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Capítulos 1 y 2 de TORMENTA TROPICAL DE VERANO

Autor: Andrés Casanova

 

 

 

I

 La ciudad de Cienfuegos, como todas las ciudades cubanas, estaba desbordante de alegría aquel domingo en horas de la tarde. La gente caminaba despreocupada de un lugar a otro, mientras algunos bebían ron sentados en los bancos del parque y cantaban a voz en cuello. De pronto, los relámpagos comenzaron a presagiar la tormenta; los truenos semejaban explosiones de potentes minas y el ambiente fue cargándose de una humedad viscosa. La gente corría, tratando de protegerse de las lloviznas que poco a poco iban convirtiéndose en gruesos goterones de agua.

Felipe atravesó la amplia avenida ahora en penumbras y observó la hilera de carretones tirados por caballos. La intensidad del aguacero disminuyó y pudo ver a los dos pasajeros encima del carretón sin techo.

—¡Voy hasta el puerto! —gritó el cochero al verlo llegar.

Subió maquinalmente los dos escalones del carretón. Mientras esperaba la partida, estuvo recordando la discusión con su madre momentos antes por las ofensas de ella contra su esposa a quien consideraba una prostituta. Matilde no te quiere, le dijo despectiva la madre en el instante que él se llevaba la primera cucharada de comida a la boca; enojado, lanzó el plato hacia delante y salió a exponerse a la lluvia y al mal tiempo, a subirse en este carretón en espera de la partida para quedarse en algún lugar cercano a su casa.

El cochero le habló a una jovencita que se encontraba en la acera. A pesar de la oscuridad, Felipe adivinó que era hermosa.

—¿Te decides? —casi le gritó el cochero.

Ella pareció dudar unos instantes.

—¿Y si la lluvia arrecia en medio del camino?

—Es la única posibilidad que tienes de llegar al puerto antes de las siete.

La jovencita determinó subir. Había espacio suficiente entre el joven del arete brillante en una oreja y el hombre canoso que tenía una botella de ron en la mano. Sin embargo, optó por colocarse cerca de la escalera rozando con el vestido a Felipe. Éste pudo advertir unos muslos bronceados, de aspecto virginal, suaves y sin rastros de vellos. Sintió la hinchazón entre las piernas y cuando intentó pensar en su reciente discusión con la madre porque no cesaba de ofender a Matilde, la luz de un rayo alumbró el carretón en que se desplazaban por una de las calles pedregosas de la ciudad. En ese instante, la lluvia se precipitó de una manera violenta.

—¡Pare esta basura, cochero! ¡Frene el caballo o me tiro del coche! —empezó a gritar la muchacha, acercándose a Felipe.

Un nuevo relámpago iluminó el camino mientras los cascos del caballo continuaban golpeando las piedras con un ritmo cadencioso. Felipe olfateó el aroma del pelo de la muchacha, la fragancia a jazmines de su cuerpo, y no pudo contenerse. Dejando caer un brazo sobre su espalda desnuda fue a buscarle sus dedos con la mano libre.

—¡Detenga esta basura, cochero! ¡Deténgala o me lanzo aquí mismo!

—¡Pásame la botella, pásame la botella! —gritaba el de los aretes, manoteando como una mujerzuela muy cerca de su compañero de aventuras.

Felipe no escuchaba el bullicio de los restantes pasajeros ni el del conductor. Ajeno incluso a la lluvia torrencial, se mantenía atento sólo a sus manipulaciones en el cuerpo de la jovencita.

—¡Detenga esta mierda le he dicho!

Felipe reaccionó cuando ella se puso de pie. Entre él y los otros dos pasajeros intentaron detenerla, pero fue inútil. Liberándose de sus brazos, se arrojó al suelo dando varias volteretas en la calle. La lluvia arreció aun más y el carretón continuó la marcha apresurada.

—Usted pudo haber frenado el caballo —dijo Felipe en tono dubitativo.

—Era imposible: en ese momento bajábamos una loma —se defendió el cochero, aceptando la botella de manos del de los aretes.

—En esa bajada no hay quien frene un caballo. Nos hubiéramos matado todos —recalcó el otro de una manera amenazante y Felipe optó por callar.

—De habernos volcado, estaríamos todos muertos —concluyó el cochero, limpiándose la boca con el envés de la mano y luego agitó la fusta en el aire golpeando con furia al caballo.

A partir de ese momento ignoraron a Felipe, como si estuvieran convencidos de que era un cobarde, de que no valía la pena escuchar sus opiniones. Bebían de la botella sin brindarle a la vez que recordaban a la jovencita.

—No sé cómo se llama. Siempre usaba mi carretón para venir hacia la zona céntrica de la ciudad.

—Uy, chico, no me hagas cosquillas —le rogó el de los aretes a su acompañante y luego advirtió—: Esa niña es una jinetera.

—¡Ay, qué cosquillosa eres, niña! —dijo burlón el otro y cambiando de tono precisó–: Claro que es una jinetera. Oí cuando le dijo a una amiga que tenía concertada una cita con un extranjero y estaba apurada por llegar a la zona del puerto.

—¿Tú la conocías? —indagó el cochero sin mucho interés.

