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Fragmento de LA NOVELA FICCIONERA

 

Autores:

Gabriel López Nieto (escritor colombiano), Ricardo Álvarez Morel (escritor argentino), Mois Benarroch (escritor marroquí), María Helena Sofía (escritora argentina), Mariano Cognini (escritor argentino), Marcelo Moriconi (escritor argentino), José Luis Lozano (escritor español), Luis Gutiérrez (escritor peruano), Marisa Florenzano (escritora argentina) y Andrés Casanova (escritor cubano)

 

 

El capítulo que escribieron Marisa Florenzano y Andrés Casanova, acordaron titularlo LA NOCHE EN ROJO. La trama de dicho capítulo tendría como ejes temáticos dos personajes: un adinerado católico penitente cuyo nombre no aparece en la trama, presidente de la importante firma comercial Ardión, perverso sexual; y Connie, quien escribe artículos ligeros para la revista LA SEX-la mujer al desnudo en una sección titulada LA MUJER DE HOY Y LA MODA. El presidente de la firma se suscribe electrónicamente a la revista con el propósito de violar a Connie. El fragmento siguiente fue escrito por Andrés Casanova.

 

 

 

Hubiera querido llamarse Enrique Rubio y no tener una cuenta con tantos millones, ni activos por valores tan astronómicos que ni él mismo sabía a ciencia cierta a cuánto ascendían. Desde pequeño, guardaba en su memoria aquella vez cuando en la iglesia del Carmen se enfrentó a la primera comunión y mientras el padre Manuel le estaba colocando una hostia en la boca creyó que el mismo Dios le susurraba al oído con su voz retaqueada de odio: "Yo sé bien que sois tremendo mentiroso; solo te haces católico para que tu padre no te desherede". 

Y como al día siguiente le corresponde la confesión en la misma iglesia del Carmen con el padre Eduardo, trata de fijar en su mente los consejos aprendidos en el cursillo de cristiandad, el pecado lo distancia del Padre Dios, y por medio del sacerdote su representante en la tierra puede entrar en el Ministerio de la Reconciliación. Busca con sumo cuidado las palabras exactas. Padre, me extasío mirando las fotos de mujeres en las revistas; padre, me he suscrito ayer a una nueva, LA SEX-la mujer al desnudo, cuyas ilustraciones me excitan en grado sumo; padre, cada vez que contrato a una nueva chica con el solo propósito de que me flagele por mis pecados no puedo evitarlo y acabo revolcándola en la cama.

Con suma maestría, se anuda la corbata porque ha despedido a la criadilla que se ocupaba de tales menesteres. La veía a cada instante de una manera diferente y ya lo perseguía a toda hora, hasta en el sueño. La imagen de aquella chica que le había brindado la agencia Sex-Burd, no podía soportarla.

Abre el himnario y lee extasiado Bendeciré al Señor en todo tiempo, su alabanza estará siempre en mi boca, y se sorprende entonando una canción, la misma que el monaguillo entona allá en la iglesia del Carmen cuando el guía dice con su voz de bajo: “Cantamos el Salmo treinta y tres”. 

El auto lo espera cerca de la puerta de salida del chalet, con el chofer en posición parecida a la de un militar, hierático, deslavado.

–¿Dónde vamos, señor?

–A la firma. Y trata de no correr como otras veces, que llevamos tiempo sobrante.

–Sí, señor.

El auto se desplaza por la avenida sin que se escuche el ronroneo del motor; es un auto color beige, del último modelo. El hombre va metido en sus pensamientos y olvida en esos instantes que al día siguiente deberá confesarse.

Si me llamara Enrique Rubio fuera famoso, las mujeres vendrían a mí de manera escandalosa y no tendría que comprarles sus caricias. No me buscarían por lo elevado de la suma en mis cheques de pago ni me adularían porque soy uno de los más ricos de la ciudad. Yo podría comprar a Enrique Rubio, pero no podría comprarle su cuerpo ni su conversación, sé de muchas que enloquecen cuando simplemente lo ven en la pantalla y darían alguna parte de ellas por tenerlo en una habitación  durante una pocas horas. Quizás yo pueda comprar al menos el nombre de Enrique Rubio.  

–¿Señor?

–Dígame usted, Vicente.

–Ya estamos aquí, frente al edificio de la firma.

–Acabe de abrirme la puerta y no sea usted estúpido.

–Sí señor.

Camina por el largo pasillo de granito brillante y al llegar a la zona del recibidor varios empleados detienen la conversación. Respetuosos. Atemorizados. Saben que una mirada torva de este hombre podría sacarlos de la firma y no solo de la firma, sino también de la ciudad y hasta del país. Sus órdenes son cumplidas allí incluso antes de pensarlas y basta con que diga esta pared estaría mejor pintada de azul para que en el acto cambien su color.

En el ascensor, la mujer algo entrada en años lo mira con cierto recelo. Ella sabe que le disgustan las que pasan de los cuarenta, y más de una vez le ha oído comentar que un día de estos deja cesante a todas las mujeres que sobrepasen los treinta.

En el salón de las reuniones se hace un silencio opresivo cuando él entra. El presidente de la firma carraspea y luego habla en un tono ambiguo, que va entre lo ordenador y lo respetuoso.

–Señores, ocupen sus puestos –dice.

Discuten sobre mercadeo, asignación de capitales y apertura de sucursales. Mientras tanto, él observa sus uñas y se dice que al salir de aquí irá a la manicura, que aprovechará para cortarse el cabello y de paso llegará a la agencia de automóviles porque ya está aburrido del color beige, lleva más de un mes usándolo y no resiste el mismo color durante tanto tiempo.

