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Capítulo 1 de la novela EL ALMIRANTE CERVERA EN EL MAR DE SANTIAGO

 

Autores:

Ricard Reig Vidal (escritor español) y Andrés Casanova (escritor cubano)

 

 

Esta novela se encuentra terminada. El capítulo 1 fue escrito por Andrés Casanova.

 

 

Capítulo 1

En los ojos del viejo almirante se anuda la tristeza viendo al  cazatorpedero Terror bambolearse cual una indefensa boya; amanece y desde el puente de mando, Cervera contempla el disco del sol a retazos, como si al ahogar la visión del inútil buque ya todo el pasado quedase hecho trizas. El mensaje en clave con las banderolas de parte de Villaamil había sido escueto aunque demoledor: después de cuarenta y ocho horas perdidas, la única alternativa era abandonar el barco en medio del mar. Desde el 9 de mayo sólo habían logrado navegar unas dos horas, porque apenas separados del resto de la escuadra en cumplimiento de la misión encomendada por Cervera que debía llevarlos hasta La Martinica, en el Terror reventaron unos tubos de la caldera de proa y por más esfuerzos que realizaron los mecánicos, no les fue posible reparar las averías.

El almirante Cervera bajó con suma parsimonia el catalejo. De frente despejada y barba canosa, los bigotes le caían contra las comisuras y apenas si podían advertírsele los labios, a menos que explotaran en una risa franca y campechana, lo cual no ocurría más que en contadas oportunidades durante aquellos días, en que la nostalgia por el lejano hogar se le metía dentro del recuerdo. Los sesenta años, al borde de cumplir y que ansiaba con el propósito de pasar a retiro, no le restaban agilidad durante su diario ir y venir a lo largo del barco, observándolo todo porque era de esos jefes militares a quien no le gustaban los informes de terceros.

Ya prácticamente desde la declaración de guerra de Estados Unidos el gobierno de Madrid lo urgía para que saliera rumbo a Las Antillas a defender las posesiones hispanas y el almirante intentaba convencer al ministro de la Marina Segismundo Bermejo de la locura que significaba entrar a combate con una flota mal equipada de armamento y en pésimo estado de su maquinaria, siendo más cuerdo conjurar la crisis con auxilio de terceras partes porque según le dijo al Ministro, ir a pelear contra los molinos de viento podría resultar un descalabro, a lo que el gobernante le contestó que la orden era partir de Cádiz rumbo a San Vicente de Cabo Verde. Cervera practicaba hasta las últimas consecuencias la obediencia debida y al fin el 8 de abril a las 17 horas se echó al mar al mando del Infanta María Teresa y el Cristóbal Colón, a sabiendas de que sus gritos desesperados clamando por cordura no fracasaban porque él fuese un almirante cobarde, sino porque los intereses políticos del primer ministro Práxedes Mateo Sagasta y su gabinete necesitaban de la guerra.

Don Pascual entregó el catalejo a su sobrino.

–Manolo, te aseguro que estoy cansado de todo.

Se refería indubitablemente a todo. Desde su paso por la Academia Naval, los astilleros de Nervión y el Ministerio de Marina habían transcurrido tantos años de conflictos personales, vicisitudes y miserias humanas que al ser designado comandante de la escuadra naval con base en Cádiz a finales del 1897, tuvo el lúgubre presentimiento de no llegar a los sesenta años con vida. El nombramiento fue una propuesta de su antecesor en el cargo, contralmirante Segismundo Bermejo, quien pasaba a Ministro de la Marina en el gabinete liberal formado por don Práxedes.

–Segismundo Bermejo, rediez –comentó con desgano el almirante. En su fuero interno, no culpaba al Ministro de la incuria en que se hallaba la marina de guerra en España sino más bien a la lentitud con que el gobierno liberal respondía a sus apremios de modernizar la escuadra hasta llegar finalmente a una conclusión: la Madre Patria cada día estaba más empobrecida. Para él, el peor disparate en que podía haberse abocado el gobierno durante los últimos meses era el conflicto contra los Estados Unidos de Norteamérica por defender los enclaves de ultramar.

