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Capítulos 1 y 2 de HOY ES LUNES

Autor: Andrés Casanova

 

 

 

1

Hoy es lunes. A las cinco, quienes han decidido quedarse para asistir a la asamblea comienzan a acercarse al salón que en un futuro será el de reuniones; caminan despacio, comentan en voz baja, ríen estrepitosamente. Entran, arrastran las sillas y se oye una palabra obscena. Algunos se abstraen en sus pensamientos y otros cuchichean con el compañero más cercano. Todos están acostumbrados al piso manchado de mezcla del salón, las persianas sin cierres, los alambres del tendido eléctrico al descubierto, las paredes sin pintar. Los de la mesa presidencial miran los relojes y vuelven a contar a los asistentes contradiciéndose en las sumas.

—Empecemos de nuevo –dice la mujer, una gruesa mujer en cuya mirada sin brillo aparecen las señales del cansancio; uno de los hombres chasquea la lengua y hubiera querido decir: “Dejémonos de tantos formalismos y empecemos”. El otro hombre se aplica en el conteo y sonríe abiertamente a una muchacha del fondo que le guiña un ojo.

La mujer es Ana Serrano. Continúa insistiendo en que el por ciento de asistencia no llega al cincuenta, que si la suspendemos mañana habrá menos, que debemos tomar medidas con los ausentistas. En voz baja, para evitar que los de la primera fila puedan oírla. Ella siempre habla en voz baja aunque piensa mucho y se permite comentarios con los más íntimos.

El hombre que ha chasqueado la lengua se asustaría si oyese pensar a algunos de los que están abstraídos. Ese hombre se llama Demetrio Avilés; fuma, vive en una casa de ladrillos al descubierto y no acostumbra emborracharse.

—¿Dónde está Alberto Céspedes? –insiste Ana Serrano. No ha sido su intención molestar a Molina, a quien se le encienden las orejas y recalca en un tono como para que oiga el último de la última fila:

—Anda en gestiones de trabajo.

El último de la última fila sonríe con una especie de sarcasmo, como sonríe siempre que el director habla, porque él aquí no solo se ocupa de operar el torno sino también de observarlos a todos; sonríe y comenta para sí mismo: “A saber si no podrá encontrársele en una cabaña del motel con su secretaria”.

Los pepillos —como los llama Ana con un dejo de amargura que le nace de verse gruesa y pasada de tiempo— también sonríen. Ellos no faltan a ninguna reunión y se burlan de Ana a escondidas. La llaman Bruja Gorda desde el martes aquel cuando fue suspendido el trabajo en la fábrica porque los tomates se podrían en las matas allá en Punta Martinas. Ese martes, Lázaro Cortinas preguntó si no hubiera sido más económico motivar a quienes no tenían trabajo para que hicieran esa labor. Los muchachos no la apodaron Bruja Gorda porque les disgustara ese cambio de labor, sino como una forma de venganza secreta contra ella por haber planteado en una asamblea que le reventaba ver a esos muchachos de pitusas apretados y nombres inventados por los padres que empezaran con ye. Larissa se ha vuelto un instante hacia los del fondo y el último de la última fila, Lázaro Cortinas, queda sorprendido: ella, con un descuido mujeril, mientras le grita algo a su hermana, deja al descubierto el nacimiento de los muslos aprisionado contra el fondo rugoso de la silla.

