Buscar este blog

 

Capítulos 1 y 2 de LA FAMILIA YA NO ES SAGRADA

Autor: Andrés Casanova




Capítulo 1

 

Cuando Raulito se mudó con Josefina, en su casa conversaban el asunto a cualquier hora del día o de la noche.

Sara, la madre, desde entonces ya no fue más en busca del pan, la leche, los frijoles y el arroz. Dentro de la vitrina con puertas de cristal estaba la libreta de racionamiento en la que anotaban los dependientes de la bodega las mercancías y de allí la tomaba Juancito, el menor de los hijos, mientras miraba codicioso los billetes de diferentes colores situados a su lado. La madre se propuso no volver jamás a la bodega, donde todos conversaban a gritos y la estrechez del mostrador la obligaba a cuidarse de algunos hombres que tenían por costumbre arrimársele por detrás a las mujeres; no quiso saber nunca más de aquel olor a sacos y a azúcar sin refinar, ni de las moscas que revoloteaban alrededor del tanque donde guardaban la manteca. Desde entonces Juancito al regresar de la escuela tomaba una bolsa de tela gruesa y salía cabalgando en un pedazo de palo y luego le contaba cosas como aquella de que el hombre calvo que despachaba el pan mientras le apretaba la barbilla le preguntaba: “¿No vas a conversar con tu cuñada Josefina?”. Pero lo que más temía Juancito, le confesó un día a la madre, era descubrir que los ojos de Josefina lo estaban mirando.

Juan Emilio, el padre, deambulaba de una habitación a la otra como un sonámbulo en busca de llaves para aflojar tornillos al día siguiente en el taller donde trabajaba, mientras comentaba consigo mismo que el culpable de la pérdida de las herramientas en el taller era el propio administrador. Dentro del cuarto de Raulito se detenía sin sentido, contemplando alelado la cama de hierro, una cama antigua aunque recién pintada, y apretaba la boca tratando de evitar que las lágrimas salieran de sus ojos en un torrente lastimero.

Cómo se había preocupado el padre cuando la maestra de primer grado lo llamó para advertirle alarmada que Raulito no lograba fijar los nombres de los colores, no aprendía las reglas aritméticas y con frecuencia quedaba dormido en la silla. Fueron días de sobresaltos y de consultas con diferentes especialistas; no recordaba ya los nombres de todos los hospitales de La Habana en que estuvieron él y Sara con el único hijo que entonces tenían ni los instrumentos clínicos que miraron sus ojos cuando se los colocaban en la cabeza al niño. Al salir de un hospital, con frecuencia comentaban admirados cuánto desarrollo había alcanzado la medicina en Cuba. Allá se hospedaban en hoteles cuyos pisos brillaban de tal manera que podían ver sus propias figuras reflejadas en la superficie; al terminar las tardes, agotados por una larga espera frente a la puerta de un consultorio, salían a caminar por las calles donde la gente pasaba sin mirarlos y mientras el niño lanzaba inofensivas piedras con ambas manos, ellos conjeturaban resultados de los exámenes médicos, preveían fatales consecuencias y quedaban sumidos en la mayor de las tristezas, convencidos de que Raulito padecía retraso mental.

Al concluir los exámenes especiales en el hospital Calixto García quedó comprobado que todo había sido una falsa alarma: simplemente, el niño requería de un método de enseñanza distinto al ordinario y desde entonces la casa quedó transformada. En el respaldo de la silla que de pequeño sirviera para acostumbrarlo al uso del orinal y que ahora se empleaba como asiento encima de otro asiento para elevar su estatura durante las comidas, podía leerse 2×3=6; en la puerta del excusado, muy cerca del lugar por donde se filtraba una rendija de luz, quedó escrito con números rojos: “10-2=8”; en el techo del cuarto, exactamente donde tenían que mirar los ojos del niño cuando apoyara la cabeza en la pequeña almohada, pintaron un gran círculo y señalándolo con una flecha escribieron: “Este es el color azul”. Las letras y los números de colores ocuparon desde entonces todo el espacio disponible del velocípedo, los patines, la carriola, los sombreros comprados durante los días de carnaval y el plato de aluminio donde comía Raulito.