–Tío, al parecer  el  señor  Ministro  no  le  quiere  bien  a  usted –ensayó el sobrino una sonrisa mientras contemplaba con el catalejo cómo las golondrinas sobrevolaban el Terror. Enfocó con mayor precisión hacia la zona de proa, y pudo observar a dos marinos desnudos de la cintura hacia arriba enrollando unas sogas. Los vio famélicos, extenuados; desde el 1895 venían atravesando el Atlántico una y otra vez, de Cádiz a La Habana, de La Habana a San Juan, de San Juan a La Habana, de La Habana a Manila y de Manila a Cádiz para repostar provisiones de boca,  armamentos  y municiones en una guerra contra los cubanos que parecía eterna.

–No tal, sobrín, no tal –jugueteó don Pascual con la brillante pipa de ébano antes de accionar el yesquero para prenderla. El olor a salitre se mezcló con el aroma del humo mientras un alcatraz apresaba un pez y remontaba el vuelo nuevamente; el almirante comenzó a explicarle al sobrino que sus cartas, mensajes y los oficios confidenciales cruzados con el ministro Bermejo respecto a las consecuencias de un posible combate naval con la flota americana, no eran dictados por un afán de polemizar ni rebatir las decisiones gubernamentales, las que acataba por disciplina considerándolas una cuestión de alta política: las amenazas de guerra contra la patria por la explosión del Maine en La Habana así lo demostraban. Estos documentos se los dictaba el deber de marino profesional que sabía del desastroso estado de las embarcaciones.

–Quiere decir, tío, que el señor Bermejo no le ha tomado mala voluntad como resultas de sus criterios pesimistas respecto a nuestros barcos.

–No se trata de criterios pesimistas, Manolín, sino de realidades: los buques en que vamos navegando no son más que tristes potalas, como le demostré al Ministro en un informe el día anterior a nuestra partida de San Vicente de Cabo Verde.

En el informe aludido, fechado el 28 de abril, Cervera ampliaba todos sus criterios emitidos desde que recibiera la orden de zarpar rumbo a Cabo Verde y allí completar su fuerza con la escuadrilla que al mando del capitán de navío Fernando Villaamil le esperaba “con sus soldados deseosos de partir a la guerra”, según le expresaba en un mensaje confidencial el Ministro, como si creyera necesario levantar el amor propio del almirante considerado el más capaz entre los generales del mar españoles, gracias a sus conocimientos tácticos y estratégicos y a la experiencia durante casi cuarenta años como oficial.

–Dejé demostrado que el Cristóbal Colón, aunque el mejor de los buques grandes, carecía de su artillería principal y resultaría vulnerable ante cualquier enfrentamiento.

El almirante se quejaba sobre la falta de dos piezas de artillería Armstrong de 254 mm, acusándolo de ser una impresionante fortaleza móvil visto desde fuera, pero cual viejo elefante sin colmillos no aportaría el máximo potencial ofensivo durante la cacería o en ocasionales retiradas.

–Y como tú bien sabes, Manolín, el blindaje es débil a pesar de las opiniones contrarias de algunos de mis compañeros del almirantazgo.

En el caso del Vizcaya, dijo, debido a su prolongada permanencia en las aguas tenía el casco sucio lo cual disminuía de manera excesiva su velocidad de desplazamiento y por tanto la de la escuadra. En general, los cuatro cruceros acorazados presentaban defectos irreparables en puerto en sus mecanismos de cierre de los cañones principales; las municiones para sus piezas de tiro rápido de 140 mm estaban inutilizables en su mayoría; las máquinas se encontraban en mal estado; y se carecían de los torpedos diseñados por Joaquín Bustamante porque el gobierno no asignaba los recursos financieros prometidos durante años para su producción.

–El estado de los torpederos, le dije al Ministro, no es más alentador. Se les cierra la proa en cuanto trabajan. Tienen rotas las buzardas. Por completo vulnerables a las bocas de fuego enemigas debido a su fragilidad. En fin, que nuestra escuadra no es más que un conjunto de siete ataúdes navegantes.

El sobrino, cabalístico, lo interrumpió haciéndole observar lo peligroso de la cifra. Siete. Un número conceptuado por los místicos como el anunciante de terribles desgracias e inevitables fracasos cuando el ser humano pretende vivir libre de las presiones del medio que lo rodea. Poco a poco, la conversación fue pasando a aspectos cada vez más generales hasta que el sobrino aludió al ejemplar ilustrado de la Santa Biblia en su edición ilustrada de 1846, versión antigua de Casiodoro de Reina revisada por Cipriano de Valera y cotejada posteriormente con diversas traducciones y con los textos hebreo, arameo y griego; ejemplar que durante los últimos meses se había convertido en el libro de cabecera del almirante.

