Buscar este blog

Fragmento de la novela LA MUERTE DE UN TUMBADOR


Autores:

Giraldo Aice y Andrés Casanova


 

Novela terminada, aunque el escritor Aice determinó retirar su parte y Andrés Casanova retituló su parte ATRAPADOS POR EL VICIO. Este fragmento fue escrito por Andrés Casanova y corresponde al capítulo 2 de esta última.

 

 

 

Capítulo 2

Con el paso de los días mi vida comenzó a acomodarse. La compañía de Ana Julia y los niños en aquel apartamento de un edificio ubicado en el Reparto Las Cuarenta, rodeado de otros militares tanto de las Fuerzas Armadas como del Ministerio del Interior, ya me estaba haciendo sentir parte de este poblado con ínfulas de urbe cuya historia comenzaba a conocer en los matutinos diarios en la unidad, los programas de la emisora local y el telecentro que funcionaba durante dos horas al día. Poblado que tenía como al mayor de sus héroes a un severo luchador contra el colonialismo español desde mediados del siglo _XIX, que de no haber sido por el alzamiento prematuro de Carlos Manuel de Céspedes en su ingenio de La Demajagua se hubiese convertido en el pionero de la lucha por la independencia en la región oriental, según le oiría decir meses después de mi llegada al pueblo en más de una oportunidad a Nelson Caro en el club de ajedrez al referirse a Vicente García González. Este tal Caro también solía asegurar que a él y no a Víctor Marrero le pertenecía el nombramiento de Historiador de la Ciudad, desde luego no se encontraba nada bien de la cabeza.

Ana Julia, que sabía de mi celo por el cumplimiento del deber con excelencia, no sólo se ocupaba de mantener mis uniformes brillosos durante el tiempo que le dejaban sus obligaciones en el policlínico de la comunidad donde ya era conocida como la doctora Martínez, sino también me ayudaba a encajar en aquel medio tan diferente al de la capital. Sus consejos para mí eran de ayuda inestimable.

–Tengo necesidad de llegar donde uno que se dice psicoanalista empírico –le confié una noche luego del acto sexual–. Me imagino que ese individuo conoce lo suficiente el mundo de la delincuencia como para que se convierta en mi primer objetivo.

–¿Qué sabes sobre él? –susurró ella, con esa calidez que siempre me proporciona descanso cuando el trabajo policial me agota o la dureza del mundillo de los delincuentes me obstina hasta el punto de aborrecer el uniforme que en tales circunstancias me deprime vestir, y eso que para mí el uniforme es todo un orgullo no tanto personal como en el plano de lo ético, y aborrezco a esos que no les importa si traen las axilas sudadas o el cuello negro por el churre, y mucho menos que los grados hayan girado unos ángulos de su sitio. Para mí, si el uniforme no confiere autoridad no es más que un simple disfraz, una manera de fingir lo que no somos.

–Que en una oportunidad se entrevistó con un psicoanalista español muy famoso.

–¿Jorge Manzano?

–Ese mismo. ¿Acaso lo conoces?

–¿Quién no lo conoce en el mundo de la psiquiatría y la psicología cubana? Impartió varias conferencias durante los meses de julio y agosto del año pasado en La Habana, aunque pretendía impartirlas en esta misma ciudad que ahora estamos y no fue posible porque lo declararon persona no grata.

–¿Qué quieres decir con que lo declararon persona no grata?

–Que a alguien se le ocurrió suponer que era un agente enemigo, en un tiempo cuando todo extranjero que venía a una pequeña ciudad como esta se hacía sospechoso de ser agente enemigo.

–Supongo que sus razones tendrían para considerarlo un agente enemigo.

–No es enemigo de nadie, sino un genio nacido en una época equivocada.

–Aniuska, mi oficio me ha enseñado a no confiar a ciegas en las personas. Se ha dado el caso de hombres o mujeres que son considerados respetables, a quienes incluso se les rinden honores como trabajadores vanguardias y se les entregan certificados de reconocimiento e incluso se les premia de diversas maneras por sus méritos, y al cabo se llega a descubrir que se encuentran involucrados en un delito. Personas así no son más que un fraude.