Al fin comienza la reunión. Son casi las cinco y media. Dinamita se mira los zapatos desgastados con ojos adormecidos y piensa que esta noche volverá al Bodegón para beber cerveza en compañía de Rudisbaldo Mercochea y los Salinas. Esta es la misma reunión a la cual Lázaro Cortinas asiste desde hace años. Rafael Molina lee el informe de la administración donde en la parte correspondiente a los recursos humanos las ausencias y llegadas tarde se refieren solo a los obreros, pues en la categoría dirigente no hay problemas; quienes pertenecen a dicha categoría no marcan la tarjeta en el reloj y la filípica siempre es la misma: “Bien, compañeros, como ustedes podrán observar, el índice de ausentismo está por encima de la media”. Y “bien, compañeros, el costo por peso de producción es de un peso con veinte centavos”. Lázaro siente deseos de levantar su mano y preguntar: “¿Por qué no explica que el mes pasado se produjeron quinientas piezas adicionales y usted ordenó reportarlas este mes?” Sin embargo, ya está cansado de ser el punto neurálgico en las reuniones; de las charlas privadas de Demetrio Avilés, quien hace unos meses lo llamó hacia un rincón de la nave de maquinado y le dijo en voz baja: “Negro, no seas tan jodedor; Rafael Molina hace lo que puede”. Lázaro alzó la voz, agitó los brazos y gritó: “Eso es una mierda”. Desde entonces quedó catalogado como un conflictivo, un individuo peligroso, un hablador de bolsas. Desde entonces no precisamente, sino desde antes. Desde que discutió por vez primera con Rafael. En aquella época, Lázaro consideraba que la honestidad era un don de todos los que dirigían. Por ese motivo, no estuvo de acuerdo con uno de los compañeros que iba junto a él en el camión. “Vivía en Puntas Martianas”, acabó de decir este último cuando el hombre de manos endurecidas se bajó de la cabina y los llamó para que se reunieran alrededor de él. Un momento antes su compañero había dicho: “No se dejen impresionar por sus bravatas”, y Lázaro miró alrededor suyo sin poder evitar el recuerdo del desierto: era capaz de imaginarse de nuevo en el Sahara cuando el viento comenzó a levantar nubes de polvo. Molina les explicó que en un futuro se sentirían orgullosos de haber sido los constructores de la primera fábrica de piezas para la reparación de equipos agrícolas que existiría en la provincia. “Este hombre es muy noble para ser un bravucón”, concluyó Lázaro cuando lo vio quitarse la camisa y empezar como un obrero más a cavar huecos. Después serían días y semanas y meses repetidos, cada vez que el viento comenzaba a golpearles las caras y ellos medían, se levantaba una humareda de polvo, cortaban las cabillas, el polvo les cubría las pestañas, batían concreto, el polvo flotaba encima de la comida cuando comenzaban a almorzar, llegaban más hombres, el polvo se detenía un momento y les hacía una mueca, algunos desistían y se iban en busca de otro trabajo, el polvo comenzaba a disminuir, la concretera no quería funcionar, el polvo no campeaba por doquier, llegaban más hombres y mujeres, el polvo andaba tristón y acorralado, la cimentación estaba casi concluida. Rafael Molina no era el mismo de los días iniciales. Ya no vestía ropas de caqui y se incomodaba con el jefe de obra porque así no terminamos nunca; este mostraba el plano constructivo, exponía argumentos técnicos y Molina yo no entiendo de eso, sólo sé que tenemos el compromiso de inaugurar la fábrica el dos de diciembre. Estas discusiones se repetían casi a diario, y los obreros continuaban trabajando desde las siete hasta las cinco, aunque en realidad no sólo descansaban una hora durante el mediodía; Dinamita aprovechaba la ausencia de Rafael Molina por encontrarse en alguna reunión para llegar donde estaba el soldador y decirle: “Necesito hacer un chivo, ¿tú sabes?, en el taller de los fogones no hay oxígeno: sóldame esta varilla del gasificador”. Alguno se escondía en una de las naves vacías y descabezaba el sueño que la noche antes no pudo completar. Lázaro observaba todo aquello con indignación, y Dinamita, su ayudante, le recomendaba no coger lucha, total si de todas formas vamos a morirnos. Cortinas se aplicaba a su trabajo, le exigía al ayudante que se mantuviera a su lado aunque en ese instante no tuviese nada que hacer y este lo miraba con deseos de decirle: “¿No te das cuenta que los jefes andan paseando mientras nosotros nos jodemos?”, pero no se lo decía por temor a que Lázaro le contestase: “No tienes conciencia de clase”. Cortinas no se cansaba de repetirles a sus compañeros que las consignas no podían ser huecas y ellos lo admitían, pero al transcurrir las diez horas de labor guardaban apresurados las herramientas sin limpiarlas apenas; sólo las limpiaban cuando tenían enfrente los ojos vigilantes de Rafael Molina, quien ponía los brazos en jarras y, sin mirarlos casi, les decía vamos a mantener la disciplina. A Lázaro le disgustaban las asechanzas ocasionales de Rafael, y al escuchar su alboroto el día que descubrió una pala abandonada en medio de un hierbazal con la parte metálica herrumbrosa y la de madera podrida, y las amenazas de que les suspendería el pago a todos los obreros hasta que apareciera quien la había dejado allí, no pudo contener todo lo que había rumiado a solas en más de una oportunidad. Estuvo pensando durante unos segundos si tenía necesidad de inmiscuirse en el problema: su trabajo consistía en cortar cabillas, preparar los aros, amarrar los alambres y ordenarle a Dinamita que le ayudara; pero Rafael lo tenía cansado: los reunía el último día de la semana y mirándolos como si fuesen niños malcriados les decía: “Mañana hay trabajo voluntario”; se creía con derecho a imponer sus caprichos al extremo de oponerse a que determinado obrero fuese nombrado miembro del ejecutivo sindical de la obra en construcción. Hasta el momento en que apareció la pala abandonada en el hierbazal, Lázaro había permanecido ajeno a las arbitrariedades de Rafael Molina. Temía que Demetrio Avilés, quien lo conocía desde pequeño, hablara de cuando gritaba obscenidades en el barrio, bamboleándose por la borrachera, avanzando despacio y volviendo a detenerse en medio de la calle. Rafael ya lo tenía cansado. Se le encaró para decirle: “Usted está equivocado si cree que va a jugar con nuestros derechos; exíjale a su amiga Ana Serrano que cuente cada día las herramientas que se le entregan”. De pronto, se vio involucrado en un conflicto contra Molina; después que se acaloraron, se dijeron palabras gruesas, y cuando las personas se dicen palabras de ese calibre ya queda preparado el terreno para conflictos posteriores.