Don Pascual escuchó durante un rato los arrestos emocionales de su sobrino, quien llevado de la misma vena teológica que la madre doña Argentina comenzaba a aconsejarle consultar la Biblia antes de tomar una decisión definitiva en cuanto al desplazamiento de la flota.

–No le quepan dudas, tío: el siete es número de alto sentido simbólico.

–Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Adquirió significación sagrada en Babilonia.

–Y como usted sabrá, sobresale por representar la plenitud en las esferas divina, humana y satánica.

–¿Por qué tiemblas?

–Tengo miedo, tío, se lo juro: el siete trae mala suerte.

El almirante le hizo una señal con las manos en demanda de los catalejos, aburrido ya de tanta charla. Que se fuera a cumplir con sus deberes como oficial a cargo de la inteligencia, y conversara con algunos capitanes, otros integrantes de la oficialidad y hasta con marinos rasos, ahora que el mar andaba como un plato y podía pasearse por las embarcaciones en el yate del almirantazgo. Había determinado convocar una nueva junta de jefes y comandantes para el próximo día, porque realmente la situación era en extremo grave. Perdida la esperanza de rescatar al Terror, la escuadra dejaba de estar compuesta por siete integrantes. Siete: el carácter sagrado, el número de altares que se vio obligado a levantar Balac, las vueltas alrededor de los muros de Jericó, el número de veces que la sangre había de ser esparcida, las zambullidas de Naamán dentro del estanque para purificarse. Sin siete barcos la guerra contra los americanos no podría ganarse a menos que ocurriese un milagro similar al de la caminata por encima del agua.

 

Al día siguiente, un jueves diáfano de sol canicular, luego de almorzar patatas hervidas, bacalao a la vizcaína y media copa de vino, el almirante hizo pasar a los capitanes de embarcaciones al salón del almirantazgo del buque insignia Infanta María Teresa, y comenzó por pedir a Fernando Villaamil que relatase lo sucedido en Fort de France y las noticias que traía de la isla.

Villaamil, atusándose los amplios mostachos que le caían hasta el final de la comisura de los labios, movió su recia figura colocándose al frente de los demás oficiales. Don Pascual, a un lado, lo miraba con admiración: juntos habían navegado innumerables jornadas y sabía de la confianza que podía tenerse en este hombre quien, aparte de emborracharse en ocasiones festivas y amenazar con sus puños a cuantos osaran contradecirlo, no podían señalársele otras faltas.

El capitán de navío habló parsimonioso. En otras oportunidades había recalado en Fort de France, por ejemplo en épocas de carnaval, y veía el frenesí colectivo desencadenado en sus calles, donde un espíritu dionisíaco embriagaba de ritmos y canciones tanto a hombres como mujeres. Hoy en cambio todo había resultado bien diferente: desde que el Furor atravesó la entrada del puerto, la policía marítima en lugar de recibirlo con salvas de bienvenida se le acercó en una lancha y a gritos demandó la atención del capitán del barco para informarle más en francés españolizado que en español afrancesado que el señor cónsul del Reino de España no se encontraba en la ciudad. Ya fondeado en el puerto, el prefecto no lo autorizó bajar a tierra y ante sus exigencias de capitán de barco que recalaba en sitio neutral, el funcionario subió a verle. Muy atildado. Vestido con camisa de sarga y pantalón de dril, sombrero tejido de amplias alas y zapatos relucientes. No podían suministrarle carbón; el gobierno de París había cursado orden telegráfica de retener a todo barco hispano o yanqui que llegase a Martinica o Barlovento.     

–La suerte fue encontrarnos allí con el Alicante, cuyo capitán me auxilió de una manera inestimable, ayudándome a salir esta madrugada iluminando con faroles las boyas de la boca del puerto.

También le había brindado noticias frescas basándose en informaciones publicadas en la prensa, de tal manera que Villaamil conoció la destrucción de la escuadra destacada en Filipinas por parte de las fuerzas al mando del almirante Sampson, el bloqueo total de la isla de Cuba por la marina americana, la presencia de una escuadra temible a la entrada del puerto de San Juan de Puerto Rico y la alianza sellada entre el insurrecto Calixto García y un representante del presidente McKinley. Como para echarse a dar gritos en medio del puente de mando en señal de desahogo y defecarse en la señora madre del honorable Primer Ministro: era el sentimiento de los demás comandantes de las naves cuando don Pascual solicitó opiniones de los reunidos.