–El que existan individuos corruptos como los que mencionas por haberlos conocido como resultado de tu trabajo, no significa que todos lo sean. Y en el caso particular de Jorge Manzano, es toda una eminencia, un científico del cerebro humano precisamente. Y si le hubieran permitido impartir sus conferencias en esta ciudad, hubieran salido ganando psicólogos, psiquiatras y pacientes de aquí. Te lo garantizo porque allá en La Habana yo pude disfrutar, como te digo, disfrutar de sus conferencias acerca de la mente humana y sus reacciones. Ah, y por favor, no me sigas llamando Aniuska, te lo he advertido más de una vez.

Luego de una larga discusión sin sentido entre nosotros por mi manera cariñosa de tratarla en la intimidad, intentó explicarme con más detalles el contenido de las conferencias de Manzano, pero yo le rogué que lo dejáramos para otro momento. Mi interés ahora se centraba en Santiago Igarza Iglesias o como él prefería nombrarse a sí mismo, Santiago el Rojo, escritor sin libros publicados y psicoanalista sin titulo alguno. Siguiendo las indicaciones de Altuna, yo solo me proponía en esta primera etapa de mi trabajo verificar hasta qué grado la información acumulada por Lorié resultaba confiable.

–¿Qué sabes sobre ese al que llamas psicoanalista empírico? –me pregunta mientras pasa su mano por mi sexo que comienza a responder de nuevo a las caricias de una mujer que pinta mi soledad con colores de optimismo.

–Lo que dice su expediente. Que es oriundo de Puerto Padre, un lugar que se encuentra a unos sesenta kilómetros de aquí y donde no existen andenes de llegada ni de partida. Este tal Santiago el Rojo estuvo cinco años preso por un delito económico pero como se trata de un individuo inteligente, incluso escritor, se convirtió en una especie de líder espiritual dentro de la cárcel, respetado por reclusos y carceleros. Ya cumplió por completo la sanción, aunque vive de esa historia de psicoanalista.

–¿No trabaja quieres decir?

–¿Qué empresa estatal acepta a un tipo que fue condenado a cinco años de prisión y además se considera a sí mismo un intelectual y no piensa como la mayoría?

–Pero algún trabajo podría haber encontrado.

–Le propusieron ayudante de albañil, recogedor de basura y obrero agrícola en la granja de La Veguita. No quiso aceptar ninguna de las tres opciones que establece la ley laboral en estos casos.

–Y se cumplió la ley.

–Tú sabes cómo es esa mierda. Decimos que al extinguir la sanción, el delincuente ha pagado la deuda que contrajo con la sociedad cuando delinquió.

–Lo que no pasa de ser una hermosa consigna repetida durante los aniversarios del Ministerio del Interior.

–¿Cambiamos el tema? A mí quien me interesa es Santiago el Rojo, no el exdelincuente que vive de cuanto trabajo ocasional se le presenta, sin tener en cuenta su legalidad. Incluso, hace de detective privado en el mundo de la delincuencia.

–¿Pretendes detenerlo?

–Necesito que me prepares una leyenda para ir a psicoanalizarme con él ahora que casi acabo de llegar y muy pocos me conocen en la ciudad.

–No pierdes la costumbre de arriesgarte, de desafiar el peligro.

–Tengo necesidad de enterarme cómo funciona acá el mundo de la droga, y una conversación con el psicoanalista me podría ayudar mucho.

–Los psicoanalistas generalmente no hablan –me advierte Ana Julia–. Se comportan como el oído del paciente que vive con fantasmas dentro de su cerebro oprimiéndole la vida.

–¿Son mudos? –sonreí, totalmente excitado. Uno de sus pezones en mi boca y una mano acariciándole el húmedo sexo, eran ya razones suficientes para que el psicoanálisis dejara de importarme.

–Sólo hacen alguna observación ocasional –escuché decirle a Ana Julia mientras rodaba su cuerpo hacia abajo–, pero jamás se inmiscuyen en las emociones del paciente. Digamos que el psicoanálisis practica la terapia de la catarsis.

