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Capítulos 1 y 2 de  LAS TRÁGICAS PASIONES DE CÁNDIDA MORENO

 

       

Autor: Andrés Casanova

 

 

 

CAPITULO 1

 

Ruedan los carros de manera esporádica por la avenida asfaltada; unos muchachos gritan y se escuchan los pasos apresurados de alguien, el estallido de vidrios al romperse y una risa colectiva.

Dentro de la pequeña sala iluminada por una lámpara de luz fría que cuelga del techo —las telarañas envuelven los tubos opacando aún más el ambiente; una de las cabezas de un tubo ha alcanzado una coloración negruzca— dos hombres conversan bebiendo de vez en cuando de unos vasos cuarteados.

—No me repitas esa estupidez —exige el más alto. Su ropa es de estreno reciente aunque los zapatos muestran evidencias de haber caminado mucho.

—¿Que este país es una mierda? —se pone de pie su interlocutor. Las chancletas de plástico rotas en algunos de sus bordes y el short deslavado le dan un aspecto de perdedor.

—¡Si me lo repites, me voy!

—Estoy cansado —hay rabia en el de las chancletas—; cansado de hacer colas a toda hora para lo que sea, desde comprar una caja de cigarros hasta comerme una hamburguesa.

De pronto, hacen silencio. En la esquina cercana se escucha el bullicio de una discusión. Las voces de varios jóvenes ofenden a un anciano que grita: “¡Partida de vagos, no sigan robando mis mangos! ¡Váyanse antes que llame a la policía!”. Se oyen las risas de los jóvenes y una palabra obscena que salta por encima de todas las voces.

—¡Si continúas protestando por tus mangos, te rompemos los vidrios de las otras ventanas! —lo amenazan.

—¡Atrévanse! —advierte la voz del anciano, una voz tambaleante, insegura.

Los dos hombres que están en la sala paralizan la discusión.

—¿Qué tú crees si salimos?

—¡No vayan a meterse! —viene desde el fondo una mujer con la bata de casa con unas cuantas roturas. Un niño pequeño la sigue con llanto lastimero—. Se trata del viejo loco de la esquina, que les niega los mangos a los muchachos.

Desentendiéndose del asunto, el del short envejecido por el uso llena de nuevo su vaso.

—Me siento mal —confiesa. La cara de pesadumbre no le impide alzar de nuevo el vaso y asegurar con mueca de asco—: ¡Oiga, este ron es especial!

Se entretienen unos instantes en comentarios sobre lo difícil que le ha resultado al de la camisa a cuadros hallar el ron; debió recorrer varias casas, indagar, ir aquí y volver hacia allá, rechazar una oferta por el precio excesivo, hasta que al fin encontró una botella que si bien no podía asegurarse que fuese barata, al menos demostraron guardarle algunas consideraciones como antiguo conocido.

—Desde luego, es caro —puntualizó el hombre elegante finalizando el tema y dijo—: Vamos a seguir con lo del guión para el programa radial del próximo domingo.

Leyeron de manera mecánica unas cuartillas; el más bajo de los dos de vez en cuando cometía errores de dicción y el otro, que seguía la lectura con la mirada, corregía sin mucho interés la falta. El primero se detuvo de pronto y comentó:

—Me preocupa la situación de Pedrín.

El vestido con el pantalón de color ceniciento aprovecha la pausa para prender un fósforo y encender un cigarro. Exhala una nube de humo que el otro agita con las manos; comenta que se alegra de haber alcanzado esta época con los hijos convertidos en unos hombres que tratan de vivir a su manera sin importunarlo, excepto algunos fines de semana cuando llegan con los niños bullangueros. En esas oportunidades, a él le llaman viejo y a la madre la acusan en broma de pretender matarlos de hambre riendo alborozados si ellos se enojan; en tales ocasiones, esgrime como pretexto ir a buscar algo de comer y luego de tomar bolsos y recipientes vacíos abandona la casa con la esperanza de comprar las mercancías sin esperar mucho tiempo.

—Lo de Pedrín es distinto —precisó el hombre del short cuando pudo interrumpir al otro. Se puso de pie para cerrar una persiana; los gritos y las risotadas de los jóvenes eran cada vez más estridentes y apenas podían conversar. Antes de sentarse de nuevo llamó en voz alta y desde el fondo la voz de su esposa le respondió sin mucho ánimo.

—Tráenos café —le ordenó a la mujer.