Víctor María Concas y Palau andaba metido en los cincuenta y cuatro años y comprometido en el campo del honor. Porque o callaba para no ver dañadas sus buenas relaciones con el partido gobernante dejando solo a Cervera quien a no dudarlo estaba pidiendo auxilio, o tomaba en sus manos la defensa del viejo roble de la armada española.

Joaquín Lazaga a veces tosía en exceso haciéndole suponer a sus compañeros que los constantes aguaceros durante la campaña de 1872 como segundo al mando del Mindoro le habían reventado los pulmones. Las palabras iba tragándoselas una a una, por ser hombre reservado y enemigo de las polémicas.

El valeroso Antonio Eulate recordaba desde la altura de su madurez como hombre y como soldado toda su vida anterior, deteniéndose unos instantes en aquella etapa cuando al mando del crucero Jorge Juan protegió a los ciudadanos españoles en la Guaira, amenazados por los patrioteros revoltosos capitaneados por el caudillo del Táchira, Cipriano Castro. Si en aquella ocasión no le tembló el pulso al ordenar el fusilamiento de uno de los jefes del llamado Ejército de la Restauración que violó a una hermosa zaragozana luego de atravesar a cuchillo a su esposo, mucho menos ahora dudarían de su hombría.

Emilio Díaz Moreu como quien dice había mudado los dientes de leche siendo grumete del Infanta Julia Cristina, el cual terminó capitaneando al cabo de veinte años de servicios. El Conde de Venadito, el Rey Alfonso el Sabio y el Princesa de Asturias dispusieron durante largas jornadas el puente de mando para que alentara a sus compañeros en los peores momentos de la navegación. En el día de hoy, decidía ir a la victoria o la muerte.

El comodoro don José Paredes levantó su brazo nervudo. Silencio total. Hablaba el segundo jefe de la escuadra y sus palabras siempre eran escuchadas con sumo respeto. Tanto tiempo en los avatares de las batallas navales, desde Filipinas a Marruecos, pasando por las campañas de Santo Domingo y Joló, lo convertían en un héroe legendario; todo un veterano a pesar de no haber alcanzado los sesenta, que apenas abría su boca sino cuando era necesario transmitir alguna orden del almirante. Sin embargo, quería exponer su criterio: claro que había sido un error entrar a Fort de France a pesar de las promesas del señor Ministro de la Marina de tener allí abastecimientos de carbón; no es secreto para ninguno de ustedes, lobos de este desierto que es el mar, las difíciles condiciones en que nos vamos moviendo en estas potalas del infierno. Carbón escaso y de baja calidad. Máquinas en estado de reparar. Marinos aburridos de tanta agua y tanto sol de por medio con bacalao a la vizcaína tarde y mañana, noche y madrugada. Maniobras políticas del gobierno de don Práxedes que a toda costa pretende derrotar la flota americana sin contar con recursos logísticos ni militares para ello. Mis queridos compañeros de armas, les pregunto: ¿qué será de nosotros cuando nos veamos abocados al encuentro inevitable, en alta mar o Puerto Rico, como es el deseo del señor Ministro de la Marina? En cuanto a ti, mi estimado Pascualillo, te has convertido en la cabeza de turco de esta infausta guerra, no me caben dudas. Y como tal, no te abandonaré jamás, aunque deje en el empeño la sangre toda. ¡Cuenta conmigo, voto a diez! Ahora, conociendo todos mi posición privada, como marino digo que estos barquichuelos no están en opción de enfrentarse ni medianamente a la escuadra de Sampson; y juzgo de acuerdo a los datos de inteligencia que todos conocemos. Por lo tanto propongo emprender maniobra de falso rumbo con dirección a Santo Domingo y de ahí alejarnos. Hasta donde Dios nos permita llegar.

