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ENTRE LA TIERRA Y EL CIELO (Nuevos Romeo y Julieta) (Capítulos 1 y 2)

 

  

ENTRE LA TIERRA Y EL CIELO

 

 

(Capítulo 1)

 

ELLA VISTE DE BLANCO Y MIENTRAS ESTÁ CANTANDO, COMPRENDO LO DIFÍCIL QUE ME RESULTARÁ LLEGAR HASTA SU CORAZÓN.  

Una aureola de limpieza la circunda, una hermosura que hasta ese instante no había conocido en mujer alguna. El pelo largo y bien cuidado, la piel de una tersura perfecta, y el tono cálido de la voz durante cada interpretación de las canciones que llaman alabanzas, me confirman que estoy enamorado de ella. Antes, prevalecía el deseo, los celos por saberla imposible para mí, la rabia porque su alegría juvenil me resultaba incomprensible, la envidia contra los jóvenes que la rodeaban en todo momento allá en su mundo encerrado entre cuatro paredes; en aquella época, me hubiera gustado hablarle con las palabras aprendidas entre los míos:  

-Eres demasiado hermosa para renunciar a los placeres de la vida.  

-No es justo que te condenes a una vida tan triste.  

-El amor entre los jóvenes no es prohibido. 

Era un tiempo en que mis deseos eran conducirla por mis caminos, apartarla de esas tonterías suyas que la mantenían amarrada a un supuesto destino ineludible. Papá y mamá sabían bien la historia de sus padres y la conversaban en susurros; desde pequeño, escuchaba sus comentarios sobre nuestros vecinos más cercanos en la época que permanecían aislados y apenas los visitaban cinco o seis personas mayores. Vivían exclusivamente de los productos del racionamiento y a veces sus almuerzos eran agua de azúcar y un pedazo de pan; vestían ropas de mucho uso y se les veía algo demacrados.  

Acabaron las canciones y ella fue hasta uno de los bancos donde la recibieron con sonrisas. Continuaba observándola desde mi posición, admirando sus redondos senos y la solidez de las piernas. Mientras el padre les dirigía la palabra a los demás con el micrófono en la mano, yo la buscaba a ella con la vista, luchando contra el obstáculo de las persianas, incómodo porque algunos que habían llegado tarde caminaban tratando de acomodarse en algún espacio disponible y me impedían disfrutar de la belleza de Rebeca durante breves segundos.  

Cuando yo era un niño, jamás vi ocupados todos los asientos. Ella entonces era una muchachita tímida.  

-Ven a jugar con nosotros -recuerdo que le dijo alguna de nuestras compañeras de aula un mediodía de aquellos en que salíamos bullangueros de la escuela.  

-No puedo -contestó Rebeca.  

Había tristeza en el tono de su respuesta. Yo me decía que las causas de su negativa eran la altivez y el orgullo por ser la hija del pastor de una iglesia, aunque mis compañeros suponían otras razones, por ejemplo: el padre de Rebeca no la dejaba juntarse con nosotros;  a ella le daba vergüenza su ropa de uniforme desgastada; no quería contagiarse con nuestras indisciplinas. Lo cierto era que aunque no iba a las reuniones del equipo, estudiaba cada tarde en aquel salón atestado de bancos que era la iglesia, mientras yo la espiaba por las persianas.  

En la época que estaba en la misma escuela que nosotros caminaba sin ese aire de mujer, propio de las demás compañeras de nuestra aula. Cuando hablaba, se refería a temas que nos daban risa: el amor entre las personas, no el amor sexual sino el fraternal; la bondad, el pecado, la maldad de los seres humanos y el infierno. Aquellas cosas las calificábamos de monsergas y considerábamos a Rebeca una tonta.  

Una tarde, entonces cursábamos el sexto grado, coincidimos durante un rato de regreso a nuestras casas. Fuimos los últimos en concluir una actividad escolar y no le quedó otra alternativa que caminar junto a mí. Ya entonces su cuerpo había reventado con todo esplendor, dejando atrás la niñez.  

-¿Sabes que eres toda una hembra? -le pregunté. Así me habían aconsejado mis hermanos mayores que debía decirle apenas se me presentara una oportunidad.  

Un auto pasó veloz por nuestro lado, levantando una nube de polvo que ensució nuestras ropas. De mi boca salió una palabra bastante ofensiva contra el chofer del auto.  

-No hables así, José Luis -me dijo, eludiendo contestar mi pregunta anterior.  

Desde ese mismo instante comencé a mirarla de una manera un poco distinta. Mis ojos empezaron a transformarse. Mis ojos. El cuerpo continuaba deseándola como desde el inicio, durante aquella noche en que soñé que éramos novios y ni mis padres ni los de ella se oponían. Un sueño que se repetiría una y otra vez durante la pubertad en que estuve sufriendo la agonía de no tenerla, sueño que me acompaña todavía ahora en la juventud, auque ya no es el fuego abrasador de antes.  