Lo de Pedrín era distinto según él. Toma el cigarro de su interlocutor entre los dedos y luego de retener el humo lo expulsa ruidosamente. Pedrín no había logrado disfrutar la vida, lo admitía; no resultaba fácil para un joven de dieciocho años adaptarse a la disciplina del Servicio Militar, rígida, plena de exigencias; no lo decía por la separación del hogar, pues desde pequeño fue muy independiente: los hijos de padres divorciados aprenden con rapidez a defenderse en cualquier medio por adverso que resulte. Devuelve el cigarro y lleva las manos al estómago, comprimiéndolo con fuerza; eructa con grosería, y acto seguido pide disculpas. Hacía unos meses los padecimientos estomacales venían robándole el sueño, cualquier comida por ligera que fuese le causaba malestar; los dolores eran frecuentes y padecía de diarreas.

Desde el fondo de la casa viene la mujer arrastrando unas chancletas fabricadas con zapatos viejos; la bata de casa raída deja asomar una piel cuarteada y poco atendida. Entrega un pequeño vaso humeante a cada uno de los hombres y ellos beben en silencio.

—Te hablaba de Pedrín —dice el hombre cuando la mujer se retira, cerciorándose sin disimulo de que ella está de nuevo dedicada a sus quehaceres.

Pedrín era un muchacho que sufría, dio a entender en un tono melodramático. Señala hacia fuera y lleva el dedo medio al oído.

—¿Oyes a esos? Tienen su misma edad; sin embargo, el mundo no les importa, todo lo contrario de la actitud que asume Pedrín.

Habló con virulencia contra los jóvenes aludidos, acusándolos de reunirse debajo del laurel para dedicarse quién sabe a qué trapacerías, fumar a escondidas de los padres y quizás hasta planificar algún atraco; a su hijo en cambio, le ordenaron subir a un camión luego de despedirlo entre discursos y música de guerra trayéndolo de regreso al cabo de unas semanas sin melena y un uniforme con el inconfundible hedor a monte.

—Allá se convertirá en un hombre de provecho —lo interrumpe el otro, pasando una mano por el pelo para corregir el peinado. Le recuerda que el tiempo apremia: deberán suprimir del guión todos los detalles señalados por el asesor como inadmisibles y entregarlo a Román bien temprano.

—Elimina esa canción —responde sin mucho interés el hombre delgado—. Parece colocada a propósito para criticar al gobierno.

El tono no es muy convincente, pero el de la camisa a cuadros tacha la línea indicada con un lápiz rojo.

—¿Por cuál la sustituimos? —indaga llevando el lápiz a la boca y mirando hacia un solitario cuadro colgado de la pared que representa un gallo fino con las alas extendidas en actitud de ataque, amenazando a un rival inexistente en la pintura.

El del short con manchas de pasta dental comenzó a abanicarse, valiéndose de los papeles que estaban leyendo. Estiró las piernas mientras enlazaba las manos detrás del cuello y obvió responder. Vuelve a mencionar a Pedrín; su madre se había convertido en poco menos que una prostituta luego de haberse divorciado de él y esto hacía sufrir a su hijo.

—De nada sirvió mi decisión de dejarles la casa que construí con tantos sacrificios y amarguras por culpa de la escasez —concluye el padre de Pedrín bajando aún más la voz y mirando hacia el fondo de la casa.

Su compañero golpea el piso suavemente y tuerce los labios, a la vez que lo mira, ladeando la cabeza. Que concluyera la historia sobre el hijo, dice algo incómodo, porque no soporta tantos rodeos; es necesario terminar el trabajo esta noche y apenas han llegado hasta la mitad.

El dueño de la casa nada responde; la boca permanece entreabierta, los ojos sin pestañear, un hilillo de saliva comienza a rodarle por la comisura de los labios. De momento, reacciona.

—No te importan mis problemas.

—Compréndeme, Pedro —dulcifica el otro la voz—, si mañana falla de nuevo el programa, tendremos de nuevo problemas con Román.

El nombre obró como un detonante para el más delgado, que estuvo ofendiéndolo hasta que su compañero, apaciguador, le dijo sonriente:

—Pero es nuestro jefe. Y ya conoces el refrán: los que somos inteligentes trabajamos y los que no, se meten a jefes.