Dichas aquellas palabras, el comodoro avanzó hasta un rincón y mientras se abanicaba con la gorra de reglamento soltó el primer botón de la chaqueta; los demás capitanes permanecían en silencio, pensativos, y Joaquín Bustamante tuvo un lúgubre presentimiento: se estaba acercando el final de su carrera. Recordó la feliz niñez en Santa Cruz de Iguña, primogénito de un hidalgo de quien recibiera en legado casi todas las riquezas; renunció a disfrutarlas a cambio de largas travesías por el Atlántico y el Pacífico y las campañas navales en el sur de las Américas y otras zonas en conflicto. Le dolía haber ideado la mina Bustamante para la defensa de los puertos españoles y de ultramar, y que ahora por simples cuestiones burocráticas de un tal comodoro Lourdes Merdina no hubiesen traído con ellos unas cuantas que les hubiesen servido para las contingencias que él bien sabía les esperaban, porque su larga hoja de servicios desde Zamboanga hasta Parang, pasando por la ocupación con las fuerzas navales bajo su mando de las islas Chinchas y la campaña de Filipinas en 1872, le decían a las claras que al final caerían en una ratonera y siempre una mina submarina de contacto en manos de un experto buzo podría acabar con un barco enemigo e inutilizar los que le rodearan. La intuición o lo que fuera le hacía pensar en los reforzados buques americanos como un enorme peligro.

–Quiera Dios yo no sea profeta –terció el almirante ante tanto silencio que estaba resultando insoportable–, pero siento que iré al sacrificio. Como ya dije en una de mis cartas al ministro Bermejo: voy con la conciencia tranquila, porque lo único que he hecho durante mi vida es servir a la Patria.

Algunos que otros ojos no pudieron ocultar las lágrimas. Sin embargo, bien pronto se palmeaban las espaldas y descorchaban algunas botellas de champagne. Eran hombres endurecidos por el frío de las madrugadas sin una mujer que les calentara la vida de lobos esteparios.

 

El resto del día lo empleó el almirante Cervera en una conferencia con su sobrino. Manuel Goñi Cervera, quien apenas había descansado durante las últimas cuarenta y ocho horas en visitas a los barcos donde entre otros asuntos propios de sus funciones intercambió con los dos marinos que a instancia suya lograron desembarcar de manera clandestina en Martinica.

–¿Sabe tío? He estado leyendo en la revista Electronical Today que un americano ha logrado perfeccionar los experimentos de Marconi.

–¿De qué me hablas, muchacho? –exclamó sorprendido Cervera, ensimismado en el análisis de una carta náutica. Tenía que encontrar el sitio más seguro para recalar, precisado como estaba a garantizar para el gobierno de Madrid la total victoria, aunque estaba convencido de que la escuadra no se hallaba en condiciones de enfrentarse contra una flota tan bien equipada como la del contralmirante William Sampson. 

–Hala, tío, de qué voy a hablarle. Del telégrafo. Se dice que luego de Marconi haber enviado señales sin hilos desde la oficina general de correos de Londres hasta la Queen Victory Street, a unos quinientos metros de distancia, también logró lo que se llama en lenguaje moderno radiocomunicarse entre dos lugares separados por el Canal de la Mancha sin valerse del cable marino.

–¿Pero a nosotros qué rayos nos importa Marconi? –levantó la cabeza don Pascual. Él necesitaba saber las noticias procedentes de Martinica, qué habían indagado sus espías, como llamaba a los agentes de Manuel.

–Un momento, tío, un momento. Le estoy hablando de lo averiguado por mis agentes. El caso es que ninguno de los dos logró encontrar al señor cónsul. En cambio, uno de ellos pudo conversar con un francés muy ladino aficionado a la bebida y al juego de dados.

–Por favor, sobrino –se desesperaba Cervera.

–Bien, bien, abrevio la historia como usted siempre me exige. Pues le decía: el caso es que un tal Rufus Wilson, de Nueva York, ha ideado un aparato que transmite la voz entre los barcos. Y ahora los americanos pueden radiocomunicarse desde el mar con estaciones costeras. Entonces...

