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 Capítulo 3 de ONÁN EN BUSCA DE LA MUJER PERFECTA

Autor: Andrés Casanova

 

 

 

TRES

En la avenida los automóviles cruzaban veloces mientras Onán se entretenía observando su ir y venir, esperando junto a otros peatones que la luz del semáforo paralizara el tráfico. De pronto, recordó aquella historia antigua del padre, cuando llegaron a la casa tres policías de uniforme negro y pistolas brillosas al cinto; él y sus hermanos, entonces unos niños, lloraban sin consuelo en el regazo de la madre viendo cómo los agentes del orden rompían sillones, buscaban dentro del colchón, abrían gavetas y revisaban papeles hasta que uno dijo: “¡Aquí está el maldito libro que dice la denuncia anónima!”, y lo hojeó sin interés. Años más tarde Onán sabría que el libro no era más que un folleto titulado Manifiesto contra la dictadura de Prontuario Jiménez, sin pie de imprenta ni fecha de edición. En el recuerdo de su niñez, además, el padre fue empujado hasta el automóvil policial y pasados unos meses retornó al hogar, ojeroso y con huellas en las espaldas de haber sido golpeado; desde entonces, prohibió hablar de política en la casa.   

Cuando cruzó la avenida, se dijo que no valía la pena continuar recordando al padre; lo más importante era visitar a su amigo Manuel. Éste lo necesitaba; debía ir donde él para persuadirlo de que no vendiera la casa heredada de los padres.      

Antes de dirigirse a conversar con su amigo, decidió entrar a El Sótano en busca de datos para escribir un artículo periodístico que después firmaría Juvenal Méndez. Empujó la portezuela que separaba al bar de la escalera, y el olor dulzón de la naranjada se interpuso en el camino de lo que hubiera preferido olfatear: el ron embriagante que contribuía a separarlo de aquella realidad donde veía pasar a los hombres cada mañana como bueyes hacia el trabajo, de igual manera que lo separaban de la vida real los frecuentes romances con mujeres como Mariana y Doña Guiomar, personajes de Mi adorada Inés. En la buhardilla las complacía de todas las formas imaginables, sentándolas en dos sillas más altas que la cama, y desde allí las contemplaba arrobado; les prometía toda la felicidad de este mundo tratando de contenerse, que no se le escapara la vida de los sueños y la hermosa Mariana le rogaba cielito santo, aguanta un poco que yo estoy llegando y no puedo quedarme con la pasión que llevo dentro, pues si corrí donde el señor juez de los divorcios fue porque al carcamal de mi marido le resultaba imposible calmarme los ardores. Y Onán la sostuvo en brazos, acariciándole el pelo y los glúteos con cuidado, con toda la delicadeza de su imaginación. Doña Guiomar desde lo alto, encelada, maldiciéndolo, que ella no había abandonado a su amante el soldado para convertirse en una mirona. Él le rogaba a gritos: “Espera un momento por favor”, mientras Doña Guiomar comenzaba a desnudarse.  

También en la buhardilla una tarde de junio que amenazaba lluvia creyó descubrir que Diana del Rosario era la señora de los quevedos. Había logrado ya una cierta confianza con ella y su acompañante, porque en varias ocasiones las había ayudado a trasladar paquetes de mercancías hasta las habitaciones que mantenían alquiladas en la casa de huéspedes. En un arranque confidencial, le aseguraron ser albaceas testamentarias de un tío acaudalado recién fallecido, y en cumplimiento de su última voluntad realizaban obras de caridad entre los pobres, a quienes regalaban ropa de segunda mano y alimentos enlatados.   

La tempestad era inminente. Estaban los dos solos en el vestíbulo y cuando la mujer fue a limpiar sus quevedos él se brindó para hacerlo. Luego de acariciarlos con el aliento cálido extrajo el pañuelo arrugado para frotar los cristales transparentes. La hermana había quedado indispuesta en las habitaciones, le hizo saber la mujer con una sonrisa cuando fue a devolverle los lentes. Él aprovechó para invitarla a la buhardilla; allá tenía una botella de vino español de la mejor calidad.   

—Usted se ha equivocado conmigo —contestó ella sin dejar de sonreír—, soy mucho mayor que usted.   

El vestíbulo fue iluminado de momento por la luz de un relámpago y cuando el trueno retumbó moviendo los cuadros colgados en las paredes, la mujer temblorosa arrimó su cuerpo al de Onán, quien aprovechó la oportunidad en silencio. Una mano la colocó a la altura del fino cuello de la mujer y la otra recorrió su cara, rodando ilusionada hacia los senos palpitantes y erectos, y de ahí continuó viaje hasta el vientre.    

—Por favor, respéteme —protestó ella sin mucha convicción. Se encontraba casada con un profesor universitario de la capital. Él las había persuadido, a ella y a su hermana, de que saliesen a recorrer el país y cumplieran la voluntad del tío. Jamás había viajado tan lejos separada del esposo, y sabía que iba a exponerse a estas tentaciones. Sin embargo, no apartó la mano de Onán cuando le acarició el pubis por encima del vestido; al contrario, suspiró entreabriendo la boca.   

—Aquí no —musitó cuando intentó besarla y salieron del vestíbulo.   