—Tanto como conocerla claro que no. Pero la he visto en una casa techada con guano cerca de donde ustedes tienen la piquera de los carretones.

—La he llevado muchas veces hasta el puerto aunque no imaginaba que se dedicara al negocio de buscar dólares negociándole su aparato a los extranjeros.

—En realidad, parece que está tratando de ingresar al oficio. Porque nunca la he visto con ninguno de los que se pasean por el parque.

Entre uno y otro trago, avanzando contra la lluvia, desentendidos por completo de la presencia de Felipe, comentaban lo sucedido a partir de que la muchacha se había puesto de pie amenazando lanzarse a tierra si no se detenía el carretón.

—¿Por qué no viramos? Quizás se ha hecho daño y pudiéramos auxiliarla —sugirió el de la botella.

—¡No seas cobarde! —gritó histérico el de los aretes—. ¿Quieres que perdamos el dinero que vamos a ganar con el negocio de esta noche?

—No, muchachos, no nos conviene —intervino conciliador el cochero—. Nadie vio cuando se tiró y no podrán acusarnos de haberla abandonado—hizo una breve pausa y el tono ahora fue patético—. ¿Y si estuviera muerta?

—Además, se lanzó porque quiso —remató el de los aretes con voz casi femenina.

El vehículo se detuvo. Felipe entregó una moneda amarilla y luego de dar las gracias comenzó a caminar en dirección a su casa. A encontrarse con Matilde.

 

 

 

 

II

La ciudad de Cienfuegos ha amanecido alegre, como todas las ciudades de Cuba. Felipe, con los rastros del sueño en los ojos, camina por la calle sin darse cuenta de la alegría ajena. Lo ha decidido: hoy no irá al trabajo; ofrecerá después cualquier excusa y se acabó. Está preocupadísimo: la jinetera a esta hora podría encontrarse metida en una caja gris; quizás la estén llorando unas hermanas tan buenas hembras como ella; tal vez la madre grita desconsolada al lado del féretro: ¡Ay, Maritza, Maritza!, ¿por qué se te ocurrió que la solución a nuestros problemas era meterte a puta? Claro, Felipe va pensando que unos ojos pardos y un pelo negro en contraste con una piel tirando a morena no pueden llevar otro nombre que el de Maritza, el mismo nombre de la muchacha de catorce años que él amó cuando era apenas un adolescente, aunque nunca tuvo valor para declarársele.

Y absorto en tales pensamientos que lo acercan a la lujuria llega a la funeraria, un espacioso edificio recién construido pintado de color verde, con puertas de cristal y persianas pulimentadas.

Observa a la gente, curiosea por las distintas salas y busca con la vista a cualquier conocido para entablar una conversación sobre las lluvias recientes o la sequía que se ha ido, la escasez de productos agropecuarios o las dificultades para comprar una goma de bicicleta. Al fin descubre al viejo que acostumbra pedirle cigarrillos.

—Hola, varón. ¿Qué buscas por aquí?

—Me han dicho que una prima mía murió en un accidente —miente Felipe para provocar al viejo. Sabe que éste se entera de los pormenores de cuanto sucede en la ciudad.

—¿Cómo se llama su prima?

—Maritza. Se llama Maritza.

El viejo piensa unos instantes.

—¿Me regala un cigarro, varón? —interroga con el deseo reflejado en los ojos.

Felipe se encoge de hombros, extrae la cajetilla y saca de ella un cigarro.

—¿Sabes si a Maritza la están velando aquí? —indaga, aclarándose la garganta y sin alargar la mano todavía.

El viejo le arrebata el cigarro de papel, lo acaricia unos instantes y luego de partirlo en dos pedazos lleva una mitad a los labios guardando la otra en el bolsillo.

—Maritza… —murmura el viejo como pensando—. Maritza…

Felipe siente rabia.

—Contesta mi pregunta —exige—. ¿Están velando a mi prima aquí?

—No hay ninguna Maritza —contesta el viejo y se retira arrastrando los pies rumbo a la cafetería.

Felipe decide mirar en las capillas. En horas tan tempranas un desconocido podría llamar demasiado la atención y vacila antes de echar a andar. Le fastidia haberle regalado de balde el cigarro al viejo vicioso y lucha en su interior por olvidarse de él. Finalmente, se acerca a las dos capillas ocupadas por cadáveres y luego de la pesquisa se siente derrotado. En la primera, una anciana reposa el último sueño con las mandíbulas apretadas; mirar la muerte tan de cerca le provoca náuseas y tiene que sobreponerse para no arquear en presencia de los familiares, gente desconocida para él. En la segunda capilla, un joven vestido con uniforme militar sonríe mientras una mujer llora inconsolable encima del féretro donde él descansa hasta la eternidad.

Empieza a alejarse de la funeraria. Sus pasos recios resuenan contra el asfalto. Cuánto le alegra no haber encontrado dentro de uno de los ataúdes el cadáver de una muchacha que hubiera podido llamarse Carolina, Maritza o Yamisleidis. Una muchacha quinceañera que le habría vendido su futuro a un rico comerciante español, a un negociante holandés en pieles o a un traficante de drogas colombiano, lo misma da.