Como olas inútiles, iban fluyendo y refluyendo las palabras del joven oficial mientras el viejo marino, entristecido, iba de un sitio a otro, refugiándose en los recuerdos familiares y saltando al puente de mando de sus desgracias. Los ojos neblinosos del anciano rezumaban nostalgia por los tiempos de la juventud. ¡Ah, su sobrina Argentinita, la madre de Manolito...! Encantadora muchacha que había casado con el coronel Goñi, quien durante la campaña del 1895 como subordinado de Valeriano Weyler demostró valor y arrojo sin límites combatiendo por el bien de la Madre Patria. En más de una oportunidad el regimiento bajo su mando había puesto a huir al mulato Antonio Maceo, acosándolo con las balas de los máuseres. Argentinita era para Pascual y Rosario como la hija que no tuvieron: a partir de su orfandad la tomaron bajo tutela y desde entonces la colmaron de amor, haciéndole olvidar las ingratas circunstancias de la muerte accidental de los padres. Sin embargo, el reflujo de la marea lo llevaba hacia otro derrotero, porque si de veras los barcos de la escuadra americana contaban con tales equipos de radiocomunicación era para asustarse. Venían detrás de ellos. Cada entrada en puerto aparentemente neutral comportaba un nuevo riesgo. El comodoro Sampson no sería un marino de amplios vuelos, pero con tales medios de información bastaba apostar unos cuantos espías en las islas caribeñas donde la guerra era mirada desde lejos y dotarlos con los aparatos de Rufus.  Cervera los había escuchado funcionar en Nervión, durante unas prácticas de los oficiales ingleses a quienes invitaron a entrar con su buque escuela a los astilleros.

 

En aquella oportunidad, fue testigo maravillado de una conversación intranscendente entre dos barcos no muy alejados entre sí, pero era algo mucho más moderno y funcional que el telégrafo marino. Si los americanos desarrollaban en las estaciones de tierra un buen sistema de espionaje, la escuadra española podía darse por perdida. De nada valdría este reventar de calderas desde que conocieron por el telégrafo que el recién designado comandante de las Fuerzas Navales de los Estados Unidos, William T. Sampson,  con la flota a él subordinada había atacado dos días antes la indefensa ciudad cubana de Matanzas. Amargado, el almirante repetía una y otra vez en la memoria el vía crucis vivido hasta ahora en el mar, los días interminables en espera de favores en puertos neutrales para el abasto de un carbón de tan baja calidad como el que llevaban con ellos, las difíciles maniobras de los destructores para ser repostados de combustible agravadas por la marejada que provocaban los vientos alisios, las jornadas en que eran atacados por la sed y el hambre transformando a algunos disciplinados marineros en rebeldes, las dificultades con las embarcaciones que lejos de resultar elementos de combate retrasaban el desplazamiento de la escuadra; incluso, las protestas airadas de jefes y oficiales quienes no se ocultaban para decirlo. Decir que este movimiento a lo largo del Atlántico no era una consecuencia de razones militares, sino políticas.

–Sobrino –interrumpió el almirante a Manuel Goñi sin apenas haberlo escuchado–, acabo de tomar una decisión: pondremos falso rumbo a Santo Domingo hasta alejarnos unas treinta millas al oeste de Martinica. Después, haremos este movimiento envolvente –se puso de pie, dirigiéndose al mapa que se hallaba a sus espaldas– y pondremos proa a Curazao, donde entraremos aunque sea a cañonazos.

–Tío, creo que sería una locura.

El viejo marino sonrió entre dientes, bamboleándose por culpa de un golpe de ola que desestabilizó el barco. Luego de suspirar en clara señal de cansancio, habló en voz alta aunque en realidad estaba pensando en la soledad de sus imaginaciones.

Ja, me estoy convenciendo ya de que don Segismundo se está figurando que yo soy un pingo de carreta. Porque, aunque no acabo de entender sus sentimientos patrios respecto de Cuba, me inclino a creer que la inmensa mayoría de los españoles desea la paz antes que todo; sólo que quienes así piensan, sufren y lloran en sus hogares y no gritan exigiendo la guerra como lo hace la minoría que vive o medra gracias a la continuación de la contienda contra la isla. No dudo que este empujarme a un desastre en Las Antillas similar al de Cavite y el de Trafalgar, se deba a mis constantes negativas dentro del almirantazgo a aceptar el criterio gubernamental de que tenemos fuerzas navales en situación de enfrentar a los americanos.

