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Capítulos 1 y 2 de PAREDES SUBTERRÁNEAS

Autor: Andrés Casanova

 

 

UNO

EL CORONEL PARKISON, DE LADO EN SU SILLA, LE HABLÓ EN UN tono casi paternal a la señora Ragenta Miles. Que viniera a suceder el asesinato de Pamela Rodes en ausencia de Gerald Queessly constituía la mayor de las desgracias; él, Parkison, no iba a mezclarse con esa piara de andrajosos avecindados en Dirty Town; no estaba dispuesto a interrogar ni a uno de los traficantes de amapola; no le importaba si el homicida era un maniático y la emprendía contra todas las calientacamas de aquel barrio; a él hay que respetarlo (se pone de pie); a él lo respeta hasta mister Palombo (nervioso, se acerca a los ventanales de cristal); mister Thomas Palombo le pide opiniones sobre las noticias publicadas en el diario liberal Black Dayly o en el semanario conservador Quarter Times (apoya las manos en el marco de una ventana y flexiona el cuerpo alargando las piernas en forma de ele); el alcalde Palombo confía en sus consejos.

Regresa al lugar donde se encuentra su escritorio, tantea los teléfonos como en un descuido y de pronto reacciona violento.

–¡No admito desórdenes en mi jurisdicción! –grita.

La señora Ragenta Miles, alta, de arrugas incontables y años perdidos en la memoria, asentía ante cada nuevo golpe furibundo del puño del coronel Parkison contra la superficie del escritorio.  Claro está, señor coronel, no debe mancharse su honroso uniforme con el olor nauseabundo de aquellos delincuentes chocarreros; fíjese usted, un día el auto de mi marido se descompuso frente al Nano´bar, justo en el corazón de Dirty Town, y si no llamamos al sheriff nos hubieran robado hasta los neumáticos.

Parkison, descolgándose la pipa de los labios, ordenó a Ragenta Miles servir té y comenzó a calmarse. Sentado de nuevo en la silla giraba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, comentaba que Queesly quizás estaba hospedado en el mesón de un tal Laforcadis, judío converso ahora conocido por el castellano nombre de Alberto Balboa; era necesario localizar de inmediato al inspector Queessly, dijo, en cualquier rincón de Madrid en que se encontrase.

–Para él, se acabaron las vacaciones. Tiene que venir volando –dijo, y extendió los brazos sacudiendo las manos una contra la otra en actitud colérica.

La secretaria levantó la vista, deteniendo la acción de tomar nota del correo electrónico que debía cursarle a Queessly. La palabra volando penetró en sus oídos con un matiz de complacencia y morbosidad; luego de cerrar los ojos varias veces y abrirlos de nuevo, sonrió pícara. Delante de ella una especie de visión comenzó a repetirse como en otras oportunidades: los ojos fogosos y sensuales, los labios pintados de carmesí, el kimono azul y las manos cuidadas con esmero, el abanico que sostenía negligente, la convertían en la imaginación de Pamela en una geisha de escultural figura. Mientras se frotaba los ojos, la secretaria tragó saliva varias veces y volvió a escuchar la voz de trueno del coronel, quien le estaba ordenando ahora que fuera bien precisa en el mensaje a Queessly: que viniera volando antes que el alcalde mister Thomas Palombo reventara con sus ofensas habituales contra la ineficacia de la policía de Bridgebelt.

