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Capítulos 1 y 2 de LA MUERTA DE LA BAÑERA

Autor: Andrés Casanova

 

UNO

Ralph Baxter vive en un apartamento de paredes mugrosas en Dirty Town; sale temprano en horas de la mañana todos los días, excepto los domingos. Primero recorre el barrio, conversa con sus conocidos (latinos en su mayoría) que merodean por allí, y luego retira el auto del parqueo subterráneo del edificio donde se encuentra su apartamento. Toma la carretera hacia la zona fronteriza y casi al mediodía retorna. Agotado. De mal humor. Hablando en una jerga apenas comprensible. Ralph es un hombre de la raza negra. Medio sordo. Al que apodan El Papa. Que hace muy poco tiempo comenzó a trabajar como barman en el Nano’s bar, sitio conocido como el Casino de los travestí, cuyo propietario es Paolo Menotti. El Papa ama a su esposa Louise; o la amaba, puede decirse. Porque hoy cuando regresó de la zona fronteriza la encontró ahogada en la bañera.

El coronel Parkison cierra la carpeta de cuero y luego de sacudir la cazoleta de la pipa contra la palma de la mano, abre la gaveta central del escritorio. Aquí en el despacho se está bien. Lo mismo ahora durante este verano de lluvias frecuentes que en la época del frío cortante. Afuera un sol cobarde intenta secar la humedad del ambiente y adentro el acondicionador de aire zumba renqueante, mientras el coronel da vueltas a una idea. Es un asunto feo para cualquier hombre entrar a su casa a la hora del almuerzo y hallar a su mujer ahogada en la bañera. Olfateaba en el aire de aquel cuarto de baño, sin haber entrado jamás en él, que no podía tratarse de un simple accidente. Imaginaba la escena ocurrida hoy en el apartamento del barrio más sucio que tenía su distrito.

Ralph acciona la llave en la puerta principal y al empujarla, llama cariñosamente.

–¡Louise!

Al no recibir respuesta, repite el llamado.

–¡Lou!

Presta atención. Como padece de sordera, piensa que quizás ella le esté respondiendo.

–¡Lou! –reitera.

Silencio total. Huele a tomates fritos y a cebollas picadas. Son los ingredientes habituales con que preparan los alimentos del mediodía quienes viven en Dirty Town. Se escucha el crepitar de la llama del fogón, casi imperceptible, y Ralph avanza rumbo a la cocina. Tal vez la mujer se encuentra entretenida en sus quehaceres, canturreando uno de los blues de su tierra natal, mientras golpea la carne para preparar los filetes de ternera y por tal motivo no ha escuchado que él viene alegre. Ha concretado un negocio con un granjero chicano y pronto abandonará el trabajo en el Nano’s bar que lo obliga a retornar a la casa en horas peligrosas, cuando ladrones y prostitutas atacan a cualquiera por unos miserables dólares.

–¡Louise! –llama de nuevo y al entrar a la cocina, descubre que el fuego está devorando una olla tapada herméticamente.

Comienza a buscar en cada rincón de la casa. No resulta habitual que su esposa salga del apartamento en horas de la mañana. Lo sabe. Al encontrarla desvanecida dentro de la bañera, gritó desesperado. Cargándola en sus brazos, salió corriendo con ella en dirección a la clínica más cercana.

Así imaginaba lo sucedido el coronel Parkison. Sólo un detalle no encajaba para él en aquella benevolente hipótesis del esposo contrito y adolorido: la bañera.

Debía determinar a cuál de los tres inspectores del Departamento de Investigaciones Criminales le encargaría el caso. El mejor de todos, Guzmán, se ocupaba de investigar tres muertes violentas en Dirty Town, la explosión de una bomba en el Bridgebelt Center Art y un atentado contra Bebito Gounzal.

En cuanto al oficial Ted Dorviller, lo tenía ocupado en varios casos de intoxicación, materia en la cual era experto y además, trataba de encontrar al asesino del dueño de una joyería a quien habían degollado; también buscaba a un estafador de damas ricas y cuarentonas, delincuente que halagaba a tales señoras con requiebros, prometiéndoles un paseo por las costas del distrito de Bridgebelt en su yate particular, las convencía de que lo invitaran a tomar el té y una vez en la casa de las mujeres, les robaba sus joyas más valiosas. El único oficial disponible era Gerald Queessly, su hijo como quien dice; lo sabía un inútil pues su método de trabajo consistía en detener a tres o cuatro sospechosos y empantanarse en el caso unos cuantos días hasta que alguno de sus informantes lo sacaba del aprieto indagando quién era el culpable del delito.

