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Fragmento de la novela LA MANZANA DORADA DEL EXILIO

 

Autores:

Ricard Reig Vidal (escritor español) y Andrés Casanova (escritor cubano)


 

Novela terminada. Este capítulo fue escrito por Andrés Casanova.

 

 

 

Capítulo 2

Llevo más de treinta años trabajando como investigador policial y en cierta medida de tanto mirar la muerte, mi corazón se ha ido endureciendo al extremo de que a veces pienso que en su lugar tengo una piedra; quizás con el propósito de demostrarme a mí mismo que a pesar de eso seguía latiendo, le insistí a mi jefe para que me dejara llevar el caso de los españoles.

Cuando llegamos al lugar de los hechos, vi de inmediato algo bien extraño: la posición del brazo del cadáver no era la habitual en un accidente. Se lo comenté a Anisio Vargas, el subteniente que fungía como mi ayudante, y él me preguntó con una especie de aire bobalicón:

–¿Por qué tú lo sabes?

Tuve deseos de responderle que lo sabía porque lo sabía, ensayando así una de esas definiciones tremendistas de un libro sobre filosofía de la realidad virtual que estaba leyendo, en el que cada definición emplea diez veces la misma palabra que nombra el concepto. Sin embargo, me contuve. Anisio apenas tiene veinticinco años y resulta abusivo que un viejo de cincuenta lo maltrate por no haber logrado adquirir experiencia respecto a la posición de los cadáveres.

–Fíjate en el ángulo que forma el codo respecto al vientre  –observé, y el muchacho me miró una vez más como si estuviera oyendo hablar a un oráculo. Yo tenía fama entre los investigadores de ser excesivamente sagaz, y jamás había dejado de resolver ninguno de los casos que me entregaban. Le pedí a mi ayudante que revisara los bolsillos del cadáver.

–Salvo el pasaporte –me dijo Anisio– no hay más nada.

–No hay nada más –le rectifiqué, porque me gusta que mis ayudantes hablen correctamente el español, evitando las incómodas anfibologías a las que se prestan constantemente el su, y palabras como él y ella. Anisio me miró con cara de lástima.

–Juan Carlos Primelles Ortiz –leyó él, tratando de proyectar correctamente la voz para que yo lo escuchara, porque a nuestro lado los diferentes especialistas de la brigada de criminalística pasaban una y otra vez, conversando entre ellos y convirtiendo el lugar en lo que llamamos vulgarmente una olla de grillos que es como decir un pandemonio.

No le dije nada a mi ayudante, porque desde luego soy un tanto vanidoso y otro tanto precavido. Mi vanidad me lleva a divulgar todos mis triunfos, mi precaución me conduce a no divulgar aquello de lo que no estoy seguro. Y yo no estaba seguro que aquel viejito con cara de persona circunspecta, algo así como de profesor universitario, fuera a tener una mezcla de nombre de rey con apellidos de estrella de béisbol. No, este tío español, como diría otro español, no podía llamarse Juan Carlos Primelles Ortiz.

–Ordena que lo recojan todo –le dije a Anisio y me recosté en el guardafango trasero del Nuevo Polo que me tenían asignado para mis funciones oficiales. Para meditar. Para razonar aquellas extrañas circunstancias de un turista muerto en un lugar que históricamente no había ocurrido jamás un accidente. Yo había revisado con calma el estado técnico del vehículo y además conversé con los mecánicos de la empresa Rent a Car que se encontraban por allí en espera de que ordenáramos recoger el campamento para llevarse el vehículo destrozado.

–Los frenos estaban perfectos –me había asegurado el jefe de la brigada hacía unos instantes.

Aquí tiene que haber gato en jaba, me dije mientras recordé que Sherlock Holmes usaba una pipa o un violín para estos casos de deducciones misteriosas y de pronto me sorprendí fantaseando. Si yo fuera Holmes, necesitaría a un Watson viejo y regordete, y no a un imberbe más flaco que una chiva con diez días de hambre como este pobre Anisio, que de tan melindroso apenas comía nada.

–Jefe, ya todo está listo –dijo Anisio acercándose donde yo estaba.

–Pues vámonos –le respondí secamente, a sabiendas de que es en extremo susceptible y cuando le hablo en ese tono, se sume en el más absoluto de los silencios mientras maneja.

Yo aprovecho siempre los silencios de Anisio, incorregible parlanchín, para meditar.

Ahora mismo, mientras voy disfrutando de un paisaje casi cortado a cartabón, con árboles plantados de manera artificial a lo largo de la carretera hace poco menos de diez años, con sus hojas cubiertas por un polvillo tenue como consecuencia de la sequía, imagino lo que sucederá apenas entremos a la delegación. De seguro mi jefe me llamará a su oficina para decirme: “Ahí te espera un testigo voluntario; dice haber visto todo el accidente”. Y el testigo, una señora muy flaca y de una edad cercana a los setenta, sin que yo le formule ninguna pregunta dirá que ella no puede permitir ninguna injusticia y que le desagrada esto de los turistas buscando jineteras por nuestro país, porque manejan los automóviles que alquilan a una velocidad indomable. Desde luego, confieso que el adjetivo indomable es una especie de muletilla que emplea para todo mi compañero Anisio, de manera que los ríos son para él tan indomables como la esposa, a quien nunca le alcanza el dinero para terminar el mes.

Ya puesto a imaginar mis fantasías, pienso que con esa facha de viejito decente, y además por el hecho de que no andaba con ninguna de esas chicas morenas y delgadas vestidas de negro que pululan por el parque principal de nuestra ciudad, el señor Juan Carlos Primelles Ortiz obligatoriamente tiene que ser un profesor universitario madrileño y llamarse por ejemplo Rodrigo Sánchez Vitañas. 

–Para aquí mismo –le digo a Anisio cuando vamos pasando delante de la posta principal que protege la delegación. Él frena bruscamente y yo me bajo sin apenas mirarlo. Cuando entro a la oficina, mi secretaria Elsita Morejón me dice con su voz graznadora:

–El coronel Montespín lo espera en su despacho. Dice que ha aparecido un testigo voluntario del accidente. Se trata de una compañera como de setenta años que iba en un carretón de caballos y asegura que no hubo tal accidente.

Me encuentro a punto de soltar unas cuantas malas palabras, no por la coincidencia de mis pensamientos con la realidad, sino porque jamás he logrado saber cómo rayos Elsita Morejón logra averiguarlo todo.