Capítulo 3 de TORMENTA TROPICAL DE VERANO
Autor: Andrés Casanova
III
Los pasos recios de Felipe resonaban contra el asfalto mientras caminaba encerrado en sus propias meditaciones. ¿Qué le dirá al Jefe del Departamento al día siguiente por su ausencia?
"Bah, qué importa", habló consigo mismo. "En la oficina nadie se fija en mí. Excepto Peláez, desde luego, el maldito calvo que siempre anda metiéndose en la vida ajena. Preguntando si estamos contentos. Si hay dificultades en la placita donde nos corresponde comprar la vianda. Bah, Peláez... iluso. Como si sus arengas cada mañana en el matutino fueran a enderezar las cosas torcidas de este país".
Pensó breves segundos en María Julia, su compañera más cercana de buró en la oficina, y en el acto la apartó despreciativo de la mente. En general, odiaba a todos los de su departamento, los veía como a extraños; apenas se relacionaba con ellos. Pero a María Julia la odiaba más que a todos.
Al llegar cerca del parque se detuvo unos instantes. A poca distancia, los carretones tirados por caballos esperaban pasajeros. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
"Quizás logre reconocer al cochero de anoche. Hablarle. Preguntarle si ha sabido algo sobre la muchacha vestida como las jineteras", se dijo ilusionado.
Ansioso, fue acercándose a los coches; observó uno pintado con los colores de la bandera cubana y paseó luego la vista por los restantes.
-Ey, amigo, ¿dónde quiere ir? -le preguntó un hombre vestido de manera descuidada.
Sorprendido, musitó una excusa y continuó camino. Total, el mayor de los hospitales quedaba bastante cerca y no valía la pena gastar dinero en el viaje.
Sentado en un banco del parque reconstruyó de nuevo el accidente en su memoria como si se tratara de un filme cinematográfico. Con el perfume de la joven llenándolo de ilusiones todavía; un perfume de hembra apetitosa que ahora Matilde sólo usaba cuando le informaba en un tono cercano a la ironía que iba a visitar a sus padres.
Aquellos recuerdos sobre el perfume de la linda jinetera del accidente le despertaban los deseos, lo llenaban de inquietud, lo hacían temblar de miedo.
“Quizás no esté muerta”, pensó y se puso de pie de un salto. Estaba demorando la visita al hospital para adultos porque temía encontrarla con la cara deshecha y las dos piernas fracturadas. Creía que al verlo iba a gritar enloquecida: “¡Ese es el hombre! ¡Ese es el hombre que viajaba a mi lado en el coche aprovechándose de mí!”. Empezó a caminar calle abajo sin darse cuenta, deseoso de no encontrarla para no ser descubierto como cómplice del accidente.
Estuvo recorriendo el hospital de uno a otro extremo durante casi toda la mañana. Las enfermeras se movían diligentes, los estudiantes de medicina reían alborotadores cuando se hallaban lejos de los especialistas que hacían de profesores y el personal restante se comportaba de la manera habitual. Después de merodear más de una hora por el Cuerpo de Guardia con el pretexto de un fuerte dolor de cabeza para no llamar la atención del policía de servicio, estuvo largo rato en la cola de la farmacia para comprar los medicamentos que le habían recetado. La gente hablaba de la lluvia, de los deportes, de problemas familiares, de enfermedades.
Por su lado pasaban las personas apuradas en busca de alivio para sus males. Sus cuerpos despedían un olor a sudor y a tierra húmeda. Escandalizaban al hablar. Sin pudor alguno, confiaban sus problemas íntimos a los que esperaban junto a ellos.
-¿Sabe usted? Mi madre también murió de cáncer en los pulmones.
-Seguro era una fumadora empedernida.
-Nada de eso: jamás encendió un cigarrillo siquiera. Mi padre la hubiera molido a palos.
Algunos lanzaban burlas contra los dolores y los quebrantos propios.
-Perder una pierna no es ningún problema. Malo sería perder el miembro de varón.
-¿Por qué habla de una manera tan descarada, Atanasio?
-Ay, hija, ¿qué voy a hacer? ¿Morirme porque me vea condenado a usar muletas?
Otros lucían desanimados.
-Lourdes, por favor, ayúdame a mover la silla de ruedas.
-No seas cobarde, Florencio. Es una simple fractura de fémur lo que tienes.
-¡Ay Lourdes, por favor, cállate y ayúdame!
Nadie, sin embargo, reveló el más pequeño indicio de conocer algo acerca del accidente de una muchacha ocurrido la noche anterior. Felipe, decepcionado, se dijo que había perdido su tiempo.
Salió casi al mediodía de la edificación rodeada de jardines y lámparas colgadas en postes metálicos; se marchaba más confundido de lo que había llegado al lugar. Sus pasos iban alejándose, perdiéndose entre la multitud que buscaba la salida hacia el centro de la ciudad. Ya era un hombre pequeño, insignificante. Un hombre anónimo que había ido al hospital con la excusa de consultar con un médico la posible causa de su insoportable dolor de cabeza. Ya no le molestaba el pinchazo de la aguja con que le habían inyectado el calmante. Había revisado cada rincón, cada oficina, cada sala de pacientes. El único sitio donde no se atrevió entrar fue la morgue.