Rafael Molina acaba de leer el informe de la administración.

—Todos están de acuerdo, ¿verdad? —dice Ana Serrano y Lázaro está pensando si levantar la mano para expresar que el informe es incompleto: no habla del alto por ciento de rechazo de las piezas maquinadas a causa de los instrumentos de medición defectuosos; no se dice que en varias oportunidades los verificadores los han declarado no aptos para el uso, y después el propio director ha exigido utilizarlos así, porque si tenemos que medir con los dedos esa es la respuesta del revolucionario ante las dificultades. Rafael omitía los datos que Lázaro conocía: esos instrumentos no se llevaban a reparar con los pretextos de que la gasolina está escasa y los talleres de reparación quedan muy lejos, los precios de las reparaciones son excesivos y es menos costoso comprar nuevos instrumentos. También omitía por qué no se adquirían: unas veces porque Alberto Céspedes salía hacia la empresa suministradora y nunca llegaba, otras porque el especialista suministrador no estaba en su puesto de trabajo. Sin embargo, en el informe se plantea: “Luchamos por el galardón abanderados de la calidad”, aspecto que ha sido leído por Rafael Molina con énfasis, como si las palabras estuviesen escritas con mayúsculas y entre signos de admiración. Lázaro no levanta la mano. Desde hace meses viene insistiéndole a Demetrio tú no ves que los vivos están viviendo de los bobos y los bobos de la baba, tú no ves que ahora Rafael Molina habla de calidad por la campaña alrededor de ella, tú no ves que te tienen marginado de los consejos de dirección donde se cocina el caldo gordo, tú no ves que los obreros no aprovechan la jornada laboral porque el subdirector de producción es el primero en escaparse a media mañana y regresa después de haberse bebido un montón de cervezas. Demetrio que no, tú está equivocado, si no te hubiera visto crecer diría que eres un burgués, no difames así de nuestros militantes porque me vas a obligar a plantearlo en el núcleo. “Plantéalo”, le dijo Lázaro en una oportunidad, “así tendrán que invitarme a una reunión y entonces voy a expresar todos mis criterios”. No levanta la mano porque está deseoso de que termine esta asamblea que se celebra cada mes y siempre se habla de la falta de bebederos en los talleres.

—Vamos para el segundo punto —dice Ana, y explica que es necesario elegir al nuevo secretario de emulación porque Yarissa no desea continuar en ese cargo. Rafael Molina se sorprende aunque no tanto: ha aprendido que las personas se rebelan cuando se sienten ofendidas. Hoy, en horas de la mañana, llamó a su oficina a la muchacha por las llegadas tarde reiteradas, pero no había sido su intención sancionarla, sino sólo amedrentarla para que hiciera un esfuerzo y se levantara más temprano cada día. Interrumpe a la secretaria general del sindicato para decirle a Yarissa:

—Considero su renuncia una actitud negativa ante las tareas de la revolución.

La muchacha se levanta de su asiento; la indignación la colma y las venas del cuello se le hinchan mientras expresa que mida sus palabras, porque aquí no están encerrados en la oficina de la dirección, sino como dos trabajadores de la fábrica.

