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LA FAMILIA YA NO ES SAGRADA (Capítulo 1)

 LA FAMILIA YA NO ES SAGRADA (Capítulo 1)

Cuando Raulito se mudó con Josefina, en su casa lo pensaban a cualquier hora del día o de la noche

Sara, la madre, desde entonces ya no fue más en busca del pan, la leche, los frijoles y el arroz. Dentro de la vitrina con puertas de cristal estaba la libreta de racionamiento de los productos comestibles en la que anotaban los dependientes de la bodega las mercancías y de allí la tomaba Juancito, el menor de los hijos, mientras miraba codicioso los billetes de diferentes colores situados a su lado. La madre sabía que a Juancito le tentaba el dinero, pero se propuso no volver jamás a la bodega, donde todos conversaban a gritos y la estrechez del mostrador la obligaba a cuidarse de algunos hombres que tenían por costumbre arrimársele por detrás a las mujeres; no quiso saber nunca más de aquel olor a sacos y a azúcar sin refinar, ni de las moscas que revoloteaban alrededor del tanque donde guardaban la manteca. Desde entonces Juancito, al regresar de la escuela, tomaba una bolsa de tela gruesa y salía cabalgando en un pedazo de palo y luego le contaba. El hombre calvo que despachaba el pan mientras le tomaba la cara entre sus manos le preguntaba: “¿No vas a conversar con tu cuñada?”. Pero lo que más temía Juancito, y su madre también lo sabía, era descubrir que los ojos de Josefina lo estaban mirando.

Juan Emilio deambulaba de una habitación a la otra como un sonámbulo, en busca de llaves para aflojar tornillos al día siguiente en el taller donde trabajaba, mientras comentaba consigo mismo que el culpable de la pérdida de las herramientas en el taller era el propio administrador. Dentro del cuarto de Raulito se detenía sin sentido, contemplando alelado la cama de hierro, una cama antigua aunque recién pintada, y apretaba la boca tratando de evitar que las lágrimas salieran de sus ojos en un torrente lastimero.

Cómo se había preocupado el padre cuando la maestra de primer grado lo llamó para advertirle alarmada que Raulito padecía de retraso mental: no lograba fijar los nombres de los colores, no aprendía las reglas aritméticas y con frecuencia quedaba dormido en el pupitre. Fueron días de sobresaltos y consultas con diferentes especialistas; no recordaba ya los nombres de todos los hospitales de La Habana en que estuvieron él y Sara con el único hijo que entonces tenían, ni los instrumentos clínicos que miraron sus ojos cuando se los colocaban en la cabeza al niño. Al salir de un hospital, con frecuencia comentaban admirados cuánto desarrollo había alcanzado la medicina en la capital. Allá se hospedaban en hoteles cuyos pisos brillaban de tal manera que podían ver sus propias figuras reflejadas en la superficie; al terminar las tardes, agotados por una larga espera frente a la puerta de un consultorio médico, salían a caminar por las calles donde la gente pasaba sin mirarlos y mientras el niño lanzaba inofensivas piedras con ambas manos, ellos conjeturaban resultados de los exámenes médicos, preveían fatales consecuencias y quedaban sumidos en la mayor de las tristezas.

Al concluir los exámenes especiales en el hospital Calixto García, se supo que todo había sido una falsa alarma: simplemente, Raulito requería de un método de enseñanza distinto al ordinario y desde entonces la casa quedó transformada. En el respaldo de la silla que desde pequeño sirviera para acostumbrarlo al uso del orinal y que ahora se empleaba como asiento encima de otro asiento para elevar su estatura durante las comidas, podía leerse 2x3=6; en la puerta del retrete, muy cerca del lugar por donde se filtraba una rendija de luz, quedó escrito con números rojos 10-2=8; en el techo del cuarto, exactamente donde tenían que mirar los ojos del niño cuando apoyara la cabeza en la pequeña almohada, pintaron un gran círculo y señalándolo con una flecha escribieron este es el color azul. Las letras y los números de colores ocuparon desde entonces todo el espacio disponible del velocípedo, los patines, la carriola, los sombreros comprados durante los días de carnaval y el plato de aluminio donde comía Raulito.

Ahora, por culpa de Josefina, todos los recuerdos de Juan Emilio carecen de importancia, van perdiéndose dentro de su memoria y son borrados por el derrumbe de un hogar que con tantas ilusiones había tratado de formar. “¿La condenaría un tribunal si yo la acusara por pervertir a un menor de edad?”, piensa el padre y le da un manotazo a la idea para continuar buscando la llave para aflojar tornillos al día siguiente en el taller donde trabaja.

Cuca Sánchez, la vecina más cercana, llegó a la casa de los padres de Raulito con varias revistas en las manos y luego de hablar sobre el calor, la cola en la bodega para comprar los alimentos, la sequía que estaba castigándolos como nunca antes, las cuatro onzas de carne de vaca por persona que les correspondía cada semana por la libreta de racionamiento, sus dolores insoportables en las articulaciones, la mujer de la esquina tan indecente que por cualquier maldad de los niños del barrio los ofendía de la forma más violenta, abrió una revista, hojeó las páginas que pedían a los obreros producir con firmeza y combatir la negligencia, luego las páginas dedicadas a ofrecer consejos acerca del manejo del hogar y las que hablaban sobre cantantes y artistas, deteniéndose finalmente en la sección de modas.

–Si te compras los tres metros que te pertenecen por la libreta de productos industriales de una tela estampada, puedes hacerte un vestido como éste –le dijo Cuca Sánchez a Sara mientras indicaba con un dedo arrugado la figura de una modelo delgada.

