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Capítulo 1 de ATRAPADOS POR EL VICIO

Autor: Andrés Casanova

 

 

 

Capítulo 1

Jamás pensé utilizar los recuerdos para exorcizar a mis fantasmas, y es que en alguna medida la muerte de Armando del Real resume todas las muertes ocurridas a mi alrededor e incluso, aquellas lejanas a mí que no solo no pude evitar, sino también que no imaginé o por el contrario, ocurrieron porque otro como yo no supo (o no pudo) llegar a tiempo para que al menos en ese instante no sucediera. Aunque por supuesto, tampoco lloré por la muerte de Armando del Real.

Mi sentimiento de culpabilidad quizás fueron más bien mis estudios universitarios, porque según explicaba en sus clases el doctor Abel Morales Azcuy, era una obligación inexcusable del policía investigador poner en conocimiento del fiscal los hechos apenas iniciara las actuaciones y además atenerse a los términos legales durante la etapa de las diligencias de prueba así como otros deberes que pasaban a segundo plano para mí cuando yo metía los ojos dentro de mi trabajo y no era capaz de sacar la nariz ni para respirar.

Son tales sentimientos los que me han llevado a desempolvar ciertas notas que fui tomando en mi agenda alternativa, esa cuya ubicación sólo conocía Ana Julia, y darlas a la luz aunque no de manera textual, porque entonces los posibles lectores no entenderían ciertos códigos que en forma de abreviaturas suelo escribir en tales casos; no me queda otra alternativa entonces que creer que soy un escritor de verdad y que me encuentro en condiciones de contar una trama basada en una historia.

Basta de exordios y vayamos al grano, porque es la única forma que tengo de exorcizar esos fantasmas de que hablé y que todos tenemos, como me sugirió al que le dicen Santiago el Rojo aquella tarde que de manera encubierta fui con él a psicoanalizarme creyendo que sería la forma más directa de penetrar en el mundo de la droga en esta pequeña ciudad con ínfulas de ser grande.

Seis meses antes, llegué aquí cargado de ilusiones y de planes, pues después de graduarme en la academia de cadetes me mantuve en puestos subalternos hasta que concluí los estudios universitarios y entonces me decía a veces sin creerlo, o se lo confiaba a mi mujer cuando despertaba en las madrugadas y el insomnio me obligaba a acariciarla más allá del deseo, ¿te imaginas?; ahora soy un licenciado en Ciencias Jurídicas.

–Capitán –me dijo el coronel Altuna cuando me recibió en su oficina, amplia, amueblada con sillones donde uno se hundía y hubiese podido dejar allí todo el cansancio de noches sin dormir esperando algún alijo de droga en la costa–, a partir de hoy se hará usted cargo de los casos que venía llevando el teniente Lorié.

Así de manera tan simple me instalé en una oficinita que apenas rebasaba los cinco metros cuadrados, luego de haber entregado mis documentos oficiales en el área de personal.

Ahora tendría que preocuparme por el traslado de mi esposa y los niños hasta este lugar, un sitio que los habaneros llamamos el campo porque se sale de los límites de Ciudad de La Habana y desde luego, lograr además mis propias relaciones con mis futuros compañeros de trabajo, llegar hasta un mundo regido por leyes diferentes a las de la capital cubana, allá donde lo más importante es el dinero, al menos en el reparto residencial donde vivía con mi esposa y nuestros hijos.

Aquí, apenas llegué varios compañeros me dieron la bienvenida, expresando su voluntad de ayudarme en todo.

–¿Sabes lo que es todo? –me preguntó un capitán que dentro de unos días sería para mí simplemente Reutis–. Que si necesitas que te laven los calzoncillos también puedes contar con nosotros.

Rieron al ver la expresión de mi cara más apropiada para una recepción oficial que para un encuentro entre compañeros de trabajo durante el horario del almuerzo, y después Reutis me llamó aparte. Sus dedos gruesos parecían enormes plátanos y la piel no era tan negra como para que pudiera decirse que era negro, sino eso que de manera eufemística llamamos en Cuba un jabao. En fin, que más parecía una de esas figuras de santos deformes que venden los negociantes de la fe en Shangó y Obatalá que propiamente un oficial de policía. Llegó con pasos lentos, a los que debería acostumbrarme con el paso de los días. Enemigo de los ejercicios físicos, el vientre abultado ponía en evidencia que es de esos individuos que prefieren la tranquilidad de una silla que el correteo por calles y caminos.

–¿Ya Altuna se entrevistó contigo? –fue directo, sin rodeos, como me gusta a mí que sean las personas.

