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Parte 1 de LA DOBLE VIDA DE AGUSTÍN MACHADO
 
Autor: Andrés Casanova




PARTE UNO: Cómo conocí a Agustín Machado
 
Cuando comienza esta historia, era yo el secretario general del núcleo del Partido Comunista en la fábrica de implementos agrícolas de Punta Martinas, ciudad costera al norte del oriente cubano caracterizada por su extrema limpieza y la respetuosidad de los ciudadanos en sus calles. Aunque además ocupaba un cargo administrativo, apenas tenía tiempo para ocuparme de mis obligaciones laborales, imbuido como estaba siempre en las tareas partidistas. Y es precisamente esta ocupación constante en las actividades políticas la que me brindó el material necesario para adentrarme en la vida de Agustín Machado.
 
Llegó a la fábrica una mañana calurosa, con todos los documentos que se establecían para aceptar a un nuevo trabajador. Luego de casi dos horas en la oficina del Departamento de Personal sudando a chorros por la falta de un ventilador, salió en mi búsqueda. Me halló en uno de los talleres del fondo y luego de relatarme las peripecias desde su llegada, me dijo: 

–Soy militante del Partido. Me han informado que debo mostrarle a usted mis documentos.

Lo hice esperar varios minutos hasta concluir mi participación en una disputa surgida entre el secretario general del sindicato y uno de los obreros del taller de los tornos, y fue cuando verdaderamente reparé en él.

De una excesiva blancura en la piel, peinaba sus cabellos hacia atrás de modo que le caían en lacia melena casi hasta el final del cuello. Sus ojos verdes le daban en su conjunto un vago aspecto de extranjero o artista de cine, y sus modales sugerían que se trataba de un individuo en extremo educado.

–Quisiera incorporarme cuanto antes a las tareas del núcleo –dijo cuando nos apartamos hacia un lado para evitar que alguien fuese testigo involuntario de nuestra conversación–. No me gusta estar mucho tiempo fuera del río, como acostumbraba a decir mi padre.

Expresó brevemente su procedencia, hablando en tono humilde, sin jactancias. Había trabajado en un laboratorio farmacéutico de la capital y una mudanza inesperada a Punta Martinas lo ponía en la necesidad de aceptar la primera propuesta que le hicieron en la oficina del Ministerio del Trabajo, donde había ido a solicitar ubicación laboral según lo establecido. Sus conocimientos de especialista en la química le daban cierta posibilidad de trabajar con nosotros en el análisis espectral de las fundiciones que se realizaban en la fábrica, y aunque se trataba más bien de una tarea rutinaria no dudó en aceptarla.

–Desde luego –me aclaró–, sólo tomo este trabajo como algo provisional.

Nos quedamos mirando un rato en silencio y advertí que él estaba hurgando dentro de mi cerebro cuando me dijo:

–Sabe, se me parece usted mucho a Rolando, un gran amigo que tuve en la capital.

Levanté la cabeza sorprendido, como si hubiera sido objeto de una ofensa.

–¿Qué quiere usted decir?

Agustín reaccionó algo turbado.

–Disculpe. No he querido ofenderle –tartamudeó.

–Me parezco a mí mismo –fui brusco al hablar.

–Ya le pedí disculpas –me dijo con firmeza, casi con violencia–. Lo acepto a usted como mi dirigente político porque yo no estaba durante su elección. Pero sepa que en cuanto llegue la renovación de mandatos, si aún estoy en la fábrica apelaré a la democracia partidista para influir en que no sea usted de nuevo el secretario general.

Era una amenaza. Que de resultar exitosa me privaría de mis atribuciones como conciliador de intereses entre los trabajadores, el sindicato y la administración; y también me impediría empujar la puerta del director de la fábrica a cualquier hora del día.

–Discúlpeme usted a mí –me excusé–. Realmente he sido un poco brusco. Es que, entiéndalo, estoy terriblemente agotado. Trabajo demasiado, y aun me citan a reuniones en el Comité Municipal del Partido a las que debo asistir en horas de la noche y de las que salgo casi de madrugada.

Con el paso de los días mis relaciones con Agustín Machado comenzaron a suavizarse. Sin embargo, cada vez que me acercaba al nuevo militante de mi núcleo partidista sentía que de su persona emanaba un extraño ambiente de misterio.

–Quisiera que aceptara una invitación mía –me dijo una tarde de diciembre.

Lo miré a la cara, oscurecida por la penumbra de un sol que comenzaba a ocultarse. Yo recorría las áreas de trabajo casi al término de la jornada y me había acostumbrado a esperar los minutos finales en el laboratorio conversando con Arminda, la jefa de aquel sitio atestado de equipos y útiles de ensayo propios de nuestra producción fabril.