Por lo tanto, no tenía otra alternativa que emplear a Gerald Queessly.

–¡Señora Miles! –llamó el coronel, luego de oprimir el botón de conmutación del intercomunicador.

–¡Ordene, mi coronel! –le respondió una voz seca y metálica desde el otro lado, parecida al chillido de un ave depredadora.

–¡Entre acá! –dijo Parkison incómodo.

–Mande usted, señor –trató de endulzar la voz la alta y delgada anciana mientras empujaba de inmediato la puerta y llegaba frente a su jefe.

El coronel la estuvo observando con descaro. Si no fuera por esta vieja chismosa, él no podría dominar la policía distrital. Allí unos a otros trataban de engañarse y vivían vigilándose entre sí: los integrantes del Departamento Antidrogas sospechaban que los de Contrainteligencia pagaban con los fondos reservados cuantiosas sumas a delincuentes con el objetivo de obtener informes sobre el acercamiento de espías cubanos a la base de pruebas nucleares del desierto de Newbaden, ubicada entre Bridgebelt y la ciudad fronteriza de Duracán; el Área Administrativa trataba de sorprender a los de Autocontrol empleando las partidas destinadas a las funciones de vigilancia interna en costearse bacanales con las coristas del Nano’s bar; los de Investigaciones Criminales acusaban a los de la administración de emplear los vehículos federales en excursiones a las playas durante la temporada veraniega; y en fin, los del Departamento de Contrainteligencia albergaban serias dudas acerca de la limpieza de costumbres de los agentes de Antidrogas, pues con frecuencia descubrían de casualidad entre éstos a viciosos y violadores de las leyes. Toda esa información se la traía a él alguno de sus soplones, aunque sin procesar; sólo le comunicaba, por ejemplo, que Gerald Queessly empleaba el ordenador del Departamento para escribir sus asquerosas poesías que hablaban de falos enhiestos e hímenes sangrantes; o que el inspector Ernest Collins se escondía en el baño de la planta baja para autocomplacerse con auxilio de un cartucho y una mosca que le hacía cosquillas en la punta del miembro; o que al oficial David Parker lo sorprendieron en su oficina privada rodeado de una nube de humo gris azulosa que hedía a cáñamo de la India. El coronel pasaba aquellos datos a la señora Ragenta Miles y ella se las ingeniaba para presentarle un informe detallado sobre la veracidad o falsedad de las acusaciones o sospechas ajenas en menos de veinticuatro horas.

–Localice a Queessly –ordenó Parkison, quedando un instante pensativo–. Si no está en el edificio, llame por teléfono a su casa. Seguro se hallará acostado con Mary Jane.

Las palabras del coronel Parkison fueron rabiosas. No podía soportar aquella pasión de Gerald respecto a su esposa.

 

  DOS

Somnoliento aún, Gerald Queessly comienza a rasurarse con mucha delicadeza. Prefiere estas cuchillas plásticas desechables y no las antiguas, las que se colocaban en una pesada máquina en forma de T. Repite los intentos de corte en la zona rebelde de siempre, la que al final Mary Jane deberá retocarle para que el montecito de pelos arrubiados no aflore cual oasis en medio de su desierta cara. Lo del desierto de Newbaden podría tener relación con las escapadas casi diarias del negro Ralph Baxter hacia la ciudad fronteriza de Duracán, piensa por pensar en cualquier asunto. Alguien hace sonar el timbre de la puerta y mientras los pasos menudos de Mary Jane se alejan, Gerald siente el dolor de una minúscula cortadura en el pómulo izquierdo.