Onán marchaba a la zaga y ella no podía ocultar la fiebre que la abrasaba; le rogó que se apurara, sin considerar que la pierna izquierda del hombre era más corta que la derecha.   

Cuando llegaron a la buhardilla los dedos de Onán tropezaron una y otra vez con los broches del vestido, el cierre del ajustador y el cuerpo vibrante de aquella cincuentona que al verse desnuda le advirtió:           

—Mi marido jamás me ha...   

No se atrevió a concluir la confesión, aunque Onán no lo necesitaba, comprendiendo que debía emplearse a fondo con Diana del Rosario para retenerla junto a él; estaba obligado a limpiarse todas las congojas que llevaba dentro por culpa de sus fracasos anteriores con mujeres si pretendía poseer de nuevo un cuerpo casi virginal a pesar de la edad.   

Sintió deseos de llorar recordando aquella tarde. Terminaron y la mujer comenzó a vestirse apresurada. Que no la volviera a molestar, pues ella no estaba para servir de maestra. Si no había aprendido a hacerlo, que le pagara mil tomines a una modelo de Modas Mayestáticas por un curso de una semana y después no se fijara más en mujeres de experiencia. Lo del profesor universitario nada tenía que ver con la realidad: su marido era un empresario que se dedicaba a realizar viajes de negocios de enero a noviembre por diversos países del mundo donde su empresa mantenía filiales, y la supuesta hermana suya era en realidad concubina de su marido. Buscaban hombres para gozarlos sin las complicaciones de enamoramientos, y cuando llegaba diciembre el empresario las encontraba listas para complacer sus caprichos de anciano.   

—La próxima vez, te tomas primero una sopa de caléndula gris —le dijo la mujer tirando la puerta con violencia.   

Aquel fracaso obligó a Onán a recuperar durante algún tiempo a la condesa del Rosario y a su hermana por mediación de la lectura de El burro y la doncella. No podía deshacerse de ellas.   

No puedo deshacerme de ellas”, pensó Onán con el llanto en los ojos; ya estaba sentado en una mesa de El Sótano y esperaba desde hacía un largo rato la bebida solicitada.  

—No puedo —dijo Onán en voz alta en el momento que Dalila se le acercó con el vaso de ron.

—¿No te funciona el aparato? —se burló la mujerona.   

Onán comprendió que la lengua acababa de traicionarlo y le mintió a la Sotanera; según él, se había enamorado de una modelo de Modas Mayestáticas.   

—No puedo olvidarla —lloriqueó Onán y Dalila rió a carcajadas. Eso le pasaba por comemierda. Las mujeres no eran más que tragamonedas y no podía pagárseles con dinero sentimental.

—El corazón está devaluado —concluyó Dalila y fue a avisarle al calvo de los Espeluncos que el periodista deseaba hablarle.   

El Espelunco se deshizo en atenciones con Onán cuando éste le brindó de su vaso de ron auténtico y no la mezcla de aguamiel con jugo de alcaparrón que por culpa de la ley gubernamental contra bebidas alcohólicas les servían a ellos. Sin oponer pretextos, le facilitó los datos necesarios para escribir el artículo destinado a El Heraldo del Día. Un grupo de lo s Espeluncos, le dijo, se dedicaba a inventar chistes obscenos y a divulgarlos, con el ánimo de contrarrestar el puritanismo oficial que pretendía ocultar la existencia de casas de lenocinio, burdeles para homosexuales y clubes de espectáculos al desnudo. Otro grupo se encargaba de reproducir con métodos artesanales la poesía marginal, esa que hablaba de la muerte como fenómeno inevitable y de la libertad; jamás la policía política los había detenido y si ocurría, estaban preparados para pasar el resto de sus días en las mazmorras del Cabañón.   

—Porque  no  hay  nada  más  abominable  que  una  mentira  asquerosa  disfrazada  de  generosa  verdad —sentenció el calvo con aires de filósofo.    

Aquel tono y la expresión le recordaron a Onán al profesor Antenor Mejías. Así de categórico resultaba el maestro en la universidad: a los principios de la lógica polivalente no podían exigírseles demostración alguna porque constituían los axiomas de un sistema filosófico cerrado.   

—Te  dije  una  vez  que  me cagaba multitudinariamente en la filosofía —rió el Espelunco pasándose la mano por la cabeza carente de pelos y después la alargó con descaro hasta el vaso de ron. Lo terminó de un solo trago y se puso de pie. Otros datos no podía ofrecerle. Era cierto que había escuchado algunos comentarios acerca de un grupo de jóvenes que estaban intentando formar el Partido de la Libertad; sin embargo, a los Espeluncos la política no les interesaba, solamente se preocupaban por el arte. En este terreno, quizás podrían parecer  algunas  veces   opositores  de  Prontuario  Jiménez (mencionó el nombre con voz casi inaudible) quien pretendía implantar un arte que respondiera a sus fines como gobernante; pero de ahí a oponérsele, jamás. Onán miró el vaso llamando a Dalila nuevamente. Cuando terminó la bebida se puso de pie. Hoy había salido de la buhardilla con una sola intención: llegar donde Manuel y convencerlo de la locura que significaba vender la casa.