GERALD QUEESSLY ACARICIA UNOS INSTANTES EL FOLIO amarillento, palpa el lomo del libro y luego de resoplar varias veces, trata de encontrar la importancia que podría tener para él como la policía descubrir historias similares a la de doña Flor y asociando ideas llegó a la conclusión de que no le convenía discutir las reglas para el ingreso a la Interpol, y debía aplicarse aquí en Madrid durante estos dos meses de licencia a estudiar en los fondos del archivo todo tipo de casos policiales antiguos, de tal manera que le ayudasen a dominar el lenguaje forense en español. Y continuó leyendo, enterándose ahora de que una tarde fría en la ciudad marítima de Matanzas en Cuba, don Álvaro Roque de la Balandra iba entrando a la habitación matrimonial cuando advirtió que una vez más, el padre cura don Rodrigo se encontraba allí, con la sotana quitada y sólo en calzones, acaricia tiernamente la espalda desnuda de doña Flor Baldés de Roque de la Balandra. “Ah, no”, se dijo, “para leer historias sicalípticas como estas no he venido este invierno a España”. Había logrado que Parkison le autorizara permanecer dos meses fuera de Bridgebelt con el propósito de perfeccionar el español aprendido desde la cuna por boca de su madre chicana, porque un requisito para ingresar en la Interpol era dominar tres idiomas. Y conseguir una plaza en este cuerpo policial era la única alternativa para huir por siempre de la molesta halitosis de William Parkison y las constantes órdenes de la señora Ragenta Miles, mujer seca cual un espárrago, que se creía ser la gobernadora de los policías de Bridgebelt cuando faltaba el coronel.         

ALBERTO BALBOA, COJITRANCO Y CON UN PARCHE CUBRIÉNDOLE el ojo izquierdo, habló en voz baja con la secretaria del archivo. Buscaba a un tipo barbudo, le dijo, flaco y de piel cetrina, más parecido a un marroquí que a un americano; un tipo que cuando hablaba daba la impresión de que se lengua la habían maniatado; además, se creía un genio en todas las materias científicas y sus ojos inyectados de sangre constantemente le daban el aspecto propio de un borracho.

La secretaria lo escuchó condescendiente, acostumbrada a atender toda clase de personas extravagantes que venían de diferentes partes del mundo a investigar la historia del pasado.

–Mírelo allá –le dijo en un tono que al parecer quería expresarle con sus palabras es aquel pájaro de cuentas que en lugar de leer en realidad lo que hace es dormir encima de los legajos–. Es tan repulsivo, que si no fuera por las ordenanzas sobre el libre ejercicio de la investigación, mandaba al bedel a echarlo a patadas.

El judío converso admitió que, efectivamente, no debería admitirse a extranjeros penetrar en los recintos sagrados de la historia nacional. La secretaria del archivo, con voz aflautada, habló acerca del orgullo patrio y la pureza del idioma.

–Aquí vienen a mariposear cada gilipollas que bueno... para qué contarle –dijo vanidosa.

El judío abrió la boca mostrando sus dientes parejos y pulidos hasta el grado de la brillantez; igual sucedía allá en Aranjuez, comentó, donde hasta el año anterior dijo haber trabajado como segundo repostero en la cocina del palacio real. Chasqueando los labios a cada instante en señal de deleite, describió los carnosos fresones que seleccionaba para elaborar los postres, las dulces naranjas de China y las manzanas rojas para colocar en las cestas de mimbre eran de la mejor calidad, y mientras él hablaba, la secretaria del archivo segregaba saliva sin poder contenerse.

–Tenemos que hacer una limpieza racial en nuestro país –precisó el judío–, porque no es posible continuar tolerando el espectáculo de morenos del Magreb revolviendo los tachos de basura en busca de alimentos.

–Exacto –dijo ella.

–Y los latinoamericanos de piel oscura, malditos sudacas –dijo él ofensivo–, si usted viera como trasegaban platos hacia las mesas de los distintos comedores donde le sirven lo mismo el almuerzo a una princesa belga que la cena a duques y marqueses del reino helvético.

La secretaria del archivo daba en todo la razón a Alberto Balboa, hasta que él, enigmática la sonrisa y sardónico el gesto mientras alababa la limpieza y el buen gusto en los ornamentos de la sala de recepción del archivo, se despidió de la dama entre zalamerías y alabanzas hacia bondades inexistentes en su cuerpo.