Las reflexiones del almirante lo llevaron a preguntarse dónde meterse luego de repostar carbón en Curazao. Recalar en San Juan de Puerto Rico como pretendían algunos desde los cómodos sillones de los ministerios donde no existían noches oscuras ni soles quemantes, equivalía a enfrentarse con Sampson; se trataba de un escenario tan desguarnecido y falto de defensas costeras que fácilmente podía ser tomado por cuatro o cinco barcos enemigos. Comprendía que hacia Cuba lo empujaba no ya el ministro Bermejo con sus instrucciones desde Madrid, sino el destino; porque no confiaba en encontrar auxilio a sus demandas en ningún otro puerto. Y Cuba sólo le brindaba tres alternativas: La Habana, ciudad con la escuadra volante americana a sus puertas según sabía como resultado de las investigaciones realizadas por su sobrino por mediación de los espías que desembarcaron en Martinica; Cienfuegos,  puerto considerado demasiado vulnerable y fácil de bombardear; y Santiago de Cuba, cuyas condiciones apenas conocía.

–Tío, Santiago es un puerto muy distante de La Habana, única región de la que podemos esperar ayuda logística.

–Ya lo sé, Manolín. No soy estúpido –derivó don Pascual contra el sobrino su incomodidad causada por las circunstancias que lo empujaban al precipicio–. Tampoco sé si habrá suficientes abastecimientos para la escuadra. Sin embargo, ¿acaso tengo otra alternativa? Se trata de un puerto que no se encuentra bloqueado, y ya es bastante ventaja llegar a tierra en tales condiciones.

 

Al amanecer del día siguiente la marinería renació con la esperanza de tocar tierra firme en Curazao, una isla a la que algunos en otras oportunidades habían llegado y se encargaron durante la noche anterior, mientras jugaban a los dados o cumplían su turno de guardia, de revestir místicamente en sus historias. Aunque los nativos hablaban papiamento siempre entendían algunas palabras en español y podían concertarse con ellos ventajosos negocios. Sobre todo, el relacionado con sus mujeres, quienes a pesar de la aridez del clima sabían componerse mejor que las españolas porque se creían holandesas y por tanto europeas de un mundo desarrollado. Tenían ropas especiales para recibir a los visitantes en sus propias casas con la mayor discreción, incluso algunos maridos lo disponían todo para la fiesta. Éstos cocinaban carne de cabra fuertemente condimentada con especias picantes y luego de servir la mesa para el invitado y la mujer, salían fuera dejándola a ella encargada del resto de las atenciones. Ilusionados, muchos habían extraído el talego en la soledad de algún rincón y contaban una a una las pesetas. En Willemstad, de donde estaban ya a escasas millas, encontrarían un desquite a tanto tiempo sin comportarse como verdaderos varones.    

La primera instrucción del almirante fue ordenarle a Villaamil que marchara a tomar puerto con los destructores, y su asistente el alférez Francisco Campanera transmitió las señales con la banderola. Inquieto, don Pascual se paseaba por el puente de mando, pensando en las cinco mil toneladas de carbón que tendría allí, prometidas por el ministro Bermejo desde antes de la salida de la flota de Cabo Verde. La oficialidad del crucero acorazado Infanta María Teresa también lucía inquieta, manteniéndose cercana al puente de mando; el capitán de navío Joaquín  Bustamante miraba con el catalejo a lontananza y cuando las banderolas comenzaron a moverse desde el Plutón gritó:

–¡Rediez!      

–Avisan que no les permiten entrar a puerto  por  orden  del  gobernador–le dijo Francisco Campanera a don Pascual, con voz apenas audible.

–¡Ordene  parar  la  escuadra!  ¡Ordene  parar la escuadra! –lo conminó Cervera fuera de sí–. Malditos pichones de holandeses, los voy a torpedear, les voy a enseñar que todavía somos una potencia mundial. 

El capitán de navío Víctor María Concas comenzó a ascender al puente de mando obedeciendo una indicación personal del almirante. Antes de que lograran cambiar impresiones entre sí, ya desde el Plutón habían vuelto a avisar que sólo permitirían la entrada de dos buques.

El capitán Concas llamó aparte a Cervera. Como viejos compañeros y amigos, sabían leerse en el silencio las intenciones y aquél comprendió que don Pascual estaba a punto de tomar una decisión equivocada.

–No nos conviene cañonearlos.

–¡Son unos pingos!

–Es mejor tragar la hiel y continuar avante.

–¡Malditos, pretenden ahogarme!

 –Cálmate. Ahí se acerca el práctico. Algo conversa en papiamento con Bustamante.