Ahora, por culpa de Josefina, todos los recuerdos de Juan Emilio carecen de importancia, van perdiéndose dentro de su memoria, son borrados por el derrumbe de un hogar que con tantas ilusiones había tratado de formar. “¿Y si yo la acusara por pervertir a un menor de edad?”, piensa el padre y le da un manotazo a la idea para continuar buscando la llave.

Cuca Sánchez, la vecina más cercana, llegó a la casa de los padres de Raulito con varias revistas en las manos y luego de hablar sobre el calor, la cola en la bodega para comprar los alimentos, la sequía que estaba castigándolos como nunca antes, las cuatro onzas de carne de vaca por persona que les correspondía cada semana, sus dolores insoportables en las articulaciones, la mujer de la esquina que por cualquier maldad de los niños del barrio los ofendía de la forma más violenta, abrió una revista, hojeó las páginas que pedían a los obreros producir con firmeza y combatir la negligencia, luego las páginas dedicadas a ofrecer consejos acerca del manejo del hogar y las que hablaban sobre cantantes y artistas, deteniéndose finalmente en la sección de modas.

–Si te compras los tres metros que te pertenecen de una tela estampada, puedes hacerte un vestido como este –le dijo Cuca Sánchez a Sara mientras indicaba con un dedo arrugado la figura de una modelo delgada.

Sara observó unos instantes el vestido indicado por su vecina; llegaba hasta los tobillos de la modelo, estaba adornado de falsa pedrería y festoneado con una cinta tejida con hilos de diversos colores. Mientras miraba cada detalle, señalaba con el dedo e iba enumerando dificultades, poniendo al final como razón para rechazar la propuesta de la vecina la excesiva anchura del vestido y por tanto, no le alcanzarían los tres metros de tela que vendían por la libreta. No quiso aclararle que en realidad cosía sus propias ropas porque luego de tener las vasijas limpias, el piso brilloso y los víveres dentro de la vitrina, necesitaba ocupar el tiempo en algo que la ayudara a olvidar la fuga de su hijo con Josefina. Cuca Sánchez, sin prestar atención a las palabras de la otra mujer, volteaba página tras página en busca de un modelo de vestido que seguro le agradaría.

–Éste –dijo de pronto Cuca, mostrando la foto de una muchacha cuyos hombros y espaldas quedaban al descubierto.

–Mi marido no me lo dejaría poner –comentó Sara con desgano.

Cuca Sánchez comenzó a quejarse de las molestias de la prótesis dental, de lo mal que ajustaba; volvió a mencionar sus dolores, la falta de apetito y los deseos de morir que a veces la atacaban.

–Es la edad –comentó Sara.

–Por cierto, venía a enseñarte algo interesante –fue la respuesta de la anciana y buscó con calma hasta encontrar la ilustración mientras hablaba de camisas muy apropiadas para jovencitos en esta época que los muchachos querían vestir como los artistas de la televisión.

Sara miraba a Cuca Sánchez y no la revista. Estaba convencida de que la vieja en realidad no había venido a mostrarle las ilustraciones, bien la conocía. Resultaba evidente que su vecina estaba tratando de ocultar detrás de las palabras el motivo de la visita porque en varias oportunidades le había dicho que deseaba enseñarle unos modelos de camisa para jovencitos de dieciocho años como Raulito. Sara sabía que Cuca Sánchez andaba en busca de noticias sobre la fuga de su hijo con Josefina la bodeguera.

–¿Qué te parece? –preguntó sonriente la anciana y Sara no tuvo tiempo de responderle porque en ese instante tocaron a la puerta y fue a abrirla.

Se trataba de uno de los primos de Raulito recién llegado de la capital. Juancito vino hasta la sala al oír la algarabía y hasta Juan Emilio, quien aquella tarde de sábado estaba arreglando la bicicleta, se acercó al grupo que escuchaba al joven alardeando de conocer el hotel Habana Libre porque entraba a los baños de la planta baja cuando iba a pasear por La Rampa y luego de mojarse el pelo utilizaba brillantina a cambio de la moneda que depositaba en un platillo. También les habló del malecón habanero lleno de gente que iba a tomar el sol, y mientras bebía directamente de la botella de cerveza que le brindó Juan Emilio, describía sus caminatas una y otra vez desde la calle L hasta el final de la avenida 23 detrás de las muchachas con muslos al descubierto diciéndoles piropos como: “Quisiera ser de tu mano un dedo y tocar lo que tú tocas”; ellas le contestaban con ofensas dolorosas para él porque aludían a su condición de guajiro oriental que cantaba al hablar.