–Maldita sea, ya he vuelto a desconcentrarme –masculla Queessly indignado consigo mismo. Anoche casi no durmió; se ha cortado de esta manera por tratar de pensar en todos los asuntos a la vez. La teoría del mulato Dalvi en cuanto a los fantasmas personales le resultaba interesante; según éste, se le había ocurrido la existencia del problema escuchando un conversatorio del psicoanalista y filósofo uruguayo Manuel Antonio Organza en The American Psychoanalytic Association de Carolina del Sur, y luego de meditar a fondo el asunto durante varias semanas el antillano, como acostumbraban llamar a Dalvi sus conocidos, manifestaba haber elaborado toda una teoría irrebatible. La teoría de los fantasmas. Eso de que los fantasmas de cada quien siempre quedan dormidos en la casa cuando el individuo sale de ella, le parecía genial a Queessly. Mueve la cabeza de un lado a otro y proyecta los labios hacia fuera, musitando en voz baja la palabra genial cuando lleva de nuevo los labios a su lugar habitual. Comienza a rasurar la mejilla derecha y va meditando con calma sus propias hipótesis para explicarse los hechos ocurridos la noche anterior. William S. Dalvi estaba junto a él en el Nano’s bar bebiendo como un condenado; las dos coristas que se les encimaron no estaban allí con el propósito de medir con un cronómetro el tiempo transcurrido desde que uno de ellos, cualquiera, inclinaba la botella, escanciaba el whisky en los cuatro vasos y luego de agregar un cubo de hielo en cada uno proponía un nuevo brindis a la salud de todos. Él, Gerald, por supuesto, estaba demasiado ocupado en acariciar con una mano los muslos de la corista rubia mientras con la otra alzaba el vaso, como para mirar las agujas de su reloj cronométrico. Entonces lo asaltó una nueva duda sobre el caso que le había encargado el coronel Parkison: el negro Ralph Baxter en realidad disponía de una coartada irrebatible, sin lugar a dudas; entre las seis y la siete de la mañana varios vecinos vieron a Louise caminando con sus propios pies y esto aleja las sospechas contra Ralph: a esa hora él conducía su automóvil en dirección a Duracán.

En ese instante, Gerald escucha los pasos de Mary Jane retornando hacia el interior de la casa y cierra el grifo del agua. Cree haber advertido otros pasos junto a los de ella, como si fueran los del fantasma de la teoría de Dalvi. Ayer Gerald Queessly y su esposa habían discutido; mientras él, sentado en la taza sanitaria trataba de vencer el eterno estreñimiento, Mary Jane habló desde la cocina. La escuchó claramente decir: “Voy a casa de mi tía Elizabeth cuando tú salgas hacia el trabajo”. Incómodo, se había abotonado los pantalones sin haber logrado librarse de la pesada carga fecal y salió violento del baño, maldiciente. “Sólo te ocupas de esa maldita tía”, le contestó y ella lo miró extrañada. “¿Quién ha mencionado a mi tía?”, le dijo Mary Jane y él le aseguró: “Acabas de decirme que irías a verla porque se encuentra muy enferma del corazón”. Ella rió con evidente descaro y mientras le apretaba la portañuela le dijo mimosa: “Ay, Horse Power, porque te queda muy bien el apodo que te ha puesto Parkison, creo que como dicen los mecánicos has perdido la chaveta: lo que estaba advirtiéndote era que ya estaba listo el desayuno”.

Gerald Queessly cree que han regresado de nuevo sus alucinaciones y por tal motivo coloca la cuchilla de afeitar encima del lavamanos y pega una oreja contra la puerta del baño. Contiene la respiración, tratando de eliminar hasta los latidos de su corazón y no oye nada preocupante. Mary Jane está canturreando una canción de Michael Jackson en la cocina mientras manipula vasijas metálicas. De nuevo el fantasma más poderoso de Queessly comienza a rondarlo: Eugene Mc Millan, o el cabrón del irlandés, como él llama al inmigrante. Está convencido de que aún Mary Jane se acuesta con él.

Mientras cubre su cara enrojecida con loción mentolada resoplando debido al ardor, intenta razonar los lados oscuros del caso que el coronel Parkison ha puesto en sus manos. La bañera donde habían encontrado el cadáver de Louise Baxter era de esmalte, de color blanco muy brillante aunque algo ennegrecida por el abandono típico de los pobres sin clase que no limpian diariamente sus casas; según las mediciones que él realizó con una cinta métrica recién estrenada, la longitud del fondo era un metro con veinte centímetros y la del borde superior un metro con sesenta centímetros. El médico que había atendido a Louise cuando Ralph Baxter llegó con ella lloroso y desesperado en brazos a la clínica Valson Center Memorial, aseguró que de la boca del cadáver salía una espuma amarillenta. La autopsia no reveló ninguna señal de violencia contra el cuerpo de la mujer, excepto una zona contusa muy pequeña encima del codo derecho; sin embargo, los tres forenses consultados negaron rotundamente que aquella contusión indicara sin lugar a equívocos una lucha por parte de la occisa contra un posible asesino: muy bien podía haber sido originada por un leve roce contra las paredes de la bañera al ocurrir un movimiento convulsivo como consecuencia de un ataque cardíaco momentáneo. Constaba en el historial clínico de la mujer su padecimiento de una cardiopatía en pleno avance; consultado el médico de asistencia primaria de Louise en el consultorio familiar del barrio, el galeno confirmó plenamente todas las anotaciones del historial. Los cuatro médicos interrogados eran hombres blancos, que no tenían porqué ponerse en contubernio con un apestoso negro como Ralph Baxter, concluyó su pensamiento racista el detective Queessly.

