Capítulos 1 y 2 de LA FIEBRE DEL ATÚN
Autor: Andrés Casanova
UNO
Al llegar frente a la buhardilla, Alisio frunció los labios y continuaron asaltándolo los recuerdos. No le quedaba ahora el consuelo de años atrás, cuando no tenía la mirada pesarosa y al terminar la lectura de un libro se convertía durante un tiempo en uno de sus personajes principales, participando lo mismo de los sufrimientos de Calisto al rememorar los desdenes de su adorada Melibea, como formando parte de las huestes que al mando de Federico el Grande invadían Bohemia. Ahora debía conformarse con los viajes al estilo del que emprendió a la edad de tres años: lo buscaban las hermanas por los rincones de la casa; el padre lo llamaba a gritos; el hermano mayor desanduvo las calles del barrio preguntando a conocidos y desconocidos, aclarándoles a estos últimos que se trataba de un enclenque con un pie torcido, y la madre fue hasta la casa de los suegros por si el muy canijo había ido en busca de granadas, que tanto le gustaban. Al cabo de las tres horas apareció enterrado en el basurero que había cerca de unos naranjos plantados por su padre en el fondo del patio, con la boca retaqueada de mierda y una expresión placentera en el rostro mientras acunaba en sus bracitos de fina piel una gallina a punto de expulsar un huevo.
Se rascó la cabeza y entró a la buhardilla. Luego de colocar la maleta encima de una mesa algo desequilibrada, se dirigió a la cama de hierro con pintura desgastada donde pensaba dormir el resto de su vida sin verse obligado a soportar las impertinencias de la familia: el llanto frecuente de la madre porque en aquella casa nadie agradecía a Nuestro Señor y Salvador Jesucristo su mediación ante el Altísimo para que concediese el pan de cada día; las borracheras del padre, quien conseguía el alcohol en el mercado subterráneo a precios impagables y llegaba a la casa casi entrada la noche, violento, tambaleante, gritando ofensas y palabras obscenas aunque sin atreverse a mencionar nada relacionado con la política; las protestas de las hermanas por vivir en aquella casa de techo mugriento y paredes descascaradas, atestados los fregaderos de vasijas sucias y los lavaderos de ropa de hombres, sudada y con tufo a bajas pasiones.
“¡Son unos puercos!”, se quejaban las muchachas cuando descubrían las manchas amarillentas en los calzoncillos.
“¡Por leer esos asquerosos libros!”, les decían a los hermanos, refiriéndose a El burro y la doncella y Mi adorada Inés.
Y como el mundo de los libros era intocable para el honor de Alisio, odiaba a las hermanas.
Al hermano lo consideraba un enemigo. Graduado en la Escuela General de Contaduría, no desperdiciaba oportunidad para demostrar a la familia todo lo aprendido en materia de presupuestos. Organizaba los gastos de la semana hasta el último céntimo de tomín, desechaba la compra de algunos alimentos con el argumento irrebatible de que contribuían a la obesidad, y a las hermanas solo les permitía el uso de ropas pasadas de moda.
“La salud no depende de la comida”, aseguraba desde su altura principesca cuando Alisio protestaba por la sopa donde navegaban unos fideos solitarios.
“Las modas actuales arrastran a las mujeres hacia la prostitución”, afirmaba sentencioso si las hermanas manifestaban el deseo de comprar alguno de los trajes confeccionados en Modas Mayestáticas.
Los abuelos paternos visitaban la casa con frecuencia y la mayor parte de las veces estas visitas provocaban discusiones familiares después que se marchaban. La madre se echaba a llorar porque los hijos se burlaban de misas, escuelas dominicales, sermones y homilías.
“La salvación del hombre está en la tierra”, cerraba la discusión el padre, enemigo de cultos y adoraciones.
Los tíos y los primos también molestaban la tranquilidad buscada por Alisio para entrar en el mundo de los sueños. Aunque en los últimos tiempos se limitaban a saludar y continuar de largo, siempre existía el peligro de que volvieran a repetir la costumbre de la época en que una esquina de la sala la ocupaba el enorme radio Phillips comprado en Almacenes Álvarez: los tíos, a husmear en los libros que Alisio mantenía ordenados en un estante y después de arrellanarse en una butaca, hablar acerca de la guerra del Guasmo en la que morían jovencitos mandados por generales cuyos hijos no iban al frente de batalla; los primos, a sintonizar una estación donde se escuchara la escandalosa música que convertía la casa en un pandemonio.