—No soy la culpable de que a veces las guaguas no pasen a su hora o los choferes no abran las puertas en la parada —dice—. Hay ocasiones en que pierdo hasta media hora en el círculo infantil porque las compañeras que trabajan allí también son madres y alguna se demora en llegar. Usted no quiere saber de mis problemas, Molina; usted me dijo hoy en su despacho que si me había dado el gusto que cargara ahora con el disgusto, ¿se le ha olvidado? Pues ya me cansé: no quiero saber nada de sindicato, que solo sirve cuando no le lleva la contraria a usted.

Sacude las manos y vuelve a sentarse. Ana Serrano conoce a fondo aquel asunto, pero se abstiene de intervenir. Sabe que alguien hablará y es Demetrio Avilés quien toma la palabra. Lázaro se acaricia la cara; está aburrido de estas protestas individuales. Si Yarissa no hubiera sido llamada por Rafael Molina a la dirección, continuaría en su cargo sindical, bullanguera, tomando la relación de quienes se quedaban al finalizar la jornada para recoger los papeles que ellos mismos botaban durante las meriendas interminables. Le parecía contradictorio que apenas unas semanas atrás ella lo hubiese catalogado de elemento negativo cuando él expuso que el trabajo voluntario no podía convertirse en un medio para acumular horas en un papel.

No hay forma de convencer a Yarissa. Culpa una y otra vez al director, lo presenta como un ogro incapaz de entender las necesidades de las mujeres. Demetrio comprende que sus palabras son inútiles y le dice en voz baja a Ana que continúe, que se hace tarde y todavía faltan tres aspectos por tratar, que por la noche tiene un examen en la facultad.

Dinamita levanta la mano y antes de que le cedan la palabra propone a Lázaro Cortinas. Argumenta que es un hombre serio, nunca se le ve mariposear por el taller, siempre frente al torno echando piezas para afuera: se repite varias veces, vuelve a lo del torno, a que Cortinas no mariposea, a que es un hombre serio. Habla y habla como si estuviera subido en una noria, girando siempre alrededor de un mismo punto, obsesionado por convencer a los demás de la conveniencia de elegir a Lázaro como dirigente sindical, un hombre muy leído que conoce bien las resoluciones porque una vez a él, a Dinamita, le querían hacer el examen teórico como modelador C y demostró con la ley en la mano que los graduados de un politécnico sólo tenían que examinar la parte practica.

Lázaro ya no le teme a la oposición de Demetrio. Juntos habían desafiado el peligro en más de una oportunidad y el viejo después le decía: “Lástima que seas tan conflictivo”; no tiene por qué temer nada: ya no se viven los tiempos en que el voto de Rafael Molina podía eliminarlo de estar donde siempre había deseado, al frente de los suyos para enseñarles que el silencio a nada conduce. Desde luego, no va a ponerse de pie y decirles: “Elíjanme a mi”. Piensa que una responsabilidad en estos momentos le restará tiempo para dedicarlo a sus estudios, a la atención de su hija mientras la esposa cumple con la guardia en el hospital, a la terminación de la casa que está construyendo. Pero no rechaza la propuesta. Hubiera sido traicionar a Dinamita y a los demás que siempre le han dicho: “Negro, si tú estuvieras en el sindicato estas cosas no sucederían”. No se niega a sí mismo que se encuentra emocionado. ¿Por qué si ha permanecido en silencio es más de una oportunidad que debía haber hablado, en parte por los consejos de Demetrio, en parte por evitar un nuevo conflicto con Rafael Molina, sus compañeros más cercanos confían en él? No se lo puede explicar. Es obvio que habrá que esperar el resultado de la votación. No todos levantarán la mano a su favor. Piensa que Molina, para dividir las opiniones de los trabajadores directos a la producción, que constituyen mayoría, ha propuesto a Dinamita, un muchacho jaranero a quien todos le ríen las gracias y más de uno le debe un favor personal porque además de ser moldeador sabe el oficio de la albañilería y arregla fogones. Jorge Castillo, el subdirector de producción, levanta la mano; el viento mueve su camisa mientras habla despacio, tratando de que sus palabras sean convincentes. Entiende que el cargo debe ser ocupado por un trabajador de la oficina pues hay que llevar muchos controles, hacer listas de los que asisten a las actividades planificadas por el sindicato para después tener bases objetivas de evaluación cuando se vaya a otorgar el sello mensual de cumplidor.

—También esas listas son importantes para la asamblea de méritos y deméritos —dice en tono concluyente; acto seguido, propone a uno de los técnicos de su área de trabajo y se sienta con lentitud.