Le expliqué que si entrevistarse con alguien significaba una taza de café de por medio, brindar de una caja de cigarros Popular que no acepté porque no fumo y algunas palabras de aliento tan generales como preguntarme por la familia, indagar acerca de mis perspectivas futuras teniendo en cuenta mi edad cercana a la juventud o interesarse acerca de cómo había dormido la noche anterior, entonces sí, el coronel se había entrevistado conmigo. Desde luego, yo cumplía con el principio de la compartimentación al no confiarle al capitán Reutis que con voz ordenadora el coronel expresó al final de nuestro encuentro, como para que no tuviera dudas: “Fíjese bien porque luego no quiero rollos, lo único que usted tiene que hacer por el momento es evaluar la situación objetiva de la droga en esta ciudad”. También obvié otras consideraciones del coronel, tales como los datos generales que me brindó acerca de Armando del Real y Santiago el Rojo, mientras con un movimiento ágil de la mano derecha tomaba una abultada carpeta de color verde y me la entregaba, advirtiéndome en tono de orden que contaba con setenta y dos horas para estudiar a fondo todos los documentos en ella contenidos.

–Altuna es una gran persona –rotundo, Reutis no me dejaba lugar para las dudas. El coronel llevaba cinco años aquí, y poco a poco fue acabando con ciertas prácticas que anteriormente llegaron a convertirse en algo tan normal como detener a un delincuente sin haber confeccionado el expediente o con el aporte de pruebas insustanciales. También cortó algunos procedimientos que ya eran rutinarios, como enamorar a la mujer de un detenido para precisar evidencias, llegarse hasta el lugar de los hechos y sembrar una gran cantidad de semillas de pruebas, la confianza excesiva en los agentes encubiertos y otras costumbres que fueron pasando de año en año por el tamiz de la indolencia sin que a nadie le importara. En definitivas, todos luchaban por el mismo propósito: acabar con la droga por el método que fuese necesario justificándose con aquella manida expresión de que el fin justifica los medios.

Altuna en cambio, según el decir emocionado de Reutis, era un jefe apegado a los procedimientos legales y no admitía la desviación hacia el terreno de la ilegalidad que combatíamos por razones del oficio policial. Días después le escucharía decir esto en varias oportunidades, y fue precisamente esta manera torcida de proceder lo que había sacado de este lugar al teniente Lorié, cuya historia completa no sé todavía a la altura de lo que llevo escrito si me atreveré a divulgar.

–¿Fueron esas las razones por las que me asignaron aquí en Las Tunas desde la Jefatura? –le pregunté interesado a Reutis al llegar a este punto de la conversación.

–Exacto –dijo mientras prendía un cigarro Popular–. El coronel en casos como el de Lorié siempre es inflexible.

Nunca llegué a conocer en realidad al mencionado teniente, porque lo habían trasladado hacia un trabajo de poca importancia en otra provincia; sin embargo, en todo momento su actuación fue desde ese instante un referente de lo que jamás aceptaría. Tantos años estuvo Lorié en este lugar, que conocía con igual profundidad a sus informantes personales, a los asignados centralmente a la agentura y a los propios traficantes y consumidores. Muchos delincuentes pasaban frente a él una o dos veces al año, o los visitaba para convencerlos de que no continuaran relacionándose con alguno de los fichados, de tal manera que en una oportunidad compartía con cualquiera de ellos una taza de café, en otra un trago de ron, hasta que un día lo llamó a conversar Yiseldis Molina, alias El Guapo, un joven de apenas veinte años al que llamaban algunos de sus compinches El bárbaro de la yerba.

¡Caramba, ya me estoy enredando en mis sofismas y en mi mala costumbre de brindare detalles que nadie me ha pedido! ¡Pero ya que Lorié en la actualidad me obsesiona tanto como me obsesionaba desde el mismo instante que el coronel Altuna me advirtió que por mi bien, debía huirle a los métodos empleados por este oficial cuya ejecutoria fue reconocida por él mismo, por Altuna, en ciertas oportunidades, les adelanto aunque de manera muy breve ciertas anécdotas que ahora mismo estoy leyendo en mi agenda privada!

El Guapo sabía que a Lorié no le importaban los traficantes menores, porque para ir detrás de ellos tenía a sus agentes, ni tampoco los tramposos a quienes controlaba por mediación de sus informantes que habían logrado penetrar en aquel mundillo de cosecheros y pasadores. A Lorié sólo le interesaban los que entre nosotros llamábamos los importantes, los grandes. Aclaro que para mí no existen delincuentes pequeños: todos tienen sus reglas de conducta similares, sus leyes, y por lo tanto el más insignificante puede resultar en determinados casos el más peligroso.

“Mire teniente, yo sé que usted así vestido de civil puede conversar conmigo aquí en esta carpita mientras nos bebemos unas cervezas”, comenzó diciéndole Yiseldis Molina a Lorié según la versión que recuerdo narrada por Reutis, aunque advierto que otros oficiales lo contaban de diferente manera.

Al poco rato de haber comenzado a conversar, el teniente Lorié aceptó beber una cerveza Bucanero porque en realidad hacía bastante calor, y con lo que ganaba al mes apenas podía costear la manutención de los dos hijos del primer matrimonio y mantener a la familia actual con tres hijos más.