Sentado a la mesa frente al inspector Queessly, Alberto Balboa empleó una mezcla de español e inglés condimentada con algunas frases en esperanto para imponer a su huésped las órdenes del coronel Parkison por boca de una tal Ragenta Miles quien luego del consabido Do you speak English?, le relató sucintamente la muerte de una dama en algún barrio sucio de su país (al menos, así lo entendió él) y al final insistió: dígale que venga de inmediato.

Caminaron un rato a lo largo de una de las calles interiores del Paseo del Prado; la protección de los árboles añosos, grises y melancólicos, carentes de hojas, y un vientecillo frío alertagaban sus pasos. Le dolía interrumpir las vacaciones, expresó de momento Gerald deteniendo la marcha y arreglando el parche del ojo de Alberto, corrido hacia un costado. Quizás no volverían a verse hasta el próximo año, o tal vez nunca más, dijo con aire pesimista y Balboa llevó una mano al hombro del inspector: destierre la palabra jamás de su vocabulario, buen amigo, le dijo Balboa. Continuaron calle abajo a paso lento, al paso cojitranco del judío converso.

Al día siguiente el inspector Queessly, mientras volaba de regreso a su país, creía escuchar los bramidos del mar debajo de los pies, mas no se atrevía a mirar hacia el vacío. Lo único que llegaba en realidad a sus oídos era el rugir amortiguado de los motores del avión impidiéndole concentrarse en la lectura de un folleto cuyas hojas se hallaban marcadas con el membrete del archivo real. Le interesaba la descripción de aquel castigo contra el escolar Don Benerado Valverde por haber proferido insultos contra la madre de un soldado español. Estos cubanos de la colonia eran tan belicosos como los de hoy día: dejarse aporrear la cabeza y como regalo adicional soportar quince días a pan y agua por el simple placer de una mentada de madre dirigida contra un gallego, no se le ocurría a ningún compatriota suyo.

–Parece resultarle interesante ese libro –comentó su compañero de asiento y Queessly levantó la cabeza. Le parecía conocer de algún sitio a este individuo de hombros cuadrados y mirar lacrimoso; le hizo el comentario.

El aludido extrajo del bolsillo interior del sobretodo una tabaquera de plata y extendió la mano hacia Gerald, quien rechazó el ofrecimiento por medio de una frase cortés.

–Yo a usted también le conozco –aseguró el acompañante lanzando al aire unas gruesas volutas de humo. Claro que se conocían. Unos años atrás el inspector Queessly había actuado en la investigación de una serie de asesinatos contra jovencitas impúberes y a él, Bebito Gonzales, presidente del ejecutivo de una prestigiosa corporación con sede en Dirty Town, habían pretendido involucrarlo en aquellos crímenes propios de un maniático, ¿Quessly no lo recordaba?

Gerald observó detenidamente a Bebito cuando terminó de presentarse de esta forma sui-géneris. Pensar en la altura a la que se encontraban lo mantenía con los nervios alterados, fuera de sí. Bebito Gonzales reía irónico, mientras paladeaba su habano sin separarlo de los labios.

PARKISON, CON EL GESTO HURAÑO Y LA MIRADA BILIOSA,  CULPA a la señorita Miles por la demora de Gerald Queessly. Seguramente ella no le habló con claridad al judío (ceño fruncido del coronel: cuando adopta esa actitud es que se encuentra a punto de explotar en improperios) y éste olvidó pasarle el recado al inspector. La mañana ha amanecido más fría que otras veces; una ligera capa de nieve ha ido acumulándose en el alféizar de las ventanas y aunque dentro de la oficina la temperatura resulta agradable, mirar los copos de nieve en los árboles inquiera a Ragenta Miles: ella es enemiga del invierno.

–Le hablé con toda exactitud al judío –se defiende la secretaria en un tono indignado aunque respetuoso.