Continúan las propuestas hasta llegar a seis. Uno de ellos no acepta y Rafael Molina pretende exigirle explicaciones. Se trata de un muchacho delgado, lenguaraz, que no se anda con pequeñeces para expresarse.

—Confórmese con saber que no estoy de acuerdo —le contesta, y el director sonríe con las cejas fruncidas.

Llega el momento de las votaciones. Lo que más le disgusta a Lázaro, por la forma en que se efectúan. Siempre ha dicho que no le convence el procedimiento de levantar la mano, que algunos la alzan porque ven al más cercano hacerlo y eligen al primero que se nombra para salir rápido del asunto. Rafael cuchichea algo con Ana; Demetrio Avilés cree haberlo oído aunque espanta en el acto el mal pensamiento: no es posible que el director haya sugerido que Lázaro sea el último por el que se vote. Los primeros apenas obtienen unos votos aislados. El último es Lázaro y la mayoría lo elige con un aplauso atronador. Para ocultar la emoción, él traza figuras imaginarias con el índice en el pantalón y voltea hacia sus días de niño en el barrio Los Cocos; recuerda con nostalgia la casa donde la lluvia obligaba a la madre a cambiar de sitio los taburetes carcomidos por el tiempo.

La asamblea continúa y Lázaro levanta la mano como los demás al oír que Ana Serrano dice:

—Los que estén de acuerdo.

Ana no ha dicho los que están en contra, pues en las asambleas que ella dirige todos alzan el brazo sin pensarlo mucho. Por esta razón, le pregunta a Bernardo Tablada:

—¿Y usted por qué no votó?

Bernardo se quita el tabaco de los dientes y responde:

—Porque yo no hago un compromiso cuando no estoy seguro de cumplirlo.

En el acto, el salón se llena de murmullos y risitas ahogadas. Rafael Molina pide silencio, malhumorado, y expresa que considera una actitud negativa del viejo moldeador no comprometerse como los demás a acudir durante los próximos domingos a la fábrica, porque fíjense bien, a nadie va a exigírsele en esos días cumplir una norma de trabajo, sino solamente que ofrezca su aporte. Luego toma la palabra Demetrio Avilés y dice:

—Es necesario que vengan todos, que cada cual haga suya esta tarea, que nadie mariposee por los rincones; pero si usted, Tablada, o cualquier otro compañero, tiene algún inconveniente, es lógico que no se comprometa a venir.

Al escuchar las palabras de Demetrio, más de uno piensa que ha levantado el brazo sin convicción alguna, porque verdaderamente, durante esos domingos solo vendrá para hablar del pitusa que se comprará cuando reúna el dinero necesario, reírse con los cuentos de relajo que hará Dinamita, continuar enamorando a alguna de las muchachas de la oficina, o hartarse del alcohol mezclado con agua que repartirá Ana Serrano.

Tablada se pone de pie, pasa una mano por su vientre, que se asoma a través de la camisa desabotonada, y precisa, porque muchos murmuran reprochando su actitud, que él vendrá todos los domingos que pueda, pero no para perder el tiempo con algunos de aquellos que lo están criticando, sino para cumplir una norma de trabajo.

 

 

 