–¿Siempre es así, quiero decir, siempre se mantienen prácticamente en silencio? –traté de enterarme antes de que el aliento comenzara a escapárseme de manera tan placentera, pero Ana Julia ya no habló más por el momento como si en realidad me estuviese psicoanalizando, aunque en realidad lo que sucedía era que su boca se mantenía llena de mí. Mientras acariciaba la rubia cabellera de mi mujer, todavía tuve tino para decirme a mí mismo que me convendría un diálogo con este individuo que se las estaba dando de detective privado y a partir de que lo pensé, decidí entregarme por completo a los placeres de ese instante.

 

Cuando terminamos de nuevo, Ana Julia se levantó yendo hacia el baño mostrándome sus nalgas de yegua fina. Ya de regreso, con el deshabillé negro que tanto me enerva, se tendió a mi lado. En casos como el de ahora, cuando se trataba para mí de comenzar desde cero, dominar los canales de la droga en la ciudad y de manera más concreta como me había indicado el coronel Altuna, elaborar una propuesta de estrategia a largo plazo para mantener bajo control a todos los relacionados con la droga; digo, en casos extremos como el de ahora, Ana Julia se convertía en mi mejor consejera.

–Dices que ese tal Santiago el Rojo hace tiempo realizó un encargo del hermano de Yiseldis Molina alias El Guapo.

–Exacto. Descubrió dónde se hallaba escondido Yiseldis que es uno de los importantes de la droga aquí, y lo llevó a la presencia suya, de su hermano quiero decir, para perdonarlo por no sé qué discusión entre ellos.

–El Guapo todavía continúa siendo un prófugo, creo que me dijiste hace un rato.

–Y Santiago se las sigue dando de detective privado. Ahora anda averiguando algo que todavía no sabemos de qué se trata.

–Ahí lo tienes. En este país la profesión de detective privado no está registrada entre las que se conceden licencia para operar por cuenta propia. Resulta ilegal.

–Es obvio. Lo sé mejor que tú. Tú eres doctora y yo licenciado en derecho.

–Déjame hablar. Santiago el Rojo fue cómplice del hermano de un prófugo al que no desea reintegrar a la cárcel. Y el propio Santiago continúa practicando un oficio ilegal. Puedes detenerlo, guardarlo setenta y dos horas en el cuarto de los interrogatorios sin que estés violando la ley, y ahí adentro el psicoanalista eres tú.

Cuando acabó de hablar, subió encima de mí y la lengua se ocupaba de mi lengua en tanto una de sus manos bajaba con afán de convidarme una vez más y mis dos brazos se adueñaron de ella.

A la hora que comienza el canto de los gallos en esta ciudad en la que despierto luego de haber estado levantándome desde mi niñez en una urbe donde los que cantan son el zumbido de los automóviles y el pregón de los vendedores de periódicos, comencé a cobrar conciencia de mí mismo y me dije que yo no tengo como primer objetivo en este sitio por el que pasan los carretones de caballos llenos de pasajeros sin que haya aún amanecido, detener al psicoanalista empírico sino evaluar qué conexiones tienen los traficantes de aquí con los de las provincias restantes.

Y mientras Ana Julia trajina en la cocina y yo me ocupo de mi aseo matinal, me despojo de todo afán de trascendencia que aqueja a cualquier mortal, sea oficial de la policía o conductor de un ómnibus, famoso artista de la televisión o multimillonario que no tiene necesidad siquiera de calzarse los zapatos. En instantes como este, recuerdo a mi madre con la Biblia encima de sus piernas, balanceándose de manera rítmica en un viejo sillón de caoba con la cabeza contra el pecho, mientras yo caminaba en puntillas para no despertarla en aquellas madrugadas de mis borracheras habituales a una edad en que todos los jóvenes se consideran dueños del mundo. Invariablemente, levantaba la cabeza y me preguntaba en un susurro, mezcla de lástima y autoridad: “Félix, hijo mío, ¿por qué llegas tan tarde?”. Al principio, discutía con ella. “¿Pero qué tiene usted que esperarme levantada?”, le decía en tono de protesta. Ella se quedaba pensativa, con un suspiro entre lágrima y lágrima, y en lugar de recitarme un verso bíblico como hacían otros religiosos de su iglesia que frecuentaban nuestra casa, simplemente respondía: “Porque soy tu madre, y estoy orando por ti, para que el Diablo no te lleve con él”.