El coronel insiste: ojalá a Gerald no le haya dado por beber mostos fermentados en el mesón de Laforcadis en lugar de cumplir sus propósitos de mejorar el español aprendido en una escuela perteneciente a la Sociedad de San Francisco de Sales, en la fronteriza y sureña Duracán, durante su niñez. De ser así, a esta hora será una especie de barril de amontillado. Ya son las diez de la mañana; desde hace dos días el cuerpo de Pamela Rodes está guardado en la morgue (cara triste del coronel; un gesto como ese constituye señal inequívoca de que comenzará a llorar) y Tom Palombo echa chispas por la nariz: su reelección peligra si este asesinato no se aclara en pocas horas; el Partido Conservador ya ha comenzado una campaña radial acusándolo de ocultamiento de datos a la opinión pública (cara preocupada del coronel: en estos casos cualquier reacción resulta probable, desde golpear el buró con sus puños hasta cantar el aria de una ópera).

–Hay que esclarecer este crimen de inmediato –sentencia el coronel recostándose en el respaldo de su silla giratoria y colocando ambas manos entrecruzadas encima de los ojos.

YA ES VISIBLE EL LARGO PUENTE DE HIERRO QUE UNE A LAS DOS partes de la gran ciudad separadas por un tranquilo pedazo de mar. Los pasajeros comienzan a colocar sus cinturones de seguridad; Bebito Gonzales roza ligeramente con el brazo el hombro izquierdo del inspector y éste sacude la cabeza amodorrado. Vuelve a penetrar en sus oídos el bullicio amortiguado de los motores del avión y cobra conciencia de nuevo de la sonrisa cínica con que lo ha estado martirizando durante todo el viaje su acompañante. No le caben dudas: Bebito Gonzales está involucrado en algún delito; conoce de memoria su expediente policial y sabe que no podría vivir sin  burlar la ley. Comienza a abrocharse el cinturón. Por desgracia, tendrá que sufrir su presencia durante dos horas más, mientras se dirijan en el tren hacia el distrito de Bridgebelt.

 


 DOS

LAS PERSIANAS DEL SALÓN DEL DEPARTAMENTO  DE Investigaciones Criminales se hallan entornadas; frente al ordenador, el coronel Parkison acomoda pacientemente el tablero plástico, observa unos instantes sus uñas brillosas y acciona el interruptor del equipo. Cuando el punto luminoso deja de centellear en la pantalla, se escucha un zumbido musical; con toda parsimonia, el coronel introduce los dos disquetes en sendas ranuras. El excesivo ruido de los acondicionadores de aire al parecer no lo incomoda; acaricia el rostro mediante un gesto mecánico, extrae del bolsillo de la gabardina una pipa de marfil y comienza a cargarla con la aromática picadura. Durante unos segundos, mientras en la pantalla aparece y se borra una y otra vez el aviso de error, el coronel Parkison permanece atento sólo a la operación de carga de la pipa: tomar la cigarrera con los dedos índices y pulgar mientras los restantes permanecen extendidos; sacudir la pequeña caja plástica, en cuyo exterior la leyenda alaba las bondades del tabaco de Virginia, dentro de la palma ahuecada; colocar la caja cerca del tablero de letras y símbolos; sostener la pipa entre los dedos índice y pulgar manteniendo extendidos los restantes; introducir la picadura dentro de la cazoleta auxiliándose de esos mismos dedos de la otra mano. Luego de haber ejecutado estas acciones en varias oportunidades, lleva la boquilla de la pipa a sus gruesos labios, carnosos, enrojecidos por el frío, y prende el encendedor. El aroma del tabaco llena la estancia y entonces el coronel oprime el botón, tecleando de inmediato en el tablero. Luego de un tintineo insistente combinado con el encendido intermitente  de una pequeña lámpara roja, aparece en la verde pantalla un texto que Parkison  comienza a leer con detenimiento.