El tiempo fue pasando aunque yo no podía olvidarla; las ocasiones en que caminábamos juntos hacia nuestras casas, la lengua se me enredaba dentro de la boca y no podía decirle las palabras que según mis hermanos debían decírseles a las mujeres. En el aula, las demás muchachas hablaban a gritos, proferían palabras obscenas; les gustaban nuestros cuentos plagados de mentiras, frases soeces y manifestaciones de machismo. Ella parecía decirme que en sus oídos no entrarían ese tipo de palabras.  

Ahora estoy de nuevo observándola desde una persiana de la iglesia, vestida de blanco, más hermosa que nunca.

 

EL OJO INDISCRETO QUE REPITE EN DESORDEN

(JOSÉ LUIS)

Pensar en nada, vagar por toda la ciudad sin rumbo fijo, creyendo que la vida termina porque no aparece el amor, aunque el amor no es un sentimiento en estos días en que todos olvidan a demás, cuando el egoísmo los invade y sólo piensan en sí mismos, mirando pasar la vida en tanto se camina hacia la muerte. Son los pensamientos de José Luis mientras ve pasar los vehículos tratando de que no lo golpeen; ya nadie se acerca a él porque todos se han enterado que está enamorado realmente de Rebeca.

 

(Capítulo 2)

LA ESCUELA AL CAMPO ERA UN  TORMENTO PARA ELLA.

  

Mientras las demás muchachas gozaban de aquella libertad, del distanciamiento de sus padres, Rebeca sufría no por nostalgia sino debido al temor de juntarse con sus compañeras. Las de su brigada, las de su aula, las de la escuela toda, para fastidiarla contaban historias de noviazgos de una manera impúdica, repetían los cuentos de los muchachos que venían a visitarlas, revelaban intimidades con relación a la vida marital de sus padres; traían a colación junto al surco, en el comedor o durante la hora del baño, el tema del sexo; hablaban de modas criticando a aquellas que no se atrevían a subir las sayas más allá de las rodillas.  

Rebeca no lograba concentrarse en la lectura de la Biblia. A su alrededor, las otras conversaban alegres, ilusionadas con la fiesta que se avecinaba allí en aquella especie de campamento militar. Luego de un mes de vestir exclusivamente la ropa de trabajar en el campo, adornarse otra vez como mujeres les devolvía la sensualidad.  

-¿Viene Paquito? -preguntó una de ellas.  

-Me lo prometió -repuso la otra.  

-¿Ya no anda con Minerva?  

-Me prefiere a mí -le respondió su interlocutora arrugando el entrecejo.  

-No me estás diciendo toda la verdad -protestó su compañera volteándose para que la otra la ayudara a abrochar el ajustador.  

-Mira su último recuerdo -contestó con descaro la muchacha, colocándose de frente a la amiga. Rebeca no pudo evitar que sus ojos se detuvieran en el vientre de la compañera de aula y vio una especie de rosa morada que le rodeaba el ombligo.  

En la soledad del albergue, Rebeca trataba de concentrarse en la lectura de la Biblia sintiéndose contaminada por la música de metales que llegaba hasta sus oídos y le removía las entrañas; llorosa, se puso de rodillas en el piso rugoso.  

-Perdóname por estar pensando en José Luis -gimió. Afuera, la música continuaba su ritmo enloquecedor. Sus ojos llenos de lágrimas empezaban a recuperar el brillo que los caracterizaba.

 

EL OJO INDISCRETO QUE REPITE EN DESORDEN

(REBECA)

Pensar en nada, vagar por el templo vacío sin rumbo fijo, sabiendo cuán difícil es para ella desafiar los convencionalismos. Ya no se oculta  a sí misma que está enamorada de José Luis y a cada instante alguien viene a provocarla para recordárselo de alguna manera, para hacerla sufrir. Ahora mismo, la madre llega donde ella y se queda observándola admirada.

─¿Qué me miras? ─le pregunta a la madre.

─Estás lindísima ─la madre guarda silencio un instante, sonríe complacida y suspira─. ¿No viste cómo te miraba Armandito anoche durante el culto?

─Ah, mami, déjate de esas cosas, a mí Armandito no me interesa.

─Es un muchacho fiel a Dios y dentro de poco se gradúa de médico.

─No empieces otra vez

─¿Tienes algún examen mañana?

─De Literatura Española. ¿Papá está en la oficina?

─Está reunido  con la directiva de la Iglesia.

─Entonces me quedo estudiando aquí en el templo.