciano los conocemos por su secretaria, una muchacha muy de hoy, tatuada en el brazo derecho y con varios pendientes en la nariz. Esto de los pendientes, claro, sólo  cuando no está en su oficio de secretaria de esta especie de héroe retirado que es nuestro jefe, es decir, en horas de la noche de una Rampa habanera enloquecida por las muchachas que andan cazando un marido extranjero.

La secretaria, durante los breves minutos del almuerzo, nos descubre la cara oculta del viejo. Allá encerrados en el despacho él trata de convencerla.

“Sabe, Yazmín”, le dice él, “usted es una joven muy hermosa”. En plan de conquista el viejo se le acerca arrastrando los pies como si estuviera agotado de haber sido toda una vida ejemplo a seguir por nosotros. “Usted es como una luz en mi Universo a oscuras”, continúa diciéndole a Yazmín el viejo con su manera habitual de expresarse. También le confiesa que ha decidido dejar de cumplir años porque no quiere perder su juventud.

“Es usted la mayor de mis estrellas”, acostumbra a decirle a la secretaria mientras amenaza tomarle las manos quizás con la intención de besarlas o tal vez con el propósito de realizar quién sabe qué actos aberrantes.

El escritor, en cambio, no se las da de joven aunque tampoco es viejo. Y no viene a enamorar a Yazmín sino a presentar una reclamación en nuestro bufete.

–Necesito plantear una demanda contra un editor argentino –me dice, explicándome con toda calma los detalles del asunto. Desde un frustrado viaje promocional a Buenos Aires hasta la emisión de un cheque sin fondos a su nombre por parte del señor Angelo Bondy, el gerente de Ediciones Seisnombres, casa editorial que acaba de publicarle la décima de sus novelas.

El escritor es de esos individuos que parecen anodinos mientras mantienen la boca cerrada pero que al dárseles la oportunidad de expresarse saben conducir la conversación por terrenos insospechados. Habla de todo. De la escasez de frutas. Del bajo nivel de precipitaciones en la lejana provincia donde vive. De la aceptación que tienen en el mercado brasileño los guiones radiales cubanos de la década del cincuenta. De los precios elevados de los alimentos. Del descenso cada día más alarmante del poder adquisitivo del peso cubano. De lo necesario que resulta para él un teléfono. De la burocracia. De cómo ha logrado triunfar con sus novelas no sólo en Argentina, sino también en España, Francia e Inglaterra porque esos son los asuntos en que involucra a sus personajes quienes, me confiesa, a veces le asustan y en ocasiones le crean dificultades con los funcionarios de la ciudad donde vive.

El escritor está hablando hasta que me atrevo a confiarle mis temores.

–El director me exige que corte las  conversaciones  con  los  clientes –le digo, cuando ya él ha pasado a hablar acerca de las plantas y las flores, como si hubiera descubierto mi pasión por la botánica.

Luego de mi advertencia, el escritor comienza a comprender que debe ser breve, despertando de uno de sus ensueños que lo llevan a creer en la existencia de sus personajes y a confundir los espacios novelados de la ficción donde las dificultades siempre se resuelven de manera favorable, con este otro espacio, por ejemplo el de nuestra oficina, donde mi jefe ha entrado en tres oportunidades y espera que el escritor eche a andar por el largo pasillo, llegue hasta la recepción y recoja su maltrecho carné de identidad que el custodio le entrega sin apenas levantar la cabeza, para ordenarme:

–Flor de Lis, venga a mi despacho.

Tengo miedo. Siempre que me enfrento al director me parece que va a matarme. Como si me llevaran por un pasillo similar al del edificio donde trabajamos y ya la sangre estuviese corriendo por mi cuello. El jefe me indica con un dedo tembloroso el lugar donde debo sentarme y me entretengo en observar los ceniceros encima de su buró, las flores artificiales en el jarrón de porcelana china, las plumas y lápices que jamás usa y a Yazmín mientras silenciosa nos sirve café para ambos y se retira sin apenas mirarme.

–Flor de Lis, usted no acaba de aprender a cerrarle la boca a los clientes.

En mi interior se renueva la sensación de que van a poner mi cuello contra la fría superficie de una guillotina y entonces pienso cuán triste resultará que ya no pueda disfrutar las películas que tanto me gustan ni navegar en Internet. Me veo metida en un hueco sin fondo, gris y maloliente llamado el infierno, que según me dijo hoy en tono sarcástico el escritor es el lugar que nos espera a todos los que, como él y yo, no respetamos el principio de autoridad.

–Le pagamos para concertar contratos y no para aconsejar a nadie.

Mientras mi jefe habla en un tono aleccionador, yo dejo que mi mente retorne al pasado, cuando podía disfrutar del ballet y la ópera, las obras de teatro y las lecturas de novelas que inundaban las librerías con nombres como William Faulkner, Günter Grass, John Barth, Norman Mailer, Susan Sontang, Thomas Pynchon, Jorge Luis Borges y Truman Capote, que poco a poco comenzaron a ser sustituidos por los de Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Roberto Arlt, Guimaraes Rosa, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Augusto Roa Bastos, Fernando del Paso, Mario Vargas Llosa y decenas más que iban engrosando las listas del llamado boom y al poco tiempo el postboom de la novela latinoamericana. Ahora, en mi vida el arte ha dado paso al miedo a que me falte el jabón, a no poder adquirir la carne que cada día es más cara, a no ser capaz de abordar el ómnibus cuando se detenga en la parada donde la gente discute; el miedo a las amenazas de mi jefe.

A mi jefe lo escucho, aunque no quisiera oírlo. Prefiero cerrar los ojos, y así no nos vemos ninguno de los dos, porque a mí me favorecen las cataratas que nublan sus ojos. Entonces le permito a mi mente que vaya hacia el Malecón en total libertad, camino aspirando el olor salitroso del aire y espero que se pierda la fila de vehículos para cruzar la amplia avenida. Las parejas están besándose en plena tarde y los niños corretean mientras sus padres les muestran los barcos enormes que entran pitando. Soy libre, me digo contagiada con la euforia de los que están tomando el sol de un agosto habanero; estoy preparada para que el escritor regrese a mi oficina y yo arroje el miedo de mi lado. Entonces sé lo que voy a pedirle. Que escriba un cuento sobre él, mi jefe y yo, sin olvidar a Yazmín, nuestra secretaria que quisiera encontrar un marido extranjero.