2

 En el barrio Los Cocos la lluvia obligaba a la madre de Lázaro a cambiar de sitio los taburetes carcomidos por el tiempo y la ropa de la maestra Sara que si se moja en qué lío me meto. El padre no podía oír los goterones ni los lamentos de la mujer mientras se movía de un lado hacia otro, porque tenía la barbilla descansando contra el pecho y a su lado la botella de aguardiente. Al padre, Lázaro y los hermanos preferían verlo así, como si estuviese muerto; si despertaba comenzaría a proferir palabrotas y tomaría la correa de asentar la navaja para golpearlos. De la madre también había que cuidarse; cuando la veían con un trozo de soga en las manos, corrían hacia el descampado del fondo donde se botaba la basura. Pero no sólo ellos le temían. Las vecinas le decían Gallina Riza y el apodo se lo había puesto una mulata dicharachera, de senos pequeños y caminar bamboleante, quien amanecía con los labios pintados y la sonrisa fresca. Una vez la madre salió al patio desgreñada, amenazando con San Lázaro y sus perros a la mulata porque le había hecho proposiciones a su marido a cambio de dinero y qué te crees mocosa de mierda, a mí tú me respetas, no pienses que soy ratona porque como queso, eres muy fresca, so culiflaca. Todos los muchachos rieron a escondidas pero la piel se les erizó cuando al día siguiente vieron en el basurero una paloma muerta con tiras coloradas encima y comentaban con sigilo esa fue la negra gorda que vive en la casa de guano. Lázaro y los hermanos preferían que estuviese lloviendo aunque no pudieran salir para jugar a las bolas en el descampado del fondo. En el juego de las bolas los hermanos de Lázaro ganaban o perdían; él, en cambio, nunca ganaba y se ponía a patear el suelo sin lograr contener las lágrimas que le enturbiaban los ojos. Entonces los muchachos no querían jugar con él porque si pierdes se los dices a tu mamá y ella nos echa un bilongo. Aquellos preferían la lluvia porque obligaba a la madre a trapear las tres habitaciones apenas escampaba; por unos días no habría olor a sudores resecos y orines podridos. Pero no les gustaba que lloviese porque el padre no podía salir a poner ladrillos en las casas que hacía construir Malvio Lastra para venderlas o alquilarlas a un precio imposible de pagar por los vecinos de Los Cocos. Si el padre no podía salir, se alejaban las esperanzas de tener el seis de enero una pistola de agua para jugar a policías buenos y ladrones malos con Juancito y Angelín, los hijos de la mulata que le había hecho proposiciones al padre, quienes siempre querían hacer de policías porque a ellos les compraban trajes de vaqueros y dos revólveres con sus fundas que decían El Llanero Solitario. Lázaro era capaz de renunciar a la pistola de agua a cambio de tener al padre dentro de la casa. Él solo les pegaba cuando bebía; sin estar borracho, jamás; al contrario, le quitaba el trozo de soga a la madre, los sentaba en sus piernas y les acariciaba las cabezas. Lázaro siempre estuvo necesitado de cariño; la primera novia que tuvo fue la maestra Sara. Ella lo veía tan endeble, tan pequeño, tan tímido, entre los otros que trataban de abusar de él y obligarlo a pelear con uno a quien le decían Mano de Hierro. Ella lo defendía. ¿Porque conocía que estaba vivo de milagro, que antes de haber cumplido un año le dio un ataque, echaba espuma por la boca y los ojos los tenía virados al revés? ¿Porque había oído decir que al llegar con él a la Casa de Socorros el médico le dijo a la madre sólo tengo algodón y leche de magnesia Philips? ¿Porque sabía que uno de los hombres que trabajaba en el ayuntamiento estaba allí y se echó a Lázaro en hombros y comenzó a correr mientras la madre lo seguía gritando San Lázaro sálvame a mi hijo? ¿Porque le dijeron que llegaron al Hospital Civil y allí el hombre se le encaró a un médico y le exigió que salvara al muchacho si no quería que le pegase un tiro? ¿Porque ese hombre era el marido de ella, de Sara, y apadrinaron al muchacho y el hombre empezó a controlar todas las cédulas electorales de Los Cocos? ¿O porque Lázaro era dócil y solo tenía que decirle hoy te toca recoger la ropa sucia, para que al terminar las clases fuera detrás de ella y llegara a su casa donde cargaba el bulto que pesaba más que el? Por cualquier razón, la maestra Sara defendía a Lázaro y este la hizo su novia en la imaginación.

El padre continuó siendo un borracho empedernido y la madre amenazaba a todos con sus santos, pero ahora Lázaro, sus hermanos, Juancito y Angelín, jugaban a rebeldes y casquitos. Una vez a Lázaro lo llevaron al antiguo Hospital Civil y de ahí lo trasladaron en una ambulancia para La Habana, donde estuvo ingresado tantos días que la madre llegó a aprenderse todas las rutas que pasaban por el hospital, y sabía ir al Capitolio, y a la Terminal de trenes, y a Guanabacoa y al Diezmero. En Los Cocos le decían La Habanera porque ella hacía muchos cuentos de allá, explicaba como se podía llegar al tencent de Galiano desde el hotel Isla de Cuba y que la gente se reía de ella porque hablaba cantando; en Los Cocos le decían La Habanera a escondidas. Lázaro y sus hermanos continuaban creciendo; se transformaron en unos negritos simpáticos, muy cuenteros y buenos bailadores. Lázaro olvidó su primer amor imaginario para darle paso a otros reales; estudiaba en la secundaria y no faltaba nunca a clases.

