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LA VERDADERA HISTORIA DE NUMANCIA

 

LA VERDADERA HISTORIA DE NUMANCIA

 

Quedarse en el mundo sin una patria a la que agarrarse en momentos de angustia equivale a perder una tabla en altamar durante un naufragio. Tal fue el caso de lo sucedido a Felip Castells, compatriota mío a quien mucho aprecié y además, quien fuera mi mejor amigo.

1.                Nuestra villa es nada moderna aunque sí hermosa

Así expresaba un enorme cartel propagandístico justo en la entrada norte de Playa del Oro, la villa donde pasé mi juventud, mojada constantemente por las aguas del Mediterráneo.

Detrás de ese cartel queda un poco mi vida. Quedan también mis sueños adolescentes, mis creencias y renuncias, mis alegrías y tristezas, mi primer amor y el único amigo que he tenido.

Felip y yo discutíamos con frecuencia. El vivía en aquella época con sus padres en una habitación muy estrecha y se veía obligado a dormir en un catre que limpiaba de chinches casi a diario, sin otra alternativa que soportar el hedor del water colectivo para una cantidad incontable de vecinos y comer como quien dice gracias a la caridad pública. No forjaba ningún tipo de planes para el futuro, iba a misa porque era obligatorio, reía sin importarle las irrupciones frecuentes de la Guardia Civil en nuestro mundo de puertas abiertas al vecindario y aseguraba ser feliz.

Será perque jo parlo catalá  –sugería cuando le confesaba mi irritación por la alegría suya que consideraba fingida.

Su respuesta aludía a mis raíces sevillanas: yo era un trasplantado entre ellos; había venido con mis padres que buscaban un lugar donde ganar el sustento diario y no una patria.

–¡No jodas! –le contestaba sonriente, negándome a emplear el no fotis que él y sus amigos me exigían para considerarme uno más de su  grupo.

Cuando él y yo no estábamos entre los corros bullangueros donde se hablaba a gritos sobre fútbol alabando la superioridad española en el deporte  (único tema aconsejable en aquellos tiempos para no hacerse sospechoso de los soplones) me confiaba sus verdades más íntimas, esas que sin saberlo nosotros mismos van metidas dentro de la sangre.

–El abuelete mea en los pantanos y luego los quiere inaugurar como si fueran depósitos de agua potable –dijo una tarde mientras paseábamos a lo largo de la Rambla Marquesa de Espriu, nostálgico, contemplando los viejecitos solitarios sentados en los bancos de madera. Creí comprender al instante porqué mi mejor amigo me trataba últimamente con desconfianza: andaba metido en enredos propios de la política.

2.                En la Catalunya encontrará todo lo que busca

Esto expresaba el segundo de los carteles colocados en la entrada de la villa con el objetivo era atraer a los visitantes; la ciudad comenzaba a abrirse al turismo, como otras zonas de España, y se había despertado la fiebre del dólar. Dólar para muchos significaba prosperidad, dólar para muchos significaba desarrollo, dólar para muchos significaba satisfacción de los deseos.

Por la época que recuerdo, estaba lejos el peligro de las heladas y ya los árboles habían recuperado sus hojas; las lluvias no constituían riesgo alguno para quienes viniesen a disfrutar de las finas arenas y las aguas transparentes en Playa de Oro. Yo caminaba entre los veraneantes que hablaban en otras lenguas, vestían ropas polícromas, bebían de sus rones, admiraban a nuestras delgadas muchachas, se tostaban en el sol de aquella costa embravecida y casi tropical. Caminaba entre ellos sin importarme que hubieran invadido nuestra patria: mi único objetivo era encontrarme con Felip Castells y exigirle explicaciones por la actitud que asumía en los últimos tiempos. Mientras otros vendían, negociaban, proponían, pregonaban o buscaban prostitutas para los turistas, yo sólo pensaba en Felip.

Para mí la amistad siempre ha sido confianza; Felip rehuía mi trato. Para mí la amistad significaba honestidad, Felip traía dinero en los bolsillos en cantidad suficiente como para ir a Tarragona cada sábado y buscar alguna de esas casas disfrazadas de hogar de familia decente, un matrimonio feliz, respetuoso de las leyes y las disposiciones fiscales del Ayuntamiento; entrar a una de tales casas y puertas adentros disfrutar de alguna Wilma como la que anunciaba la columna de clasificados de El Eco de la Verdad,  una Wilma morbosa, de treinta años, ideal para caballeros solventes, viuda, rubia, atractiva, sadomasoquista a todos los niveles, discreta, cariñosa, vestida con lencería, que sabe conversar sobre temas eróticos, especializada en masajes y acostumbrada a hacer el dúplex, una muñeca dulce y caprichosa con muchas ganas de dártelo todo.

Lo buscaba para saber si era cierto lo que decían los demás del grupo, que se había depravado,  vendido por dinero, convertido un peligro para quienes vivíamos con la esperanza de la democracia un día, cualquier día, por lejano que fuese.