Pedro menciona de nuevo sus padecimientos estomacales; desde hace más de un mes le resulta imposible comprar leche de vaca porque al precio que se la proponen no puede pagarla. Escarba con descaro dentro de la nariz y es más disimulado para concluir la acción. Está seguro de que las mayores dificultades de Pedrín giran alrededor de una mujer, porque cuando viene de pase no quiere regresar. Ni él ni la madre son capaces de imponerse a un muchacho que como él, desde los once años anda en acampadas, competencias de ciclismo y reuniones.

—Los muchachos de hoy en día empiezan a gobernarse en cuanto les cortan el ombligo —dice resignado y se pone de pie.

Fija la vista contra el suelo; menudean por el piso colillas de cigarro y pequeñas tiras de papel que sugieren el resultado de los juegos de un niño inexperto en el uso de las tijeras. Va hacia la persiana y la abre. El aire fresco circula y ya no se oyen gritos ni palabras obscenas. Mirando hacia la calle comienza a protestar justo cuando dos vehículos pasan frente a la casa, veloces, como si uno marchara en persecución del otro.

—¿Tú sabes cuál fue mi almuerzo hoy? —indaga rabioso.

El del pantalón gris y los zapatos desgastados también se pone de pie y apoyando una mano nervuda en el hombro del otro le advierte:

—Amigo, yo no soy el culpable.

El hombre del short vuelve el rostro y lo mira fijo. Ensaya una sonrisa, aunque solamente logra una especie de mueca.

Sentados de nuevo, leen y comentan el texto sin distraerse durante un rato. De vez en cuando tachan una palabra o un grupo de ellas y continúan adelante; al parecer no escuchan el cántico de la mujer desde un lugar más cercano a ellos ni los gemidos de un niño pequeño que clama por el padre.

De pronto, el hombre del short se levanta del sillón; su compañero, sobresaltado, corre en su ayuda, pero es rechazado con gesto poco amistoso. No es nada: uno de esos cólicos que con frecuencia debe soportar, el deseo de escupir toda la saliva que lleva dentro y las arcadas que le vienen entre espasmos y eructos.

—¿Tú sabes qué comí hoy? —indaga el dueño de la casa, ya más calmado, sin animosidad alguna. Más bien el tono le ha salido adolorido, aunque de un dolor orgulloso. La mujer de la bata raída se acerca, con el niño pequeño a horcajadas contra la cadera y en la mano libre un vaso similar a los que ellos tienen encima de una mesa.

—Felipe —comenta la mujer dirigiéndose al visitante—, me canso de decirle a Pedro: no bebas ron, y ahí tiene el resultado de no seguir mis consejos.

Pedro toma el vaso de agua que le entrega la mujer sin mirarla. Ocupa de nuevo su asiento y cuando ella se retira, murmura en tono de disgusto:

—Odia a Pedrín.

A ella nunca le ha simpatizado el muchacho, aclara. Ni cuando pequeño, cuando venía acá descalzo y en pantalones cortos desde la casa lejana, la besaba en la mejilla llamándola mamá y se ponía a su disposición para lo que necesitara; mucho menos ahora, cuando con su manera directa de hablar protesta por el desorden de aquella casa, el cariño del padre sólo para el más pequeño y las negativas a darle dinero para ir a fiestas porque no alcanza ni para cubrir las necesidades elementales.

—Odia a Pedrín —reitera.

El muchacho ha sufrido demasiado; casi se ha encargado de criar a esos cuatro hijos más pequeños de la madre llevándolos a cuestas como se dice, cada vez que ella ha quedado sola luego de haber largado al esposo de turno sin ceremonial alguno como hizo con él, puntualiza Pedro Garandel. Ya siendo adolescente, vinieron las dificultades en la escuela, las clases que no lograba entender, hasta que pudo salir a flote casi sin la ayuda de nadie.

—En realidad, yo tengo bastante carga con mi propia vida.

Pedro queda en silencio unos instantes, la mirada bailando en el vacío. En el acto comienza a esgrimir justificaciones: el exceso de trabajo, el tiempo que debe emplear en actividades inútiles, las reuniones a las que debe asistir. Y mientras tanto, Pedrín había comenzado a desarrollar un cuerpo de atleta, sin que él lograra explicarse cómo.

—El ejercicio en la escuela —sugirió el mismo Garandel con inseguridad. El niño un día ya no quiso salir con él cuando fue a buscarlo un domingo para ir al zoológico, tomar helados y montar en los caballitos del parque infantil; le contestó de mal talante que ya estaba muy crecido para esas boberías y lo dejó en el portal de la casa con la respuesta en la boca.