Sara observó unos instantes el vestido; llegaba hasta los tobillos de la modelo, estaba adornado de falsa pedrería y festonado con una cinta tejida con hilos de diversos colores. Mientras miraba cada detalle, su dedo de uñas sin pintar iba enumerando dificultades, poniendo al final como razón para rechazar la propuesta de la vecina la excesiva anchura del vestido y por tanto, no le alcanzarían los tres metros de tela que daban por la libreta de racionamiento de los productos industriales. No quiso aclararle que en realidad cosía sus propias ropas porque luego de tener las vasijas limpias, el piso como un espejo y los víveres dentro de la vitrina, necesitaba ocupar el tiempo en algo que la ayudara a olvidar la fuga de su hijo con Josefina. Cuca Sánchez, sin prestar atención a las palabras de la otra mujer, volteaba página tras página en busca de un modelo de vestido que seguro le agradaría.

–Éste –dijo de pronto Cuca, mostrando la foto de una muchacha cuyos hombros y espaldas quedaban al descubierto.

–Mi marido no me lo dejaría poner –comentó Sara con desgano.

Cuca Sánchez comenzó a quejarse de lo poco que le ajustaba la prótesis dental, volvió a mencionar sus dolores, la falta de apetito y los deseos de morir que a veces la atacaban.

–Es la edad –comentó Sara.

–Por cierto, venía a enseñarte algo interesante –fue la respuesta de la anciana mientras buscaba con calma, hasta encontrar la ilustración; al mostrarla, especificó que se trataba de camisas muy apropiadas para jovencitos en esta época que los muchachos querían vestir como los artistas de la televisión.

Sara miraba a Cuca Sánchez y no la revista. Estaba convencida de que la vieja en realidad no había venido a mostrarle los modelos de ropa, bien la conocía. Resultaba evidente que su vecina estaba tratando de ocultar detrás de las palabras el motivo de la visita, porque en varias oportunidades insinuó que quería enseñarle las fotos de camisas para jovencitos, para jovencitos de dieciocho años, de dieciocho años como Raulito. Sara sabía que Cuca Sánchez andaba en busca de noticias sobre la fuga de su hijo con Josefina la bodeguera.

–¿Qué te parece? –preguntó sonriente la anciana y Sara no atinó a responderle porque en ese instante tocaron a la puerta.

Se trataba de uno de los primos de Raulito recién llegado de la capital. Juancito vino hasta la sala al oír la algarabía y hasta Juan Emilio, quien  aquella tarde de sábado estaba arreglando la bicicleta, se acercó al grupo que escuchaba a aquel joven alardeando de conocer el hotel Habana Libre porque iba a los baños de la planta baja cuando salía de pase del preuniversitario donde se hallaba becado y luego de mojarse el pelo utilizaba brillantina a cambio de la moneda que depositaba en un platillo vigilado con ojos de halcón por un anciano de uniforme reluciente. También les habló de La Rampa, y mientras bebía directamente de la botella de cerveza que le brindó Juan Emilio, describía sus caminatas una y otra vez desde la calle L hasta Malecón detrás de las muchachas con muslos al descubierto diciéndoles piropos como quisiera ser de tu mano un dedo y tocar lo que tú tocas; ellas le contestaban con ofensas dolorosas para él, porque le decían: “Eres un guajiro oriental que canta al hablar”.

–Tío, hacía tiempo que no bebía –dijo el joven cuando le dieron otra botella con cerveza y habló durante largo rato del malecón habanero, donde la gente llegaba hasta los arrecifes y desde allí lanzaban los anzuelos. Por las noches, se veían las luces de los barcos a lo lejos, las olas salpicaban al que se acercara al muro cuando subía la marea y, confesó ya con la tercera cerveza en las manos, sentía envidia de las parejas de enamorados besándose. 

Luego habló de Coppelia, de sus colas que nunca terminaban y los helados tibios, servidos por muchachas uniformadas con trajes de cuadros rojos que se movían sin deseos. También contó de sus paseos a lo largo de la calle Infanta, sucia y hedionda a basura vieja, antes de entrar al programa radial Alegrías de sobremesa en el que debía aplaudirse a una señal del animador.

Ya con la cuarta cerveza por la mitad, se puso de pie estirando su largo cuerpo mientras se acariciaba la crecida barba.

–Lo que pasa es que ustedes creen que mi primo Raulito todavía es un  niño –dijo–, pero deberían acabar de convencerse de que Josefina le hará un favor. Va a enseñarle a ser hombre.

Juancito no entendió muy bien el significado de las palabras de su primo. Sin embargo, sabía que la fuga del hermano mayor no constituía ninguna hazaña sino el origen de todos los contratiempos en su vida. El padre ya no le sonreía cuando pasaba junto a él, y si dejaba un jarro olvidado encima de la mesa o no le daba de comer al gato, le gritaba ofensas golpeándole con una correa. En la bodega se veía obligado a soportar las burlas del hombre calvo de cejas tupidas que despachaba el pan y escuchar en silencio cómo le llamaba el cuñado de Josefina.

Mientras Cuca Sánchez comenzaba a despedirse de Sara y el joven recién llegado de la capital caminaba tambaleante hacia la puerta de salida comentando con Juan Emilio que mañana volvería para tomarse otras cervezas, Juancito quedó absorto en sus pensamientos, recordando los ojos verdes de Josefina. Le asustaba la dependienta vestida como una jovencita en la que se advertía el paso de los años.