No tengo mucho de qué arrepentirme. Nunca ofendo a mi Dios con blasfemias, falsos juramentos ni uso su nombre en vano, creo que esta vez el padre Eduardo no tendrá dificultades para absolverme porque incluso no me he flagelado desde hace más de una semana. El padre Eduardo me parece un sacerdote libertino: según él, Dios no quiere sacrificios de penitencia corporal, solo nos pide que le obedezcamos.

–¿Qué usted dice señor, está de acuerdo que sean dos millones en vez de uno y medio? –le interrumpe sus pensamientos el presidente de la junta y él queda pensativo unos instantes.

Los demás se encuentran nerviosos. Como socio mayoritario, él podría echar por tierra los planes de llevar la compañía a un plano de competencia con L´Atelier du France, lo saben. Muchos cruzan sus dedos en un ademán instintivo que linda en lo supersticioso. Respiran aliviados cuando le escuchan decir:

–Que sean tres millones. Tenemos que invertir en grande.

A la salida de la iglesia del Carmen se le ve sonriente. No había nada que absolver, solo es la costumbre de aparecer en público, de que le vean como hombre piadoso. Siempre le ha ayudado esa imagen para desenvolverse en sociedad y sobre todo, fue la exigencia del padre en el testamento. Si abandonaba la vida católica, todas las riquezas de la familia pasarían de manera indivisa al Vaticano.

Una  nueva semana vencida, un día más en que ha pasado el sufrimiento de observar la calvicie del padre Eduardo, su figura rechoncha, la mirada de ratón asustado cuando le ve llegar y acercarse hasta el confesionario. Esta vez el cheque colocado en la bandeja tenía cinco cifras, se dice mientras sonríe de manera enigmática y el chofer lo está mirando de una forma que podría decirse descarada.

–¿Dónde le llevo, señor? –pregunta.

Él se queda observando al chofer sin mirarlo, porque sus pensamientos pasean por la oscura planicie de sus recuerdos. A Enrique Rubio lo adoran las mujeres, se lamenta para sus adentros sin poder evitar una mueca de disgusto.

–¿Se siente mal, señor? –solícito, el chofer ha tratado de acercársele.

Él levanta el brazo en un ademán brusco.

–¡Ábrame la puerta y no sea imbécil! –murmura en un tono que bien podría haber sido el de un elogio.

El resto del día lo emplea en pensar cómo podría comprar el nombre de Enrique Rubio y se entretiene en su biblioteca observando el último número de la revista LA SEX-la mujer al desnudo que acaba de entregarle el mayordomo. El artículo le llama la atención de una manera tangencial, ¿Cómo les va, amigas mías?  Tal vez alguna de ustedes haya asistido en esta semana al desfile de la firma Ardoin, dedicada a la confección de ropa práctica y distinguida para la mujer que trabaja. El artículo viene firmado por una tal Connie lo que de momento nada le dice. Más bien se dedica a observar las ilustraciones, a contemplar las desnudeces de aquellas modelos delgadas, extraídas quizás de algún burdel y tal vez otras de ciertas casas de gente que buscan ascender en la escala social y como tienen hijas hermosas practican este moderno oficio del celestinaje, Sabemos que los productos de esta empresa concilian la belleza y elegancia que debe poseer toda mujer empresaria, oficinista o empleada ejecutiva, junto con la sensualidad de la que debemos hacer uso (y a veces abuso) para llegar a buen puerto.  ¿Me equivoco?  Seguro que todas coincidimos en este aspecto. Y al llegar a esta parte del texto entrecierra los ojos y sonríe. Claro, qué tonto, se dice a sí mismo, él es el principal accionista de la firma Ardión, ja ja ja, no se había dado cuenta de que esta revista era uno de los tantos productos que ellos vendían.

Y mientras imagina a esta Connie, la curiosidad comienza a roerlo, a matarlo, a llenarle de ceniza la mirada hasta que dirige sus pasos hacia el ordenador mientras lee En esta ocasión se presentaron trajes de distintas texturas y colores, siempre sobrios  pero con un toque de originalidad personalísimo en el corte de los pantalones o en la caída de las faldas, algunas de ellas de ruedo irregular, o con tajos generosos para insinuar las piernas, siempre enfundadas dentro de medias de lycra de brillo sutil.  Claro, el desfile de modas de cada semana para el que le asignaban siempre el palco de preferencia, desde donde podía admirar aquellas piernas realmente enfundadas dentro de medias de lycra que le enervaban el pensamiento, que lo llenaban de inquietudes, que levantaban su libido hasta límites insospechables y que luego lo llevaban a la disciplina, a lacerarse las carnes, a mirar de una manera distinta sus emociones porque entonces se consideraba un maldito pecador, un sucio, un asqueroso pornógrafo acostumbrado a deleitarse con aquellas redondeces que los de la firma ponían ahí delante de sus ojos como para decirle tómalas, son tuyas nada más de mostrarles el talonario de cheques, son tuyas nada más de insinuarles que tú eres el dueño de todo. Sin embargo, no podía decirles porque no le hubieran creído yo soy Enrique Rubio, el actor que vive en la avenida Paraniba número cuatro, porque en realidad él vivía en el número tres, justamente en el chalet que quedaba al frente de donde vivía el actor. Y aquí no era feliz, porque un mayordomo de turno complacía sus caprichos, llamaba por teléfono a la agencia de azafatas, le hacía servir manjares afrodisíacos, ordenaba a la masajista para que viniese a tratarle su cuerpo, pero no era capaz de disponer que una mujer le amase.