–¿De que se trata? –le dije amable mientras tomaba en las manos la taza de té con que acostumbraba obsequiarme cada vez que me acercaba al puesto donde ejercía sus labores.

–He descubierto algunas irregularidades en la fábrica, diríamos problemas relacionados con la moral, que sin llegar a ser delitos de enterarse los obreros, resultaría fatal para todos los militantes –titubeó varias veces antes de concluir la idea.

Mantuve el silencio algunos segundos antes de pronunciarme. Para disimular que estaba ganando tiempo bebí un sorbo de té. Era frecuente que los militantes del Partido me comunicaran asuntos en extremo delicados y con esa información yo solía evitar conflictos en aquel conglomerado de unos quinientos trabajadores, hablando con el secretario general del sindicato, el director o cualquier otro de los implicados.

–Podemos conversar ahora mismo –sugerí.

–Son casi las cinco de la tarde y si dejamos que el ómnibus de la fábrica se marche no tendríamos muchas posibilidades de salir de este lugar. Como usted sabe, por la escasez de combustible han eliminado la ruta de ómnibus pública que llegaba hasta acá.

–Siempre encontraríamos alguna manera de salir.

–Prefiero no quedarme luego de concluir la jornada laboral –reaccionó nervioso–. El vigilante de la puerta principal podría suponer que nos hemos quedado haciendo algo indebido y quizás estaríamos dando lugar a las murmuraciones de los trabajadores sin sentido alguno. Usted bien sabe que en los últimos días se han estado perdiendo mercancías de los almacenes y aún no se han encontrado los culpables.

A pesar de mi insistencia, no logré convencerle y en horas de la noche fui a visitarlo al pequeño apartamento que mantenía alquilado en las afueras de la ciudad. Me recibió con evidentes muestras de cordialidad y advertí en él una pulcritud extrema, como no acostumbraba en la fábrica; emanaba de su cuerpo un tenue perfume a extracto de rosas y vestía una hermosa bata anudada a la cintura, estampada con lunas azules y cimitarras de diferentes tamaños.

Estuvimos charlando largo rato sobre asuntos triviales, mientras bebíamos de un excelente café preparado en una cafetera exprés niquelada, objeto que yo veía por vez primera en mi vida.

–Me la regaló aquel amigo que le mencioné una vez –vaciló antes de continuar, quizás recordando el enojoso incidente surgido entre nosotros el día de su llegada a la fábrica–, quiero decir, Rolando. Él salía con frecuencia al extranjero donde concertaba contratos de compra destinados a la industria farmacéutica y tenía por costumbre traer recuerdos destinados a sus amistades. La adquirió en Madrid por un precio que a mí todavía me parece irrisorio.

Bebimos varias tazas de café mientras dialogábamos acerca de la grave crisis en que se vería envuelto nuestro país si, tal como parecía, la Unión Soviética se desintegraba de nuevo en pequeños estados. Algunos países que se habían declarado socialistas durante la segunda guerra mundial ya navegaban en la corriente del liberalismo y el tema le interesaba sobremanera a Agustín.

–Se nos acabarán las comodidades materiales –sentenció en voz baja, como si temiera que alguien más lo estuviera escuchando–, porque no es secreto que los soviéticos sostienen de manera generosa nuestra economía.

Calló unos instantes y yo tuve la impresión de que andaba buscando un pretexto para que mi visita se extendiera. Era un hombre solo, sin amistades, sin nadie en quien confiar. A pesar de su juventud, no era del tipo de individuos dado a correr detrás de las mujeres y por lo tanto tendría que sentirse aburrido en nuestra pequeña ciudad, un lugar provinciano cuya única diversión era hartarse de cerveza en un solar ubicado en las afueras de la población.

Casi al cabo de una hora de conversación comenzó a hablarme sobre literatura, explicándome que en una oportunidad había leído una historia impactante para él. Se trataba del célebre relato escrito por el escocés Robert Louis Stevenson en el cual se contaba cómo un hombre públicamente honorable, el doctor Jekyll, descubre las bajas pasiones que lo asaltan con frecuencia por culpa de una porción oscura de su cerebro que fraguaba maldades y una parte deleznable de su corazón que se complacía cuando las llevaba a cabo.

–Entonces sus conocimientos de química lo inducen a preparar una especie de pócima mágica –concluyó con la mirada perdida en el vacío– que al beberla lo transforma en otro ser: mister Hyde, abyecto, vil, asesino, lujurioso. Y escondiéndose en el cuerpo de mister Hyde, el doctor Jekyll comete las peores iniquidades quedando a salvo su reputación pública.