–Tío, hacía tiempo que no bebía –dijo el joven tomando la segunda botella de cerveza que le brindaba Juan Emilio y habló durante largo rato del malecón habanero, donde la gente llegaba hasta los arrecifes y desde allí lanzaban los anzuelos. Por las noches se veían las luces de los barcos a lo lejos, las olas salpicaban al que se acercara al muro cuando subía la marea y confesó, ya con la tercera cerveza en las manos, que sentía envidia de las parejas de enamorados besándose.

Luego habló de Coppelia, de sus colas que nunca terminaban y los helados tibios, servidos por muchachas que se movían sin deseos, uniformadas con trajes de cuadros rojos. También contó de sus paseos a lo largo de la calle Infanta, sucia y hedionda a basura vieja, antes de entrar al programa radial Alegrías de sobremesa en el que debía aplaudirse a una señal del animador.

Ya con la cuarta cerveza por la mitad, se puso de pie estirando su largo cuerpo mientras se acariciaba la crecida barba. 

–Lo que ocurre es que ustedes creen que mi primo Raulito todavía es un niño –dijo–. Josefina va a enseñarle a ser hombre.

Juancito no entendió muy bien el significado de las palabras de su primo. Sin embargo, sabía que la fuga del hermano mayor no constituía ninguna hazaña sino el origen de todos los contratiempos en su vida. El padre ya no le sonreía cuando pasaba junto a él, y si dejaba un jarro olvidado encima de la mesa o no le daba de comer al gato, sabía que se avecinaba una tormenta: por cualquier tontería le gritaban ofensas golpeándole con una correa. En la bodega se veía obligado a soportar las burlas del hombre calvo de cejas tupidas que despachaba el pan y escuchar en silencio cómo le llamaba el cuñado de Josefina.

Mientras Cuca Sánchez comenzaba a despedirse de Sara y el primo caminaba tambaleante hacia la puerta de salida comentando con Juan Emilio que mañana volvería para tomarse otras cervezas, Juancito quedó absorto en sus pensamientos, recordando los ojos verdes de Josefina. Le asustaba la dependienta vestida como una jovencita en la que se advertía el paso de los años.

 

 

 

Capítulo 2

 

Una y otra vez, Juan Emilio le repetía a Sara su tormento interior, sus preocupaciones íntimas.

–Jamás he sido un padre abusador ni tampoco les he dado un mal ejemplo a mis hijos, ¿te das cuenta? –le decía, palabras de más, palabras de menos–; ya sé, ya sé: todos los muchachos de hoy día son iguales, se creen con derecho a gobernarse sin pensar cuánto deben agradecernos a los padres. Pero a lo que iba: hablarte de esa muchachita, Carmencita, la rubia de la esquina, con apenas quince años y según me he enterado habla más de condones y pastillas anticonceptivas que la misma televisión. Anoche, cuando yo iba hacia el taller para ocuparme del encargo del administrador, ella me llamó y con una sonrisa pícara me preguntó si ya nuestro hijo mayor había regresado de la casa de Josefina. ¿Te das cuenta?

Sara continúa meciéndose en el balance, y al levantar un poco el glúteo derecho mira al esposo con disimulo. Él no se fija en ese detalle ni advierte que Juancito acaba de salir por la puerta delantera con el guante de pelotero en sus manos.

–Al del sindicato se le ha metido en la cabeza mandarme de manera permanente a cortar caña, ¿te das cuenta?, sin considerar que estamos ahogándonos con los problemas en esta casa y en el taller ni se diga: el administrador distribuye herramientas, pintura, papel de lija, gasolina, aceite y varillas de soldar, y todo desaparece como si se metiera en los huecos del patio que se llenan de agua cuando llueve o en los rincones de las naves atestados de basura que nadie quiere limpiar. Ah, pero cuando nos reunimos, ninguno admite ser el ladrón, ¿te das cuenta?; todos reclaman el certificado de las cien horas voluntarias, el sello de vanguardia, el reconocimiento por ser cumplidores en la emulación. Caramba, te iba a hablar de la zafra. El del sindicato habló con mi ayudante y el muchacho le contestó: “Si voy pierdo los estudios del curso nocturno”. Los trabajadores de la oficina le mostraron planillas de control estadístico, modelos contables, registros de lo que se consume en el taller, aclarándole que si iban a la zafra todo quedaría desorganizado. Entonces el del sindicato fue a conversar con los otros mecánicos y entre historias que escuchó sobre hernias, hijos muy pequeños y techos de casas en mal estado, empleó una mañana completa, ¿te das cuenta? Entonces fue donde yo estaba y me dijo: “Tus hijos están crecidos, tu mujer no trabaja y la casa ya la terminaste: no tienes ninguna justificación para no ir”. ¿Te das cuenta?

