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Capítulos 1 y 2 de NO HABRÁ HONRAS FÚNEBRES PARA OXIURO VARGAS

Autor: Andrés Casanova

 

 

-1-

Ellos llegaron a la capital en automóviles desvencijados, espectáculo insólito para mí, acostumbrado a la limusina presidencial, al jeep blindado del generalísimo Oxiuro Vargas, a las ventanas vidriadas del palacio de gobierno y a los libros de la Historia Patria escritos por el licenciado Julio Escobar. Cuando pasaban por el parque de la Concordia, frente al monumento en honor a los soldados de la contrainsurgencia muertos en combate, el jeep del barbudo ubicado a la vanguardia se detuvo y no hubo forma de que volviese a andar; aquel hombre pequeño, de facciones aindiadas, tuvo que trasladarse a otro de los vehículos para que la caravana continuase su recorrido. La muchedumbre los vitoreaba. Infelices despatarrados incapaces de valorar la pérdida que acababan de sufrir, pues el generalísimo había decidido abrirse un hueco en la cabeza del tamaño de una moneda de ochenta vargas.

–¡Viva Juan Miguel! –gritó un indito lustrabotas de esos que ahora no quieren volver a tomar una lata de betún entre las manos, mientras el barbudo del nuevo jeep de la vanguardia volvía a detenerse, esta vez para darle la mano a este o aquel, al azar, al que estiraba la suya hacia él, suplicante de su saludo, mientras la multitud coreaba vivas hasta desgañitarse, daban mueras al generalísimo Vargas y al presidente Carlos Inclán, vivas a la libertad y mueras a los imperialistas y burgueses.

Entraron al palacio pasadas las doce; a esa hora el asfalto de la calle hervía como siempre en agosto; no forzaron las puertas, no apedrearon la fachada, no escupieron el piso ni se orinaron en los pasillos. El barbudo llamado Juan Miguel se asomó por uno de los balcones y pronunció un breve discurso entrecortado por los vítores de la hez más nauseabunda del puerto y las consignas coreadas por la piara de analfabetos congregados por vez primera sin que se les obligara.

–Ciudadanos –dijo–: acabamos de derrocar a la dictadura nefasta de generales y abogados que por más de un siglo había gobernado nuestra nación –desde la multitud arrancaron unos aplausos prolongados–. Les alquilaron durante noventa y nueve años las Islas Galernas a los imperialistas norteamericanos –se escucharon gritos de muera y otras expresiones imposibles de discernir–, vendieron nuestros derechos a la explotación de las minas en el Archipiélago de la Bauxita –ofensas por parte de la masa apelotonada en la plaza de la Fraternidad calificándonos de perros traidores–, asesinaban a nuestros hermanos, les robaban las tierras a nuestros indios –se pudo leer un cartel con la consigna: “Juan Miguel, el pueblo te apoya”–. Pero un día un grupo de muchachos con las manos limpias –continuó diciendo–, inspirados en los ideales patrióticos más puros y siguiendo el ejemplo de nuestro héroe mayor Alonso Rivera, decidió romper las cadenas que nos ataban, y hoy hemos entrado en este palacio que fuera guarida durante treinta años del dictador Oxiuro Vargas –la muchedumbre interrumpió por varios minutos el discurso y coreó: “¡Paredón, paredón, paredón!” –para decirle al pueblo: ¡somos libres!

A los pocos minutos la plaza de la Fraternidad estaba arrasada: el jardín de flores exóticas no existía, el busto al generalísimo Vargas desapareció, el césped no era más que un basural y las cercas se inclinaban lastimosamente por el empuje furioso de la multitud. Por vez primera, desde que fuera construido el palacio del gobierno, los parias entraban por su puerta principal.

Pero aun cuando nos consideraban unos perros traidores, fui llamado por el nuevo caudillo.

–Señor Otsende –me dijo–, la patria necesita de sus servicios.

Y como me ofrecieron emolumentos muy ventajosos, decidí jugar una partida sin posibilidades de ser ganada por mí. Pero me divertía observando al hijo de un pueblito inexistente en los mapas de la patria a escala de uno en veinte mil, que no sabía cómo usar el despacho del Presidente de la República; se mesaba la barba con la mano izquierda mientras con la derecha unas veces arreglaba sus insignias de general y otras tomaba la pluma Parker del tintero, mientras dictaba órdenes e introducía sus ideas acerca de cómo debía conducirse el gobierno del país.

–Necesitamos la cooperación de todos. Formaremos un Comité de Unidad Patriótica.

Miraba alternativamente a los que iba nombrando.

–Cuesta, convoque una reunión extraordinaria del Senado.

No admitía réplicas.

–Morejón, revise la declaración al pueblo y haga las correcciones de estilo pertinentes.

No solicitaba opiniones.

–Alfonso, disponga que se analice con urgencia la situación de todos los prisioneros.

Sólo se dirigía a los de su grupo.

–Ortiz, coordine una rueda de prensa televisada. Quiero explicarle al mundo los objetivos de nuestra revolución.