—El desarrollo de su cuerpo, se estaba convirtiendo en hombre —volvió a suponer Pedro.

El acné había empezado a brotarle en la cara, tersa hasta ese momento, y en varias oportunidades le formuló preguntas acerca de las mujeres. Fue la época en que comenzaron las discusiones entre ellos. Llegaba aquí, preguntaba por él y si había salido manifestaba su disgusto a la vez que decía venir en busca del cinto más nuevo, de un cigarro o de diez pesos para ir al dancing light.

El padre imita a su visitante, quien se pone de pie y camina hacia la puerta de salida. También fueron los tiempos del distanciamiento entre él y Pedrín, dijo con intenciones de continuar la historia sobre el hijo. Los ojos somnolientos del amigo miran hacia la oscuridad que de momento se ha convertido en tinieblas. Las malas compañías, los otros muchachos que se burlaban de él porque permitía la presencia del padre mientras esperaban los ómnibus con destino a la escuela. El amigo extiende la mano sin apenas hablar; sale hasta el portal, avanzando a tropezones. Era terrible perder el cariño de un hijo de una manera tan absurda, se lamenta Pedro. A lo lejos se escucha el estrépito de unos vidrios rotos y acto seguido unos pitazos que llenan la noche.

 

 

 

 

CAPITULO 2

 

Ruedan los carros de manera esporádica por la avenida asfaltada; unos muchachos gritan y se escuchan los pasos apresurados de alguien, el estallido de vidrios al romperse y una risa colectiva.

El auto se detiene frente a la casa marcada con el número dos, cercada con muros de hormigón unidos entre sí por ladrillos revestidos. El conductor del vehículo, un hombre de calvicie pronunciada aunque relativamente joven, queda unos segundos pensativo frente al timón. Cuando baja, observa un breve tiempo hacia el interior y antes de dar la espalda apaga el reproductor de DVD.

En la acera, se mantiene detenido, como dudoso de entrar por la verja de hierro que lo conducirá a lo largo de un pasillo de cemento hasta el amplio portal iluminado con lámparas fluorescentes circulares. Al fin echa a andar y abre el candado que mantiene unidas dos puertas de hierro más amplias, vuelve a ascender al automóvil y luego de maniobrar de manera diestra lo conduce hasta el garaje.

Después de apagar el motor sale y cierra con llave las puertas de hierro. Cruza un corto tramo de césped muy bien cuidado y camina por el pasillo de cemento.

En la sala besa en los labios a una mujer cuya silueta apenas puede advertirse por el estado de semipenumbra en la habitación; la única luz proviene de unas peceras que adornan las esquinas con sus animalitos coloreados jugueteando en el agua en busca de enemigos que tal vez nunca encontrarán.

—Enciende las luces —ordena el hombre con desgano mientras se deja caer en un acolchado sillón como si fuese un fardo inservible. Suspira y comenta en voz baja—: ¡Qué difícil se me está haciendo vivir en Cuba!

—¡Cállate, Gustavo, por favor! —se alarma la mujer. La expresión no es de dulzura ya sino de temor.

De pronto, hacen silencio. En la esquina cercana se escucha el bullicio de una discusión. Las voces de varios jóvenes ofenden a un anciano que grita: “¡Partida de vagos, no sigan robando mis mangos! ¡Váyanse antes de que llame a la policía!”. Se oyen las risas de los jóvenes y una palabra obscena que salta por encima de todas las voces.

—¡Si continúas protestando por tus mangos, te rompemos los vidrios de las otras ventanas! —lo amenazan.

—¡Atrévanse! —advierte la voz del anciano. Una voz tambaleante, insegura.

El hombre y la mujer que se encuentran en la sala se ponen de pie.

—¿Qué tú crees si salimos a averiguar qué sucede? —reacciona Gustavo.

—¡No te metas! —casi ordena la mujer—. Se trata del viejo loco de la esquina y los muchachos del barrio discutiendo de nuevo por los mangos.

Pierden el interés por el asunto y se concentran en sus preocupaciones. Gustavo suspira.

—Estás cansado —afirma la mujer al accionar el conmutador de la luz. Viste un ajustado short de una tela brillante, un pulóver con la inscripción Indiana en la zona donde los pechos sinuosos se elevan desafiantes y unos zapatos de piel artificial ocupados en toda su periferia por la marca de fábrica.

—¿Andabas fuera?

La mujer, sacudiendo con coquetería el cabello largo y perfumado, llega donde él y le acaricia la cabeza.