Juan Emilio lanza un martillazo contra el hierro que sostiene en la mano izquierda y su vista queda fija, como si buscara en el aire el camino del sonido ensordecedor que acaba de producir con el golpe. Alza el brazo y observa con más calma el objeto metálico; luego de colocar la pieza encima del banco de trabajo contempla a la esposa, quien no ha dejado de balancearse, y piensa: “Ya no es la muchacha quinceañera que conocí vestida con una falda de amplio vuelo y una blusa de encajes”. No puede evitar que el martillo caiga al piso produciendo un tintineo que de momento sobresalta a Sara; después ella continúa abstraída, moviéndose rítmicamente en el balance, mientras el hombre trata de acordarse con toda exactitud en cuál asiento del cine que ya no existe en el pueblo, cuyo pasillo olía de manera similar al servicio del bar de los chinos, estaba sentada la muchacha de la blusa blanca de encajes y sólo logra convencerse de que al comenzar la película él se encontraba detrás de ella, justamente en el asiento que tenía un hueco en la parte inferior del brazo donde algunos espectadores escondían la goma de mascar para emplearla como proyectil cuando la película se detenía por algún desperfecto. El sheriff estaba tratando de averiguar en qué sitio se había metido el alguacil, moviéndose sin cesar por un pueblo de calles polvorientas, aunque Juan Emilio no lo advirtió porque estaba mirando de nuevo a la muchacha de la blusa blanca. En la pantalla el sheriff se detuvo frente a un gran cartel que decía saloon y luego de pensar durante varios segundos avanzó resuelto; sus espuelas repiquetearon con un campaneo armonioso mientras se vieron las botas lustrosas cuando empujó las dos hojas de la puerta que al abrirse chirriaron por falta de grasa, metiéndose dentro del bullicio y las risas que acompañaban la música de un acordeón; en una esquina del bar atestado de mesas el alguacil estaba enamorando a una señorita rubia muy hermosa. Juan Emilio se puso de pie, abandonando el asiento del hueco en el brazo para ir a sentarse junto a la muchacha de la falda negra de amplio vuelo mientras empleaba la más seductora de las sonrisas, como si estuviera imitando al alguacil quien en ese instante convertía su rostro en una sonrisa con la intención de convencer a la rubia que él no era ningún villano cazador de doncellas como comentaban en el pueblo. En ese mismo momento, el que todavía no era en realidad el novio de Sara Kalvarkrán pero llegaría a serlo, las invitó a ella y a la otra jovencita que la acompañaba a tomar un helado en el bar de los chinos.

Juan Emilio recoge el martillo del piso, convencido de que con el paso de los años los recuerdos se le mezclan unos con otros, superponiéndose las riñas provocadas por los jóvenes de los abrigos negros que escuchaban canciones lastimeras en la victrola del bar de los chinos con la blusa de encajes impecablemente blanca que vestía Sara, entonces una adolescente sin experiencia alguna en el amor porque apenas sabía besar, que le habló de sus estudios en el Instituto de Segunda Enseñanza mientras masticaban el barquillo del helado sentados en un banco del parque. Trata de revivir aquellos tiempos y no logra ya precisar ciertos detalles como lo conversado con Auvostines Kalvarkrán, el padre de Sara, la primera vez que se vieron en la calle; desalentado, decide continuar golpeando la pieza con el martillo y al poco rato detiene el trabajo para ordenarle a la mujer que le traiga café y un cigarro.