No lo encontré en la playa entre tantos veraneantes hablando en otras lenguas, entre tantos bichos raros que venían a comprar con sus marcos, dólares o francos todo lo que vendiésemos. Ver aquellos extranjeros felices en medio de nuestra miseria me hizo sentir tan xenófobo como los muchachos del grupo al que ya no pertenecía Felip, que salí de Playa del Oro enfermo del estómago. Entonces determiné buscarlo en el otro lugar probable, porque era el que se llenaba también de bichos raros hablando en diversas lenguas: la plaza  de La Catalunya.

Los turistas no podían sustraerse del encanto que los conducía a tomarse una foto junto a la fuente rodeada de flores con un surtidor en el centro cuyas aguas caen en una copa verde que simula una corola. Después seguían hacia la zona del mercado ubicada en los portales donde  les ofrecían la preparación inmediata y en familia del romesco y la calcotada, además de proponerles la compra del Tarragona y el Priotato para que disfrutasen de una borrachera típicamente catalana.

Yo me movía casi a codazos por aquella aglomeración de veraneantes que buscaban un recuerdo español (una boina de torero, una pelota de fútbol firmada por algún jugador estrella del Real Madrid, un cachorro con pedigre, en fin: cualquier souvenir) y creí advertir a lo lejos la magra figura de Felip Castells, vestido con un atuendo parecido al de los antiguos hippies de la década del 1960 aunque realmente la ropa que llevaba por dentro era la del desclasado, la del que se ha vendido por un platillo de garbanzos.

3.                En mi corazón mandan otros

No  existe un cartel propagandístico con tal texto a lo largo del litoral de Playa del Oro, más bien creí haberlo descubierto por debajo de la ropa de Felip Castells en aquella oportunidad en que le andaba buscando. Lo encontré frente al café La Font, sonriente, conversando con una rubia en una mezcla de francés y catalán; hablaban sobre literatura, algo inusitado para mí: Felip jamás había manifestado preferencia por leer siquiera los diarios.

–Estoy trabajando –comentó, bromista, acercándose a mí.

–¿Eres guía turístico? –le pregunté, todavía con la esperanza del que no ha abierto los ojos a la realidad.

–Más o menos –sonrió poniéndome una mano amistosa en el hombro.

Le reproché su abandono de la amistad, revelándole que los del grupo no confiaban en él, lo acusaban de ir a Tarragona cada semana para entregar sus informes acerca de qué pensábamos los jóvenes de la villa, con quiénes nos reuníamos, si hablábamos sobre la libertad; y que a cambio, recibía dinero suficiente como para gastarlo en alguna casa de familia decente.

Felip dejó de sonreír y empezó a bajar la mano de mi hombro, como si me estuviera pensando que era bien seria la acusación.

–¿Tú eres mi amigo de verdad? –me preguntó preocupado y nos apartamos hacia una mesa solitaria, donde ordenó dos copas de vino y pagó con un billete de cinco mil pesetas.

–El dinero es un símbolo –me dijo. Yo, sin un céntimo en los bolsillos, no podía concebir el valor simbólico de un billete como el que Felip acababa de extraer de su bolsillo, con el que yo podría haber comido en aquellos tiempos durante varios días y aun quedarme dinero para disfrutar de placeres por mí desconocidos.

Llamó con una nueva seña al mozo y le mandó servir dos platos con pan, tocino y salchichón. La saliva se me acumuló en la garganta y un escozor picó profundo mi estómago.

–Tienes hambre, ¿eh? –dijo sin perder la eterna sonrisa. Yo levanté la cabeza y al ver sus ojos limpios quise creer que  las opiniones del grupo no eran más que habladurías indecentes.

A nuestro alrededor conversaban en diversos idiomas varias gentes y al parecer ninguno se fijaba en nosotros; era como si estuviéramos no en una villa provinciana y ultraconservadora respecto a las costumbres, sino en una ciudad cosmopolita.

–Tú también podrías matar el hambre antigua y conocer a una Alicia cualquiera en Tarragona.

Cuando escuché estas palabras suyas, detuve el movimiento de la mano que estaba llegando al plato y decidí no continuar comiendo, a pesar de que ya ni recordaba el sabor del salchichón y el del tocino era apenas un recuerdo ocasional en el puchero que preparaba cada tarde mi madre, porque en mi casa vivíamos prácticamente en la miseria.

Mientras yo comencé a ponerme de pie, Felip Castells continuaba hablando con los ojos entrecerrados, como si estuviera evocando el placer disfrutado con el desfile de hermosas mujeres en ropa interior que me estaba contando, las cenas magníficas en el Sant Jaume tarragonés y las noches en un hotel casi secreto especializado en espectáculos eróticos.

Traté de no hacer ruido al mover la silla. En ese instante, Felip se estaba refiriendo a que la paga en realidad resultaba excesiva comparada con el mínimo esfuerzo de escuchar: el verdadero trabajo venía luego, en el momento de escribir el informe oficial. El me proponía una suma considerable, a condición de que le ayudara a redactar los datos y detalles de todo lo que averiguáramos entre los dos. A grandes trancos llegué a la puerta de salida de La Font.

Quizás en ese momento Felip Castells no había abierto los ojos y estaba explicándole a su mejor amigo las ventajas de convertirse en un soplón. Otro amigo que ya no era yo.