El Guapo también sabía que al teniente le perjudicaba que los volviesen a ver juntos, le dijo para tranquilizarlo cuando ya habían bebido lo suficiente como para tratarse de una manera parecida a la amistad. Sin embargo, de ahora en adelante sería un hermano de Yiseldis quien se encargaría de entregarle todos los meses esta ayudita.

Y mientras pronunciaba la última palabra, metió la mano en el bolsillo, la movió en un arco que parecía un intento de agresión y ya Lorié tenía de manera inconsciente la mano derecha al nivel de la cintura donde la Makarov de reglamento con una bala en el directo le daba cierta sensación de superioridad, cuando comprendió que no se trataba de ninguna agresión. Los billetes, mal protegidos por un papel amarillento de los que antiguamente se utilizaban en bodegas para envolver ciertas mercancías y en farmacias donde eran utilizadas por los farmacéuticos de antaño con el objetivo de que al comprador no se les fuesen cayendo los medicamentos por el camino, le resultarían brillosos a los ojos de Lorié.

“Yo quiero fumar la pipa de la paz con usted, teniente”, sonrió El Guapo en el instante que depositó el papel amarillento justo al alcance de la mano de Lorié y su sonrisa franca que mostraba unos dientes perfectos desarmó por completo las defensas del oficial. “Es decir, mi teniente”, considero que debe de haber hablado Yiseldis con un dejo de sarcasmo, “que desde ahora todo dependerá de que usted escuche con calma los recados que le iré enviando con mi hermano y no interfiera en nuestro trabajo. Desde luego, no se asuste: de vez en cuando yo le regalaré a los que ya no nos son útiles y usted podrá alardear de que es un bárbaro combatiendo el tráfico de drogas en toda la zona oriental”.

Si después bebieron cinco o diez cervezas más, resulta irrelevante porque a fin de cuentas, yo soy de los que creen que un policía es un ser humano en nada diferente a cualquier otro, y si decide emborracharse esa es su propia decisión que a nadie incumbe. Incluso, el teniente hubiese podido echarse los billetes al bolsillo sin que le temblara la mano como le tembló cuando sus dedos oprimieron el paquete, o habiéndole temblado no atreverse a apropiarse de su contenido. Esto lo digo por una razón que todos conocemos constituye un universal lugar común: cada persona es un mundo.

Mientras un rato después Lorié permanecía encerrado en el baño de la casa, la mujer le gritaba improperios. Borracho de mierda, descarado, parece mentira que salieras a las siete de la mañana en la motocicleta Ural para la Delegación Provincial y te aparezcas a esta hora sin importarte si los muchachos bebieron leche o tienen ganas de tomarse un helado aunque sea de los que venden en El Yumurí que en lugar de leche lo que le echan en la fábrica de la ECIL es un agua sucia. Claro, con tus compinches siempre, esos policías de mierda con los que parece que resuelves todos los problemas; desayunas, almuerzas y comes en la Delegación como un rey y a nosotros que nos parta un rayo; pero lo que más me jode es que nunca habías venido borracho. ¡Estás vomitando como un puerco, como un puerco no, como una perra ruina! ¡Eso es lo que eres, flaco de mierda, pedazo de inútil, cabrón desgraciado, una perra ruina que se deja montar por todos los perros que te sopapean en la Delegación según imagino! ¡Porque aunque apenas conozco a dos o tres de allá, supongo que todos te consideran un mierda! ¡Porque hay que ser bien mierda para que yo te haya dicho que ya no te quiero, que estoy enamorada de Manolo, y todavía vengas a rogarme que te dé un baño para que se te quite la borrachera!

La mujer de Lorié se desgañitaba mientras a él le temblaban las manos. Sabía que su deber resultaba inexcusable: esperar al día siguiente sin tocar siquiera los billetes que luego de protegerlos con un pedazo de nailon escondió dentro del inservible y seco tanque de la taza del baño y llegar donde Altuna y decirle: “Coronel, necesito comunicarle algo de extrema gravedad. Los traficantes están tratando de comprarme”. Después, cuando llegara el momento del juicio contra Yiseldis Molina, alias El Guapo, podría testificar, responder las preguntas del fiscal y la defensa, aclararle algunos detalles al presidente del tribunal y sentirse orgulloso de no haber faltado al juramento que un día hizo frente a la bandera cubana.

Sin embargo, allí recostado contra la pared del baño mientras las ofensas de su mujer atraviesan la puerta sin que a él le importase cuán indigno era considerado por ella, el teniente Lorié está deseoso de descubrir qué precio le ha puesto El Guapo, aunque no se atrevió a contar los billetes.

–Durante dos años –dice en tono conclusivo Reutis–, el teniente nos estuvo engañando. Hasta que...

–Se cumplió –lo interrumpo– una verdad bíblica que dice: “Nada ha de andar oculto que no sea en alguna ocasión revelado”.

–Exacto –sonríe Reutis–. Y entonces llegas tú a ocuparte de ese digamos... tumor... que Lorié ha dejado en activo, reproduciéndose más allá de la voluntad de Yiseldis Molina, al que no hemos podido todavía agarrar por el cuello.