–¿Qué motivos tenía Raulito para irse de aquí? –pregunta Juan Emilio mientras acerca la llama del fósforo al cigarro–. Jamás le impuse obligaciones, yo mismo me ocupaba de limpiar el patio, traer cada mes desde la bodega el kerosene que nos pertenece por la libreta y buscar cada día el pan. ¿Te das cuenta? Si necesitaba dinero, lo tenía sin que yo le preguntara en qué iba a gastarlo; si quería un pantalón o una camisa a la moda, lo complacía. Por cierto, ¿dónde está la grabadora que le compré el año pasado?

Hay alarma en el tono de la última pregunta de Juan Emilio. Vuelve a fumar y mira a la mujer. No se había acordado de la grabadora que hasta pocos días atrás hacía de la casa un lugar insoportable. Con ella creyó haber complacido a su hijo en el máximo de sus aspiraciones y ahora una idea estaba entrándole poco a poco en el cerebro: se la había llevado para la casa de Josefina. En un instante fugaz vio en su imaginación los billetes de veinte pesos que había envuelto en un papel amarillento antes de entregárselo al hombre de la barba recién llegado desde La Habana con el equipo guardado en una caja de cartón manchada de grasa. Fueron los tiempos en que a Raulito sólo le importaba escuchar interminables casetes con canciones de Oscar D’León y Los Beattles, olvidando las libretas escolares en cualquier rincón de aquella escandalosa casa; sus amigos se instalaban en los sillones de la sala o en el piso, hablaban en voz alta y reían alborozados cuando comenzaba una pieza musical muy gustada por ellos. A veces, bailaban solos o acompañados por las hembras que también venían, moviéndose como si hubieran enloquecido, reflejando en sus rostros un estado de éxtasis. Ahora impera el silencio en el hogar y Juan Emilio trata de ocultar la tristeza por la ausencia de su hijo mayor mencionando al otro.

–¿Dónde está Juancito? –pregunta de nuevo, alarmado. Le preocupa que también el menor de los hijos pueda originar un desequilibrio en el hogar semejante al ocurrido la semana anterior. En apariencias, entonces reinaba la paz entre ellos: Sara había desistido de trabajar en una oficina cercana, donde según ella podría ejercitar sus conocimientos en materia de Estadísticas; Raulito se encontraba en el preuniversitario y obtenía notas sobresalientes; Juancito era aplicado en sus estudios primarios y los maestros lo consideraban el más inteligente del aula.

Sin embargo, la tempestad los había azotado el lunes anterior. El director del preuniversitario lo hizo llamar con urgencia y él caminó los seis kilómetros que separaban a la escuela de la carretera con un salto en el estómago y el corazón fuera de su sitio. Subía y bajaba las cuestas, veía los campos preparados para la siembra, trataba de cubrirse el sol con los escasos árboles nacidos a orillas del camino y se preguntaba una y otra vez si lo llamaron con urgencia porque Raulito se había ahogado en el río cercano al instituto.

Cuando Juan Emilio llegó al lugar donde estudiaba su hijo, el director le habló de manera directa, casi brutal. “¿Sabe usted cuántos días hace que se encuentra ausente?”, le preguntó cerrando los puños al nivel del pecho; continuó refunfuñando contra los padres despreocupados que cargan sobre los hombros de los profesores toda la responsabilidad en la formación de los jóvenes y finalmente contestó su propia pregunta en un tono melodramático: “¡Nada menos que quince días!”. Juan Emilio se llevó las manos a la cabeza; cómo era posible que Raulito se mantuviera ausente del instituto tantos días y el director no se hubiera preocupado por avisarle. Sólo pensó decir sus pensamientos; no los dijo porque había aprendido a callar las opiniones para evitar conflictos.

–¿Dónde está Juancito? –repite el padre rabioso. Se encuentra incómodo contra el director del preuniversitario a quien culpa de no haberse ocupado de sus obligaciones como era debido y contra el administrador del taller donde trabaja porque no le autorizó tomar una semana de sus vacaciones cuando le planteó las dificultades con el hijo mayor. También se halla incómodo contra el oficial que lo hizo esperar cerca de dos horas en la estación de policía antes de prestarle atención a su denuncia por la desaparición de Raulito.

Juan Emilio comienza a ordenar las herramientas con que ha estado trabajando mientras observa a la esposa directamente a la cara.

–¿Qué miras? –pregunta ella intrigada.

Él no contesta y le da la espalda. Pensó decirle: “Te has convertido en una vieja”, pero guardó silencio.