Sentado en la mesa frente a Mary Jane, mientras mastica los huevos revueltos con jamón de la marca Joselito, trata de concentrarse en la figura del negro. No lograba definir si clasificarlo como de estatura alta o mediana; se le dificultaba reconstruir en la memoria la nariz achatada, los labios gruesos y el musculoso cuello. En cambio, recordaba que la noche anterior el mulato Dalvi lo llamaba indistintamente El Papa, San Víctor y San Melquíades cuando solicitaba sus servicios como barman en el Nano’s bar. Claro está, no se fiaba de ninguno de tales nombres: el antillano cuando se emborracha, Queessly lo sabe, pierde toda noción de tiempo y espacio y desde luego, olvida el nombre de las personas. Por lo tanto, tal vez Baxter no se encontraba trabajando anoche en el Nano’s bar.

–¿Estarás fuera todo el día? –indaga Mary Jane luego de transcurrir varios segundos desde la primera ocasión que le formulara la misma pregunta. Dulce la voz de mujer. Acaricia a Gerald, lo enerva. Voz de cantante y artista. De hermosa mujer que es.

Gerald queda un momento conturbado, sorprendido, no sabe qué decir. Tartamudea mientras contesta que deberá meter a un negro en el pressure pot, un cuarto lleno de humedad y cucarachas como le ha explicado en otras ocasiones. La esposa sonríe divertida por esa respuesta.

–¿Todo el día lo tendrás allí? –vuelve a preguntar Mary Jane en tono de nobleza, sin segundas intenciones aparentes.

Queessly no logra desprenderse ahora de uno de sus fantasmas más frecuentes, el del investigador policial. Metido dentro de él, el alter-ego detectivesco lo aguijonea. Desea concentrarse, asociar libremente a pesar del parloteo de Mary Jane. Asociando resuelve enigmas, descubre secretos escondidos detrás de respuestas ingenuas durante los interrogatorios y hasta logra obtener confesiones. Porque asocia y deja asociar libremente. Sin apresurar al sospechoso psicoanalizado. Permitiéndole que hable, para que fabrique su inconsciente y entonces se crea realizado como hombre o mujer. Esa es la técnica: sin esperar nada a cambio se obtiene el inconsciente del interrogado. Con Mary Jane era distinto: como trataba de descubrir si se acostaba realmente con Mc Millan, no podía entrar en sintonía con las frases no dichas por ella y no afloraban los fantasmas de la adorada mujer. Fantasmas que podían estar relacionados con la insatisfacción o con los deseos de sobresatisfacer su cuerpo de prostituta aristocrática, tal como se la representaba Gerald Queessly en su mente.

–Entonces, ¿qué? –reitera Mary Jane incómoda; quiere conocer los planes de Gerald para el día de hoy. Ella necesita aprovechar su tiempo.

Queessly, demasiado ocupado en el pensamiento sobre la citación que había dispuesto a través de Pamela Rodes destinada al negro Ralph Baxter, le contesta ya puesto de pie mientras limpia su boca con una servilleta:

–Hoy tengo todo el día ocupado.