La muerte de mi madre y la de otros seres queridos me fue enseñando una verdad que no podía proclamar entre mis compañeros, primero los de estudio y luego los de trabajo, todos según ellos mismos ateos convencidos en una época cuando creer en Dios era considerado por algunos una especie de delito: la muerte es una realidad insoslayable que se impone a la vida y todos debemos pasar por ella, sean tirios o troyanos, escribas o fariseos. La única diferencia para unos y otros depende de cómo piensen la muerte, de cómo vivan la vida y de cómo decidan construir su futuro a favor de la vida y a pesar de la muerte.

–Ya está el café –me advierte Ana Julia asomándose a la puerta del baño y sonríe. Me ha sorprendido conversando conmigo mismo frente al espejo.

–Estoy reflexionando sobre el sentido de la vida y la muerte –le confieso con el ánimo de evitar sus burlas.

Ella guarda silencio y me extiende la humeante taza de ese líquido que se ha convertido en un vicio para mí. Mientras lo bebo despacio, con fruición, deleitándome en cada sensación diferente que provoca en mis labios, el cielo de la boca, los dientes y la lengua, medito en las razones que mueven al drogadicto. La adición no es más que una costumbre, me digo. Se puede ser adicto lo mismo a la cocaína que a leer novelas policíacas, la diferencia está en el daño que podemos producir en los demás por culpa de nuestra adición. Si leer novelas policíacas trae como consecuencia que mis hijos no coman porque yo no trabajo para buscarles el sustento, entonces mi adición resulta tan dañina como la de aquel que consume crack o marihuana.

–¿En qué piensa Sherlock Holmes? –sonríe Ana Julia recogiendo la taza que le extiendo y ya escucho el runruneo de los niños que comienzan a levantarse con el propósito de ir hacia la nueva escuela donde para burlarse de su manera de hablar les llaman los habaneritos.

–En mierderías –le respondo evasivo y le beso ligeramente los labios.

 

Luego de dejar a nuestros hijos en el seminternado y a Ana Julia en el consultorio, enrumbo la moto Ural que me han asignado para mis funciones laborales hasta la carretera central, que es este pueblo es como decir su Quinta Avenida. Voy pasando a toda prisa por la zona de los comercios, donde ya veo personas acumulándose en una larga cola, y vuelvo a admirarme de que no existan semáforos en una calle tan concurrida. Miro el reloj preocupado y acelero la moto al ver que me estoy arriesgando a llegar tarde. Ha comenzado mi jornada laboral y a partir de esta hora vuelvo a ser el policía que debe guardar el reglamento de la compartimentación. En horas de trabajo un buen policía no debe hablar de los casos que investiga ni siquiera con su mujer, la única persona que guarda su sueño y podría lo mismo salvarle de un peligro que asestarle una puñalada mortal por la espalda sin que lo espere mientras el hombre duerme. Conozco casos de mujeres abusadas que han aprovechado el sueño del marido para rociarle alcohol mezclado con kerosene y prenderle fuego.

De nuevo en la Unidad, luego de haber dejado a los míos donde pasarán el resto del día, saludo a mis compañeros, participo en el matutino sin apenas escuchar las arengas del capitán Machado Armas y retorno al expediente en el sitio que me señala la marquilla que dice: “SOLO CRISTO SALVA”. Me río de mí mismo: esta marquilla que guarda el único recuerdo material que de mi madre he determinado conservar, podría complicar mi existencia si alguien llegase a descubrirla, confundiéndome con un religioso a mí precisamente que me burlo de todos los que creen en la vida más allá de la muerte. Sonrío y trato de olvidar mis propias pasiones, mis sentimientos respecto a los seres queridos e incluso lo que pienso sobre mí mismo: un buen policía si desea llegar a la excelencia debe convertirse en una máquina de investigar.