El jefe del Estado Mayor ascendió al puente de mando con estudiada calma. El gobernador exigía nota previa de los dos barcos que serían fondeados, especificando la cantidad de tripulantes y el armamento con que contaba. También solicitaba las toneladas de carbón que pretendían comprar. El almirante estuvo conversando unos breves instantes con Joaquín, interesándose por las palabras textuales del práctico.

–Considero que Holanda –concluyó Bustamante– no quiere involucrarse en la guerra.

–¿Podríamos entrar a la fuerza?

–No nos conviene, almirante.

Cervera, quitándose la gorra, pasó una mano por sus cabellos. Aburrido de tanto rechazo, de sentirse una especie de chivo expiatorio.

–Dígale que sólo nos moveremos cuando converse con el cónsul. Y además, que tenemos los cañones en pie de guerra.

Mientras Joaquín se alejaba hacia la banda de estribor donde el práctico de la isla esperaba en su embarcación, el capitán Concas continuó persuadiendo a Cervera del inconveniente de un conflicto armado antes de recalar en puerto español.

La conversación con don Enrique Campos,  el cónsul español, le dejó un sabor salitroso en la boca, como si hubiese bebido dos botellas de agua de mar. El buque prometido con cinco mil toneladas de carbón no había tocado puerto en Curazao. Maldiciones y miles de maldiciones: es como si el ministerio continuara adelante en un siniestro complot para destruirme.   

A las doce y media, con el sol de la canícula casi a punto de hacer hervir el agua del mar, el buque insignia fondeó en la rada de manera tranquila, sin chirimías de recibimiento ni campanas al aire como otras veces, cuando una embarcación española tocaba tierra en Willemstad. En el acto, Cervera fue recibido en el despacho del gobernador de las islas.  

–Mis parabienes, señor almirante –tradujo el cónsul las palabras dichas en un tono lejano aunque cortés.      

–Vayamos al grano, por favor –casi fue brusco Pascual. Estaba hasta los tuétanos de tantas ofensas.

–Comprenda que estoy cumpliendo órdenes de la Corona Holandesa.

–Lo entiendo.

–Y que se ha impuesto el criterio de mantenernos al margen de la contienda, sin favorecer a norteamericanos ni españoles.

–Dígame en que podría ayudarme humanamente. Cada uno de mis buques necesita setecientas toneladas de carbón.

Había furia en el tono del almirante. Las dos embarcaciones seleccionadas para el desembarco eran el Infanta María Teresa y el Vizcaya por encontrarse prácticamente sin una libra de combustible; también se vio obligado a ordenarle al Cristóbal Colón que trasladara unas cuantas toneladas al Furor, porque de lo contrario debían dejarlo abandonado al igual que les sucedió en Martinica con el Terror. Los malos pensamientos se agolparon en su mente: malditos holandeses, tan cobardes y rastacueros como los galos. No se daban cuenta que esto era una guerra entre la civilización europea y los bárbaros americanos: como si dijéramos de Dios contra el Diablo. Católicos contra protestantes. Blancos contra mestizos. Estuvo a punto de llenarse la boca de palabras obscenas pero se contuvo y escuchó al gobernador.

–Sólo tenemos disponibles para la venta seiscientas toneladas de carbón.

–¡La cantidad es irrisoria!

 –Entiéndame, almirante: no existe ni una tonelada más en plaza. En cambio, podemos brindarle algunos víveres.

–¿Para cuántos buques?

–Los dos que ha determinado usted desembarcar.

–¿Qué cantidad me ofrece?

–Reserva durante treinta días, de capitán a paje.

–Vale, vale. Menos es nada.

–El trasiego debe hacerse a toda velocidad. Sólo puedo permitirles permanecer cuarenta y ocho horas en nuestras aguas territoriales.

Cervera sintió deseos de dejar a un lado la diplomacia y partirle el lomo al gobernador con el sable de reglamento. El cónsul captó la mirada de ira del bravo marino.

–Permítame invitarlo a almorzar, don Pascual –dijo y el almirante sacudió la furia de un manotazo.

–Acepto, don Enrique. Cualquier cosa por no continuar mirándole la cara a este zoquete.

Oscurecía el domingo cuando la escuadra española abandonaba lentamente Curazao, con un mar quieto y favorable. Un viaje sin retorno por el camino de Santiago que al menos le dejó al almirante una noticia agradable: Segismundo Bermejo había sido sustituido el día anterior como Ministro de la Marina.