Mientras se levantaba por un instante de la cama, Alisio dudó si en realidad había abandonado el hogar a causa de las impertinencias de la familia. Prendió el bombillo que colgaba de una viga del techo, una luz amarillenta inundó la habitación y desplazó el reflejo de la luna a través de la única ventana de la buhardilla. Volvió a acostarse bocarriba, aún sin desvestirse, y mientras sus manos jugueteaban con un libro, abriéndolo al azar en páginas que no se molestaba en mirar, trataba de explicarse por qué se encontraba en aquel lugar.
Esa misma tarde el padre había llegado a la casa con olor al alcohol del que se hartaba al finalizar su trabajo en la cigarrería Álvarez. Alisio leía en un grueso tomo que Amadís partía alegre del lado de Urganda la Desconocida por dos motivos: uno, por saber que su hermano acababa de armarse caballero y dos, porque iba a acercarse al lugar donde se hallaba su adorable Oriana. Acostumbrado como estaba a las borracheras del padre, en lugar de escuchar sus ofensas colocó el libro encima de las piernas y mientras sonreía observando el destrozo de figuras de yeso, cuadros con fotos familiares y otros adornos hogareños, pensó que su gran desgracia consistía en no contar con un hermano capaz de cubrirse la cabeza con un yelmo, levantar una lanza y clavar las espuelas al caballo para enfrentarse a Arcalaus el Encantador. Su hermano, de pequeña estatura y cara corronchosa, estaba amasado con una pasta constituida por cálculos de gastos en operaciones de compraventa, y no podía formar parte de la Sagrada Orden de Caballería porque no era capaz de salir en busca del Santo Grial.
Las hermanas y la madre contemplaban angustiadas aquel destrozo, sin acercarse; los abuelos paternos desde la puerta de entrada, recién llegados, miraban atónitos la escena.
El padre vociferaba. Era cierto lo que había dicho unas noches atrás el mayor de los muchachos: Alisio era un descarado, solo entregaba cien tomines destinados al mantenimiento de la casa a pesar de que le habían aumentado el sueldo en un veinte por ciento gracias a las negociaciones entre el Gremio de Periodistas y el Patronato de la Prensa. Ellos, en cambio, los esclavos de la Compañía Álvarez, tenían que mamársela e ir sobreviviendo a pura muerte. Finalmente, acercándose al sillón donde se hallaba Alisio, lo señaló con un dedo y continuó vociferando contra ese gran sinvergüenza: apenas conseguía un jodido tomín, salía corriendo hacia la librería de Trucman González o invitaba al otro atorrante, a Manuel, a beber unos copetines en El Sótano o en los salones de la Sociedad de Recreo.
“¡O entregas doscientos tomines este mes o te largas!”, tronó el padre, con la mirada de odio y el cuerpo balanceante.
Sus hijas, al borde del desmayo, emitieron un chillido amanerado y comenzaron a consolar a la madre, quien sólo atinaba a mirar en dirección al techo y a quejarse ante un invisible San Juan Apóstol de que en aquel hogar vivían en las tinieblas. Cuando la madre comprendió que padre e hijo pasaban de las amenazas a la acción, se liberó de las hijas y encarándose con ambos, intentó explicarles que el amor no debía prodigarse de palabra sino de obra. En el colmo del paroxismo, agitando los brazos hacia lo alto y pateando el piso, conminó al hijo a soltar el cenicero de las manos y a su marido le advertía que no se atreviera a usar el cinto.
La pelea no adquirió consecuencias dramáticas gracias a la intervención del abuelo.
“¡Basta!”, ordenó con voz atronadora y hasta la abuela cesó en el parloteo y las controversias contra la nuera.
Eso dijo el abuelo con palabras. Con el gesto fue más elocuente: los brazos en jarras, la respiración agitada y la mirada valiente. Su rostro arrugado y serio no admitía réplica alguna. El padre masculló varias indecencias mientras se retiraba hacia las habitaciones interiores. Alisio colocó el cenicero con mucho cuidado encima de la mesa auxiliar tratando de no dañar el cristal y, con disimulo, recogió el libro del piso, buscó la página marcada y volvió a sentarse fingiendo que leía. Las mujeres optaron por replegarse, aunque la abuela apretaba los dientes y el abuelo sabía que su enérgica intervención le costaría más tarde pedirle perdón de rodillas con el argumento de que no había sido su intención humillarla, sino evitar una mundanal bronca en la familia. Por el momento, sin embargo, el abuelo era el héroe de la tarde.
Cuando la madre entró a la sala para avisarle a Alisio que ya la sopa estaba servida, él no se encontraba. Había decidido marcharse de la casa.