—¿No te das cuenta? —obliga al hombre a elevar la mirada—. Fui a casa de Pilar a darme un tinte.

El hombre se pone de pie, iracundo. Cuántas veces iba a prohibirle ir a la casa de esa mujer. Claro, así como actuaba Pilar era fácil vivir en Cuba: podía comprar los productos necesarios para su trabajo en el mercado negro porque existía gente que pagaba los exorbitantes precios impuestos por ella.

La mujer alzó los brazos. Que por favor hiciera silencio y la escuchara, no estaba en su consejo de dirección donde debía fustigar aquellos males hasta desenmascarar a quienes con la complicidad de uno o dos empleados menores introducían la mano dentro de la miel. La sonrisa de la mujer es contagiosa y el hombre comienza a perder la tensión cuando los dedos de ella terminan de desabotonarle la camisa.

—¿Y Cándida? —indaga él entre jadeo y jadeo, cerca del orgasmo.

—En el cine —contesta ella.

La botella, especie de recipiente enano y barrigón, casi está vacía. La mujer sirve licor de nuevo en las dos copas y cubre su desnudez con la sábana en un gesto de pudor tardío.

—¿Te acuerdas de cuando éramos novios?

La pregunta los conduce a una época no muy lejana; entonces comparaban la vida con un terreno sin obstáculos o un cielo siempre despejado; todo lo planificaron, desde la cantidad de hijos hasta los lugares donde pasarían cada año las vacaciones. El oficio de ambos constituía un punto de partida para los sueños, los viajes y la alegría. En aquellos tiempos era frecuente verlos salir cargados de equipajes y de ilusiones, en busca de aquello que nunca se atrevían a mencionar pero creían merecer a cambio de los años dedicados al estudio de una forma tesonera: la abundancia, las riquezas, dinero en grandes cantidades.

—¿Te acuerdas, Gustavo, de nuestra luna de miel? —pregunta ella de nuevo.

Había sido hermosa aquella etapa de sus vidas; una tarde, para huir de las maledicencias ajenas por las salidas frecuentes que hacían juntos por razones del propio trabajo, decidieron presentarse en el bufete y plantearle al notario el deseo de contraer matrimonio. Así de sencillo resolvieron el asunto, aburridos ya de tantos convencionalismos entre sus respectivas familias.

—A los seis meses nació Cándida —recuerda la mujer sonriendo pícara y él le toma las manos acariciándolas con ternura.

Mientras se escucha el sonido torrencial del agua al chocar contra el piso, el hombre sentado en la cama acaba de secarse los pies con sumo cuidado; abandona la toalla de felpa rosada encima de una butaca y va hacia el tocador. Frente al espejo, luego de acariciar la barbilla oprime suavemente con ambas manos una pequeña protuberancia amarilla; acciona un conmutador y la luz blanquecina le devuelve su figura más nítida, una figura donde las arrugas y la celulitis ya se ensañan sin compasión. Toma una mota, espolvorea talco por todo el cuerpo y en el momento en que sus dedos comienzan a destapar el frasco con una inscripción jeroglífica, la mujer lo aprisiona por la espalda cruzando sus brazos al nivel del pecho velludo. Él entrecierra los ojos. Aquella fragancia que se ha regado por la habitación al parecer lo enerva, porque se vuelve lentamente y acaricia el cuerpo desnudo de su compañera buscando el contacto de sus húmedos labios.

El congrí humea invitador y la salsa encima de la carne es abundante; los plátanos crujen al masticarlos el hombre. La mujer, sentada a su lado, sonríe complacida.

—Cocina bien, ¿verdad? —dice ella.

Gustavo menea la cabeza en señal afirmativa y bebe unos sorbos de jugo de manzana.

—Me gusta verte así, optimista —advierte la mujer, y deplora las oportunidades en que llega malhumorado a la casa, después de salir de las reuniones habituales.

—No es cierto, Trini —niega él desconcertado, deteniendo el movimiento del cuchillo—. La causa real de mis incomodidades es Cándida.

Trinidad se extraña. La muchacha al parecer ya no recuerda el romance con el hijo del vecino, asegura, porque ha retomado la costumbre de salir en compañía de las antiguas amistades y viste las ropas de moda, esas que les hacen afirmar a algunos que si Cándida aprendiese otro idioma, podría confundirse con una extranjera debido al color de su pelo y de la piel.

—No hables sandeces —la interrumpió Gustavo—. Bien sabes que aborrezco tales superficialidades.