PROMPT. INFORME DEL AGENTE GINPOLE.QSK.  YO  HE  SIDO celoso cumplidor de mi patriótico deber de informar con sistematicidad a las autoridades cualquier anomalía existente en Dirty Town. No soy un delincuente que para ganar su libertad compromete el honor a expensas de sus compañeros de celda, eso ni pensarlo. Como honesto contribuyente y ciudadano intachable, he aceptado por voluntad propia fingir un alcoholismo que no padezco de suerte tal que me confundo con las heces más despreciables de todo este barrio. Como ellas, me alimento con restos de comidas que obtengo  a bajo costo en los mercados, aunque internamente poseo la hidalguía y la entereza de un caballero. Hechas estas salvedades, me regodearé un breve instante en mis más íntimas motivaciones de existencia pues sé que esta vez el máximo  jefe de nuestro cuerpo policial buscará mis informes y los leerá con el alma en vilo: no por gusto ha muerto Pamela Rodes, personita harto conocida por él y cuyo asesinato le hace pensar seguramente que su propia vida corre peligro. La ví tirada ahí en una especie de basurero que hay a un costado de Hanging Street, la cara irreconocible y el cráneo machacado de una manera feroz. Daba la sensación de que el asesino había cortado primeramente su larga cabellera, o quizás la remojó en agua de cal durante unas cuantas horas y luego tiró de los pelos arrancándolos de raíz: su cabeza totalmente desnuda así me lo hizo suponer. Tiempo más tarde hablé un rato dentro del Nano’s bar con Taneger, mi habitual suministrador de nieve (las grandes cantidades que le compro con frecuencia sirven para confirmar la creencia de que el sacerdote de una secreta congregación, conocida como Gran Templo Oriental de los Esenios Libres, cuyas tenidas se llevan a cabo en me- (PRESS RETURN FOR CONTINUOS).

El coronel aspiró negligente una gran cantidad de humo, tomó la pipa por la cazoleta con su mano tibia y entrecerrando los ojos liberó los pulmones poco a poco, como si fuera su intención capturar el humo de nuevo. Abrió los ojos, oprimió una tecla y continuó leyendo:

dio de una especie de saturnal demoníaca mientras yo distribuyo la droga entre los miembros de aquella sociedad esotérica) y de informaciones confidenciales. Uno de los auxiliares en la morgue es cliente suyo: compra la nieve que consumen dos o tres empleadillos sin importancia. A Pamela Rodes vio hacerle la autopsia, le contó el auxiliar. El cuerpo desnudo fue tratado por los cirujanos sin grandes consideraciones; miraron aquí y allá, cercenaron esta porción y observaron aquella; estudiaron los restos estomacales y se detuvieron largo rato en la zona de la cabeza; buscaron centímetro a centímetro ciertas huellas en toda la piel y analizaron con calma el orificio anal. Lo más impresionante para el auxiliar fue cuando abrieron a la fuerza sus muslos; frases violentas, imprecaciones y grandes aspavientos de los dos forzudos estudiantes que realizaron la tarea dando a entender sus deseos de copular con la hermosa mujer. El auxiliar salió corriendo del salón de las autopsias cuando vio el enorme agujero sanguinolento, perfectamente circular, en la zona donde Pamela Rodes tuvo su centro del placer.

Sin embargo, inspector Queessly, no deseo ser tomado por un sentimental ni me confunda con uno de esos tipos que se ablanda (usted ha ablandado unos cuantos) cuando un rudo inspector comienza a cocinarlo dentro del cuarto conocido como pressure pot, unas veces con frases amables, otras amenazantes: ora recordándole a la vieja madrecita arrugada y somnolienta que llora cada noche de su encierro, la novia tierna y joven, la esposa que quizás no tenga valor para resistir la soledad si lo condenan, los niños tristes y hambrientos, era sugiriendo la posibilidad de quedar libre si pronuncia unos cuantos nombres. Y cuando esos procedimientos no ofrecen resultados convincentes, siempre habrá tiempo para empapar una toalla en agua o emplear el bastón de goma que no dejan huellas de violencia cuando se golpea en la zona comprendida entre el cuello y el estómago. (PRESS RETURN FOR CONTINUOS).

El coronel, luego de manipular la pipa varias veces, releyó la página y estuvo sonriendo un momento. Oprimió un botón y continuó atento a la lectura.