Un rato más tarde, Gerald Queessly conduce su moderno Ford Galaxy de líneas aerodinámicas por la Avenida Treinta y escucha la lectura del audio libro Ocho hombres para una sola mujer; a dos voces, cadenciosas y suaves. La femenina perfectamente femenil; la masculina, varonil y de impecable dicción. A pesar de lo interesante del relato, desconecta el equipo porque quiere estar a solas consigo mismo mientras se dirige a setenta millas por hora hacia el edificio de la policía. Desea escucharse por dentro, realizar varias lecturas con los datos a su alcance; ayer había visitado en horas de la tarde el apartamento de los Baxter y observó que olía a cebollas y a carne refrita, una inmundicia de aroma que anunciaba sin lugar a dudas la baja ralea de sus moradores. Jamás habrían podido disfrutar el sabor del hojaldre de setas con langostinos o alas de pollo al brandy. Sancochaban más bien los alimentos que consumían, sin un mínimo sentimiento de personas decentes. Para ellos no existía goce estético durante una cena, nunca adornaban los platos con flores y vegetales; sólo buscaban hartarse de una manera burda y glotona: así se representaba Gerald los gustos culinarios de este disparejo matrimonio en cuanto a edades; ella, joven mujer de cuerpo frutecido mientras él no era más que un pobre negro envejecido por la falta de amor y de caricias. Como buen policía, el inspector Queessly había observado el día anterior cada detalle en el apartamento, anotó datos en su libreta de apuntes, conversó con toda calma frente a frente con Ralph Baxter. Durante la conversación, el negro no le había parecido tan duro de oídos. Cierto que de vez en cuando debía repetirle las ideas, pero la conversación fluía sin dificultades.

Gerald continúa absorto, casi sin fijarse en los vehículos que se cruzan con él o los que le adelantan. En horas de la noche del día anterior, piensa, también estuvo examinando con calma al barman conocido como El Papa. Allí había convocado al antillano Dalvi con el propósito de ofrecerle los datos preliminares del caso que le había encargado en horas de la mañana el coronel Parkison y ordenarle que se ocupara de lo que le correspondía como soplón policial, labor que le era remunerada cada sábado con una modesta suma con cargo a la partida presupuestaria Operaciones encubiertas asignada al Departamento de Investigaciones Criminales por parte de Tom Palombo, alcalde del distrito de Bridgebelt. Estuvieron hablando acerca de Ralph Baxter, mientras éste se movía de un lado a otro del bar sin sombras de pesares aparentes, llegando hasta todas las mesas y atendiendo cordial a los parroquianos, siempre con la sonrisa a flor de labios. Incluso, Gerald Queessly había observado cómo algunos clientes le palmeaban la espalda llamándolo San Gelasio y él respondía complacido con unos sonidos guturales parecidos a la alegría. En una oportunidad lo vio beber de un vaso que le brindaron y no supo determinar si en realidad se trataba de un hombre que sufría o se alegraba por la muerte de la esposa.

Gerald comienza a detener el vehículo al advertir el inminente cambio de luz en el semáforo al que se aproxima y lo vigila dispuesto a acelerar apenas la luz parpadee de nuevo para pasar a verde; recuerda sus conversaciones con los vecinos de los Baxter el día anterior. Según ellos, habían visto en horas tempranas a Lou cerca de los tachos de basura rodeados de moscas y aseguraban que ella arrojó en los recipientes el contenido de dos canastas, sucios papeles de gente sucia, inmunda basura de gente inmunda, restos de comida descompuesta, cortezas de frutas, porciones de almohadillas sanitarias y otros asquerosos desechos, piensa Gerald. Se representó a Louise subiendo lentamente las escaleras, arrastrando con desgano sus pies metidos dentro de unas viejas chancletas, hablando a gritos con otras mujeres. En un edificio comunitario de este tipo todo el mundo se conoce; saben dónde trabaja cada cual; tienen conocimiento de las costumbres de los demás; sin embargo, los vecinos entrevistados habían respondido de manera lacónica las preguntas de Gerald Queessly. Recordaban haber visto a Lou entre las seis y la siete de la mañana en diversas ocupaciones que le eran habituales y nada más; en cuanto a Ralph, lo describían como un hombre respetuoso, que jamás hablaba a gritos ni armaba escándalos en el hogar. Ninguno de los vecinos aseguró que el negro hubiera podido estar escondido dentro del apartamento y asesinar a su mujer, pero Gerald creyó descubrir tales insinuaciones en las palabras de los Brooks, vecinos del apartamento contiguo, y en las de Marino Panzi, inmigrante italiano que vivía en el apartamento del frente. No obstante, ninguno afirmó rotundamente haber escuchado un grito, señales de lucha ni indicios de pelea. Dos horas de conversación con los vecinos del edificio donde vivían los Baxter, convencieron al inspector Queessly de que estaba perdiendo el tiempo con ellos; con este tipo de gente sólo podía trabajarse en el cuarto de los interrogatorios, o como lo llamaban en broma todos los policías de Bridgebelt, el pressure pot.