A él le continuaba preocupando la actitud de Cándida, siempre en silencio, reconcentrada. Ya no era expansiva como antes, no le importaba siquiera disfrutar las películas sobre orquestas y cantantes extranjeros que él traía con frecuencia.

Desde las habitaciones del fondo comienza a escucharse el sonido de las vasijas de vidrio y del agua al vaciarse los recipientes. Trinidad no opinaba como Gustavo: lo que sucedía realmente con Cándida era que empezaba a convertirse en una mujer; ahora estudiaba hasta la forma de caminar; buscaba en las revistas de moda enviadas regularmente por la hermana de Trinidad desde España la longitud de los vestidos y hacía que Hermelinda adaptara las ropas a tales exigencias; hasta la manera de maquillarse constituía para Cándida todo un acontecimiento.

Gustavo deja de masticar y mantiene suspendido en el aire el tenedor con la porción de carne que chorrea una salsa aromática de un color rojo oscuro. Desde el fondo se oye cómo las vasijas metálicas derraman una música irregular.

—¿Por qué tanto ruido? —pregunta, interrumpiendo las explicaciones de Trinidad.

—Mañana le diré que te molesta —contesta ella mientras le sirve más jugo.

—Te equivocas con Cándida —disiente Gustavo, acabando de masticar la carne para beber de nuevo.

Según él, Cándida es una muchacha soñadora, ilusionada con las cualidades que le supone al hijo de ese vecino de ellos, lenguaraz e hipócrita, quien no pierde oportunidad para criticar las buenas acciones de los dirigentes gubernamentales tildándolas de actitudes arribistas. Con tal padre, además abandonado de su propia persona, acostumbrado a no afeitarse durante varios días y vestido con ropas sucias, un hijo no podía ser sino lo que es ese vagabundo: un aspirante a perdedor.

—No podemos permitir las relaciones amorosas entre ellos —concluye autoritario Gustavo.

Las vasijas ya no chocan entre sí; ahora lo que llega desde las habitaciones del fondo es el roce de un hierro contra el piso cuyo eco se escucha amortiguado en el lugar donde se hallan el hombre y la mujer.

—Ella es demasiado orgullosa para cambiar el amor del capitán Requenas por el de un simple soldado —dice apaciguadora Trinidad y sonríe cuando Gustavo abandona un momento el cuchillo para acariciarle los dedos donde varias sortijas brillan al reflejarse contra ellas las luces de las lámparas.

Ahora se escucha cómo exprimen el agua y tintinea de nuevo el hierro.

—Es insoportable —comenta el hombre.

—¡Hermelinda! —grita Trinidad, incómoda. Le responde a lo lejos una voz cansada y ella indaga autoritaria—: ¿Podría hacer silencio mientras Gustavo come?

Aunque nadie responde la pregunta, a partir de ese instante en el interior de la casa finaliza todo tipo de ruidos. Ahora Trinidad y Gustavo conversan sin interrupciones. Quizás resulte conveniente, opina ella, aprovechar los meses de verano para enviar a Cándida a la playa o a cualquier otro sitio que pudiera interesarle; también sería recomendable incluirla en alguna de las excursiones o hablar con el amigo de la embajada.

—¿Te refieres a Madrazo? —la interrumpe Gustavo y acto seguido bebe la última porción de jugo.

—El agregado cultural —dice ella, señalando hacia el recipiente.

—Exacto —afirma Gustavo, mientras niega con la cabeza el ofrecimiento de la esposa de servirle más jugo.

Los comentarios sobre México y en particular acerca de Acapulco los hace ella en voz baja, mirando de vez en cuando hacia el fondo.

—¿No me aseguraste que Hermelinda es de confianza? —se extraña Gustavo.

—Nunca se sabe con esta gente de campo —justifica la mujer.

Cuando escuchan unos pasos renqueantes que se acercan, le dan otro giro a la conversación. Hablan sobre la necesidad de que se adopten medidas severas contra los delincuentes y abogan por educar a los jóvenes en el respeto a lo ajeno. La anciana los interrumpe señalando respetuosa hacia los platos; que si ya puede recogerlos.

—Sí, Hermelinda —contesta Trinidad volteando el busto para mirarla a los ojos, mientras las aletas de la nariz se le ensanchan y aprieta con fuerza los labios. A lo lejos se escucha el estrépito de unos vidrios rotos y acto seguido unos pitazos que llenan la noche.