Queessly, no requiero de tratamiento en el pressurre pot, siento un enorme gozo al mantenerlo a usted al tanto de cuanto secreto puedo descubrir en Dirty Town, disfrazado como ando de uno de sus habitantes, y esta vez volveré a cumplir con mis deberes de honesto ciudadano. Rastrearé debajo de cada piedra, escucharé cuantas conversaciones pueda sorprender acerca de este asunto, lo juro por mi honor que descubriré al asesino de Pamela Rodes antes de finalizar este maldito invierno que tanto daño trae a mis débiles pulmones. Lo juro por mi honor de inspector encubierto bajo fachada  de sacerdote satánico.

Parkison, puesto ya de pie, conectó las luces del salón. Gerald Queessly cerró los ojos varias veces y permaneció en silencio.

–Ese agente suyo –Parkison señaló hacia la computadora con la boquilla de la pipa– es un perfecto imbécil.

El inspector contuvo la respiración y dilató las ventanas de la nariz, para evitar una risa abierta, burlona. Respetuoso, indicó también hacia el equipo electrónico y reconoció las locuras de Ginpole; sin embargo, se trataba del mejor de los confidentes que mantenían en todo el distrito. Mesurado en los gastos, separaba de sus notas oficiales todo lo que resultara bebidas alcohólicas consumidas por él durante las misiones oficiales y sólo cargaba a la cuenta de la alcaldía las copas de sus acompañantes, a quienes tironeaba de la lengua con el objetivo de obtener información. En el aspecto moral, intachable: jamás se acoplaba con las coristas del Nano’s bar; prefería la autocomplacencia dentro de la mísera habitación donde vivía alquilado, pagando él mismo las rentas. Y en cuanto a frugalidad, otro mejor no existía: buscaba restos de alimentos en los basureros de Updown City dos veces a la semana, llegaba con los paquetes de papel parafinado que empleaban en el supermercado de New Wall Street y guardaba los productos en la nevera para irlos consumiendo una vez al día; aunque en ocasiones, enardecido por algún discurso de Thomas Palombo alabando los sentimientos patrióticos y el espíritu de sacrificio ciudadano de los empleados públicos que renunciaban al aguinaldo navideño donándolo para sostener el Cuerpo de Bomberos Voluntarios, o emocionado al oír una pieza oratoria perfecta del senador mister Carrigham expresando su profundo agradecimiento a las fuerzas del orden por evitar cada día disturbios y desacatos contra las leyes de la nación, exaltado por cualquier discurso de los que frecuentemente escuchaba en su pequeño televisor Emerson, decidía desayunar y de esa manera los restos de comida duraban más.

El coronel permanecía de pie, impaciente.

–No lo defienda tanto; su protegido es un gran bellaco y ladino –dijo, removiendo la cazoleta de la pipa.

El inspector Queessly conocía perfectamente a su jefe: detrás de aquel rudo carácter, avasallador, imponente y vengativo, se ocultaba el más indefenso de todos los corderos que visitaban cada día la parroquia de Centering Ward, en el mismo corazón de Bridgebelt, con intención de dirigir alabanzas al Señor, rogar el perdón de sus pecados y acompañar al coro durante las cantatas Jesus, lover of my soul o I will sing wondrous story. Por ese motivo, apartó de su mente la ofensa en tono sarcástico que estaba ocurriéndosele. Por eso y desde luego, porque se trataba del jefe.

–Coronel –la voz del inspector fue respetuosa, casi de ungida admiración–, le traigo noticias de Laforcadis.

La expresión de Parkison cambió al instante. Sonriente, jaranero, feliz. Un gran muchacho ese judío, muy emprendedor. Con su cara hermosa de luna llena y el cuerpo atlético, resultaba encantador para las mujeres. Queessly prefirió callar: no iba a romper el hechizo del coronel; si le describía al andrajo en que se había convertido Laforcadis a la vuelta de veinte años, lo llamaría mentiroso. Aunque mostrara las fotos de ambos paseando por la Plaza de Armas del Palacio Real, diría que era falso, lo acusaría de embustero, de traidor vendido al oro del enemigo y hasta parchista y frangollón quizás le gritaría.