Lázaro le temía a la correa de asentar la navaja pero no lograba resolver los problemas más enredados, esos donde la equis se mete en un rincón y hay que salir a cazarla con una lupa, o aquellos donde una fuerza de tantos kilogramos que no se ve empuja un carro cargado de plomo y hay que acordarse del coeficiente de fricción entre el cemento y la madera. Tenía dificultades para imaginarse un electrón, en cambio gozaba con el pasaje donde le decían al Quijote: “Bien sea venida la flor y la nata de los caballeros andantes”, y no podía ocultar la emoción cuando recitaba al oído de su novia Teresita: “Mi vida es un erial,/ flor que toco se deshoja,/ y en mi camino fatal,/ alguien va sembrando el mal,/ para que yo lo recoja”.

Lázaro iba todos los días a clases, no tanto por temor a la correa de asentar la navaja —era tan bragado que una vez el padre le pegó y él se mordía los labios hasta sacarse sangre, mas no echó ni una lágrima— como porque en la secundaria podía ver a su novia Teresita, una mulata a la cual se le adivinaban los senos portentosos que un día llegaría a tener. Ellos eran novios de conversar nada más, porque en aquella época ni pensar que una novia pudiera toquetearse mucho.

Lázaro también llegaba temprano a la escuela para conversar con Juancito y Angelín; ellos siempre sabían donde habría una fiesta el fin de semana. Las fiestas se daban en las casas, pues el pueblo carecía de lugares donde los más jóvenes pudieran divertirse. Ellos no tenían dinero y en el único cabaret que existía cobraban la entrada y la cerveza no abundaba; había que comprar ron y era muy caro. En esos lugares se les consideraba menores de edad y no los dejaban entrar. Por tales motivos, se conformaban con que hubiera fiesta en alguna casa del pueblo. Lázaro, Juancito y Angelín se sentaban en un banco del parquecito interior, o en el suelo, y planificaban como colarse en la fiesta. No siempre resultaba sencillo para ellos, sobre todo si la fiesta la celebraban en la casa de algún blanco. Juancito y Angelín tenían la piel clara y el pelo se lo estiraban con un peine caliente; si dentro de la casa había alguno de sus conocidos, les resultaba más fácil convencer a los dueños de que sólo querían bailar, las cervezas no les importaban y no eran unos muchachos alborotadores. El asunto más peliagudo era lograr que Lázaro pudiese entrar.

Estaban en segundo año y continuaban siendo amigos inseparables. “Si no te dejan entrar nosotros también nos vamos”, decían Juancito y Angelín cuando se les dificultaba llegar hasta un patio o una sala donde se bailaba algún danzón o un bolero. Rock anda roll y jazz jamás aprendieron a bailar: esa música no se escuchaba en un baile de personas decentes. Lázaro vivía feliz a pesar de que algunos fines de semana tenía que conformarse con subir al parque y girar interminablemente a su alrededor; pasaba junto a Teresita, le guiñaba un ojo, le sacaba la punta de la lengua y hasta rozaba su mano cuando la tía que invariablemente la acompañaba se entretenía saludando a alguna conocida. Una mañana, Teresita esperó a Lázaro en la entrada de la escuela. “Ya no te quiero”, le dijo simplemente y salió corriendo hacia el aula. Al día siguiente él supo la verdad: era novia de Juancito.

La traición de Teresita y Juancito lo anonadó. Primero comenzó a dudar de los amigos, luego de todos. Se encerró en una concha, no hablaba con nadie, no salía a merendar, se quedaba en el aula pensativo y se dijo que al terminar la secundaria no continuaría estudiando. Al siguiente año, llegaron al pueblo dos muchachas. Alegres. Una alegría bullanguera que las mezclaba con desparpajo entre los grupos de varones de la secundaria. Cuando entraron al aula, Lázaro se fijó en Yarissa. La otra tenía las piernas delgadas y las caderas más estrechas; a esta, Lázaro le caía mal: lo llamaba el negro piensamucho y Yarissa se molestaba. El muchacho le simpatizaba. “Bonito y facciones finas. Lástima el color y el pelo”, pensaba. Se estableció entre ellos una confianza que hizo modificar el carácter de ambos. Se hacían todo tipo de confidencias aunque sin perder cada cual su libertad. Lázaro deseaba perderla. Ya había aprendido en las conversaciones con los de mayor edad cuánto podía disfrutarse de una mujer sin llegar a perjudicarla. El no quería perjudicarla. La deseaba virgen para la primera noche, pues estaba decidido: comenzaría a trabajar y le propondría matrimonio. Estudiaban muy juntos en la biblioteca escolar y todos suponían que eran novios. “Cómo me gusta”, pensaba ella cuando él interrumpía la explicación que estuviese dándole para decirle las palabras más hermosas que jamás había escuchado; él con palabras, ella en el pensamiento, construían un castillo en la cima de las nubes. En su casa, Lázaro acariciaba el anillo que le había quitado de uno de sus dedos. Lo acariciaba y en realidad la acariciaba a ella. La madre descubrió la prenda y asustada le preguntó: “¿Te la robaste?” El se molestó. No podía explicarse que la propia madre confundiese la señal del amor con la de un delito. Le hubiera gustado que ella fuese como otras madres a las que podían confiárseles los sentimientos más profundos, como decían Juancito y Angelín que hacían con la madre de ellos. Lázaro no temía su incomprensión, sino que lo comprendiese tanto que le prometiera prepararle un bilongo para rendir a Yarissa a sus pies, como aseguraba que podía hacer.