Reflexionamos durante un tiempo bastante dilatado acerca del fenómeno que en nuestro medio se conocía como de la doble moral y él aseguró conocer en La Habana gran cantidad de doctores Jekylls que en horas del día eran honestos ciudadanos, hombres y mujeres que trabajaban en lugares públicos o en empleos muy bien remunerados, gente prestigiosa que derramaban distinción por dondequiera que pasaban, en todas las reuniones a las que estaban obligados a asistir por sus elevados cargos, en el círculo de sus compañeros de trabajo e incluso entre familiares y amigos, y al caer la noche se convertían en miserables Hydes dedicados a los más detestables oficios y maldades: contrabandistas, drogadictos, prostitutas, homosexuales, ladrones, sostenes de garitos, traficantes, asesinos a sueldo, espías, buscones, pordioseros, celestinas y un sin fin de increíbles ocupaciones.

–Como usted ve, Domínguez –suspiró, llevándose un cigarrillo rubio recién encendido a los labios–, la vida real no es la de nuestros catecismos políticos, los programas radiales y televisivos y el de los círculos de estudio que discutimos cada mes.

Nos quedamos observándonos uno al otro, como tratando de descubrir cada cual el verdadero pensamiento ajeno. Bajó la mano que sostenía el cigarrillo hasta el nivel de los muslos y la colocó de una manera negligente mientras exhalaba el humo con una especie de coquetería.

–Pero usted pertenece a los duros –me dijo con toda amabilidad, aunque sus palabras resultaban irónicas–, a los estalinistas como yo los llamo, que consideran al Partido la vida misma y sus orientaciones la verdad absoluta.

–¿A qué viene tanta reflexión ideológica suya? Que yo sepa, estábamos hablando sobre literatura.

–Que para usted la única válida es la que se construya bajo los cánones del realismo socialista.

–Acláreme qué persigue –exigí, poniéndome de pie.

El se quedó mirándome con una sonrisa irónica.

–Durante todos estos meses, no he hecho más que observar su conducta y he llegado a la conclusión de que es usted uno de los tantos doctores Jekylls que pueblan nuestro país. ¿Acaso ignora que he llegado a descubrir sus relaciones con Arminda, mientras predica en cada reunión que los militantes del Partido debemos practicar lo que usted llama la más limpia moral revolucionaria?

Quedé paralizado. En efecto, la hermosa jefa del laboratorio y esposa del director de la fábrica mantenía conmigo un romance que habíamos logrado ocultar durante casi dos años de los ojos más indiscretos.

–No pierda el tiempo en negarlo, Domínguez. Yo he charlado más de una vez con Arminda en el plano confidencial y me ha asegurado encontrarse harta de tanto sexo con usted. Ella desea ser atendida en el plano sentimental también.

–Fíjese lo que voy a decirle –me puse de pie violento e intenté comenzar una amenaza, pero Agustín me colocó una mano advertidora en el hombro, obligándome a sentarme de nuevo. Él también se sentó.

–Mejor escúcheme, porque lo he llamado para ofrecerle un consejo. Sólo le queda una alternativa: renunciar al hermoso cuerpo de Arminda, a la feminidad que derrama. Sería la única manera de salvar su prestigio, porque una mujer que es capaz de hablar mal sobre su amante está a punto de traicionarlo.

No pude articular palabra. Jamás pensé que una muchacha como Arminda, sedienta de ser poseída como no lo era por su esposo, quien vivía siempre inmerso en los problemas de la fábrica y con aspiraciones de saltar un día a un cargo en el Ministerio de la Sideromecánica, fuera a engañarme con un desconocido, con un recién llegado a nuestra ciudad.

–No se asombre si he descubierto con tanta rapidez la infidelidad que usted ha logrado ocultar de sus demás compañeros y de su esposa, según supongo. Tengo una especie de, digamos gracia, para encantar a las mujeres y bajo tal influjo, me convierten de inmediato en su confidente.

Levanté la cabeza para estudiarlo con calma y de pronto tuve celos. Yo había pasado de los cuarenta; mi cuerpo comenzaba a sentir el cansancio y el vacío de quien no tiene un asidero cierto por el cual luchar; mi única pasión era ser un prestigioso líder político y ahora me veía descubierto en mi maldad. Agustín, en cambio, joven y bien parecido, con apenas treinta y seis años cumplidos, podía jactarse de arrebatarme a una mujer que sustituía el cuerpo envejecido de mi esposa.

–No piense, desde luego –cortó mis pensamientos poniéndose de pie; ahora era él quien se había adueñado de la situación–, que Arminda se ha enamorado de mí, todo lo contrario. Le ama realmente a usted, pero desea que se dedique a ella por completo.

Sonrió indulgente mientras de nuevo servía café para ambos. A partir de aquel instante comencé a depender de sus opiniones. Sin darme cuenta en qué momento había empezado a hablarle amistosamente, me sorprendí pidiéndole consejos para el futuro.