Parkison continuó hablando emocionado, mientras mecánicamente cargaba la pipa con el tabaco de Virginia. Todavía se acordaba de aquella temporada en Argel, cuando él y Esdrás Ramt Bar-Ilán (todavía no era Laforcadis, eso fue más tarde en Italia; todavía no era Alberto Balboa) penetraron el movimiento libertador. Recuerdos de fuertes aventuras entre musulmanas y orgías en serrallos y harenes. El inspector mantuvo el silencio, aunque deseaba de todo corazón, para embromarlo, indagar que desde cuando los eunucos gozaban los favores de mancebas y barraganas. Sin embargo, lo dejó empalagarse con historias de antaño, de su juventud, con escenas que desde luego Queessly no contemplo porque para esa fecha lanzaba piedras a las escasas bombillas públicas de Dirty Town como niño malcriado que había sido.

Después de los cuentos sobre el norte africano el coronel se trasladó hacia el Mediterráneo. En Roma, Milán y Nápoles él y Esdrás Ramt Bar-Ilán / Butlos Laforcadis / Alberto Balboa trabajaban aparentemente bajos las órdenes del agregado cultural de la embajada soviética y la confusión que armaron al servicio de inteligencia de la Cheká lo describió con tintes de teatro bufo: informaban al revés, de suerte que el poeta comunista español Paco Gómez resultaba un reaccionario burgués, en tanto la dirigente del Partido Neo-Fascista Alemán Berta Wieland era acusada de intelectual ultraizquierdista partidaria de los métodos estalinistas de gobernar. Divertido, el coronel relataba anécdota tras anécdota de lo que llamaba los dorados años de la post-guerra y finalmente, agotado el arsenal de la península itálica saltó hacia la ibérica.

Los meses (pocos, en realidad) que estuvo en España hospedado en el  mesón de Laforcadis tratando de aprender el español en su propia cuna no fueron ricos en aventuras según el coronel Parkison. Allí sólo se dedicó a comer y los días se le escurrieron de las manos entre fritangas preparadas en aceite de oliva Koipe y exquisitos entremeses confeccionados con mortadela Siciliana, queso tierno El Labrador, piñas en rodajas Dole y espaguetis Carret; bebiendo hasta el hartazgo cerveza Águila y vino Los Molinos de origen Valdespeñas. Las pesetas le sobraban todavía para llenarse con toda  suerte de bisuterías tan abundantes y baratas en el mercado español y que al coronel llenaban de regocijo como si fuese un coleccionista: dentífrico Colgate a razón de 169 pesetas los 100 militros, maquinillas de afeitar Wilkinson azul por 285 pesetas las 10 unidades, 18 paquetes de 10 pañuelos de bolsillo Tempo cada uno por 169 pesetas, gel de baño Luz que costaba a razón de 245 pesetas los 750 mililitros, un frasco de Lavanda Puig nada menos de tres cuartas parte de litro por sólo 375 pesetas. En fin, una verdadera ganga si tenía en cuenta que el dólar entonces se cotizaba a 130 pesetas y a ellos les pagaban por sus servicios de espionajes a la semana la elevada cifra por entonces de 1500 dólares.

–Un mes me quedaron libres cincuenta mil pesetas y me compré con ellas un televisor Samsung y unas cuantas vídeo películas porno –rió el coronel, guiñando un ojo. Señaló de nuevo hacia el computador y dijo: –Mientras tanto, el estúpido de Ginpole estaría haciendo economías porque en aquella época trabajaba de recogedor de basuras en las calles de Dirty Town.

Gerald Queessly estuvo a punto de no poder contenerse, de gritarle al coronel que por culpa de individuos cínicos como él  este país estaba desmoronándose. Sin embargo, sólo se atrevió a declarar tímidamente que aunque la fatiga del largo viaje desde Madrid apenas le permitía mantenerse despierto, deseaba informarse cuanto antes sobre la muerte de Pamela Rodes.