Yarissa despertó de su sueño. Pasaba un día cerca de la clínica de maternidad y se detuvo. Los niños podrían tener pasas. Qué va. Se acabó. Esto es imposible. Esa misma tarde le exigió que le devolviera el anillo.

Cuando la secretaria de la escuela lo entrevistó en privado para llenar una planilla, a la pregunta: “¿Qué vas a estudiar?”, contestó: “Quiero ganar dinero para independizarme de mi casa”.

Empezó el nuevo curso y el hermano mayor le escribía desde Miramar. “Nos dan pase cada quince días”, le hizo saber en una oportunidad. Lázaro le respondió que no le importaba, pues aquí era libre de ir donde se le antojara, sin depender de esos instructores militares a los que podía engañarse pidiéndoles permiso para llegar hasta la enfermería y sacarse una raíz cuadrada de un pie.

Durante las vacaciones, el hermano mayor trataba de convencerlo para que se fuese a estudiar con él. “Aquel sí es un pueblo grande”, le decía, “con muchos lugares donde ir y no como aquí que el único sitio es el parque donde uno se marea de tanto girar, y si está conversando, a las ocho hay que enmudecer porque las campanas de la iglesia se tragan las palabras”. Para darse ánimos, le contestaba: “Yo estoy mejor que tú, porque gano dinero y me independicé de la casa”. Sabía que no era cierto. Había empezado a trabajar como ayudante de cabillero junto al padre en la construcción del hospital nuevo, pues ya las camas no cabían en el antiguo Hospital Civil. Lo terminaron en pocos meses y empezó a viajar hacia Punta Martinas, Loma Alta, Las Algarrobas y El Resedal, donde también se construía, y no regresaba hasta el fin de semana. Los sábados, el padre se emborrachaba. Lázaro no; acaso, unas cervezas con algunos conocidos —amigos nunca decía— en cualquier bar. De paso siempre, sin llegar a intimar con borrachos que juraban fidelidad eterna y al día siguiente no conocían a aquellos que habían pagado los tragos.

En las mujeres ya no buscaba el amor sino la complacencia. Pero no por ello cedió a los reclamos de Teresita. Una noche, cuando venía del hospital nuevo donde había ingresado al padre atacado por la cirrosis hepática, ella lo vio pasar cerca del banco del parque en el que se hallaba sentada. Estaba allí para ofrecerse a sus antiguos compañeros de una niñez adolescente. Lo llamó. El corto vestido permitía contemplar sus muslos, de piel aceitunada y sin arrugas. No le gustaban las canciones de victrolas donde partía un barco dando un pitazo. No le gustaban las canciones. Le gustaban los hombres. Y tú me gustas, le dijo a Lázaro. No estaba borracha. El hablar era pausado y sereno. No había pasión en las palabras. En los ojos se adivinaba el deseo. Tomó una mano de él y la llevó a los labios. El la apartó sonriente, borró la marca del creyón y se puso de pie.

El padre no pudo resistir el ataque de la cirrosis y se fue consumiendo al punto de que Lázaro podía cargarlo como un niño. En el cementerio, un espiritista de renombre en Los Cocos repitió en varias oportunidades que se cumplía la voluntad divina al llamar hacia el seno de Dios a quien fuera padre ejemplar, hijo amantísimo y esposo abnegado. Aquellas palabras dejaron a Lázaro molesto consigo mismo. No podía permitir que en un futuro alguien pudiese rodarlo como una moneda falsa. Abrazó a los hermanos y a la madre cuando los sepultureros acabaron el trabajo; comprendió que estaban a punto de perderla a ella también, pues al sostenerla en sus brazos sintió las carnes fláccidas y la cantidad de años que le caían encima.