Tocaron a la puerta y entró el jefe de la escolta; su camisa despedía un olor a monte jamás conocido en palacio y la barba hirsuta era un claro indicio de que el país estaba por vivir días difíciles. Sin cuadrarse militarmente ni solicitar permiso al jefe máximo, habló con el desenfado de quien lo ha conocido al aire libre, en todas las serranías del Olvido.

–Juan Miguel, aquí está la señora que pidió hablar contigo.

–Hazla pasar.

Entró una mujer vestida de negro; su luto no estaba solamente en la ropa sino también en sus ojos y quizá más adentro; no se atrevió a hablar hasta tanto el general se lo indicó.

–Juan Miguel, yo soy la madre de Judas Cisneros y sólo quiero pedirle que no lo fusile.

A algunos de los que estábamos en el despacho este nombre nada nos decía. Para la madre en cambio, parecía el ser más importante de la tierra.

–Le prometo solicitar clemencia al consejo de guerra.

Cuando despachó a la mujer, se pasó un pañuelo por la cara y al guardarlo nuevamente, su rostro estaba impasible, de una dureza como de piedra.

–El tiempo apremia –dijo–, porque debemos cumplir todos los compromisos contraídos con el pueblo.

 

 

 

-2-

Aún el sol castigaba el asfalto obligándolo a despedir una niebla caliginosa, cuando un grupo de cholos, cuarterones, zambos y negros comenzamos a agruparnos frente al pórtico del Liceo Nacional. Los tres o cuatro empleados que a esa hora despertaban de una siesta con sueños vacíos, no comprenderían de momento qué significaba aquella intromisión de la chusma, como se nos llamaba con desprecio, en el portal del edificio. Desconocían tal vez que sólo unos momentos antes Juan Miguel Arranda había dicho: “Somos libres”, y olvidaban quizá que ellos no eran más que simples guardianes de un lugar al que siempre se nos había negado la entrada por el color de la piel y los bolsillos vacíos.

–¡Atrás! –gritó un viejo canoso mirándonos con indignación.

–¡Un momento! –saltó la voz de alguien por encima de todas las voces y se hizo un silencio pesado–. No hemos venido a hacerles daño a ustedes, sino a dejar nuestra marca en el edificio. Así es que mejor les vale dejarnos pasar.

Estas palabras fueron suficientes para que los empleados franquearan las puertas de roble, y entonces vimos en toda su magnitud el Salón de los Espejos donde las niñas góticas de la capital celebraban sus fiestas de quince, mientras nuestras hijas eran seducidas con vestidos lujosos y joyas brillantes a cambio de sus servicios a través del 20-30-80. Y esto, sólo para las agraciadas, porque las otras pobrecitas estaban condenadas a convertirse en criadas de por vida o en objetos de placeres en los bares del puerto.

Ya estábamos frente a los escalones para dirigirnos hacia la planta alta, cuando alguien lanzó un jarrón contra uno de los espejos y a partir de ese momento todo fue crepitar de vidrios y muebles chocando contra las paredes y lámparas caídas de sus apoyos y palabras obscenas; los empleados del Liceo quedaron atónitos: no podían comprender por qué algunos soldados vestidos de muselina negra pasaban con sigilo por el paseo Central sin detenerse para golpearnos y meternos en las jaulas policiales, como siempre hacían cuando salíamos a la calle a protestar. No. Ellos no sabían que esos soldados iban en retirada de una guerra perdida; no entendieron tampoco por qué unos barbudos uniformados de caqui entraron a toda velocidad a la sala del Liceo y nos ordenaron salir de inmediato. “¡Salgan, coño!”, gritó un oficial y entonces dijimos todos: “Está bien, salimos”. Pero cuando nos íbamos, cada cual por su rumbo, un negro de pies descomunales nos pidió que lo sostuviéramos en hombros y encima del lumínico que anunciaba: “LICEO NACIONAL EXCLUSIVO PARA BLANCOS”, colocó un cartón amarillento donde había escrito: “BIBA LA IGUALDA”.

Después marchamos por todo el paseo Central coreando: “¡Viva Juan Miguel!” y “¡Viva la revolución!”, mientras se nos iban incorporando estudiantes de bachillerato y de la Universidad Nacional, empleados de los ferrocarriles y amas de casa; las consignas atronaban el aire y se enronquecían nuestras gargantas, pero nos sentíamos felices. Entonces el negro de los pies grandes ocupó la delantera y propuso:

–¡Vamos a derribar el monumento a los soldados de la contrainsurgencia!

Nuevos gritos de aprobación y mueras y vivas se confundían, porque resultaba imposible coordinar los coros y algunos reíamos cuando el negro pedía un muera para Oxiuro Vargas y los del final no podían oír y entonces decían: “¡Vivaaa!”; pero no nos importaba: ya Oxiuro Vargas era un cadáver maloliente.

Llegamos al parque de la Concordia armados de mandarrias, martillos y el odio guardado en nuestros pechos durante medio milenio; nos reunimos alrededor del pedestal, donde un soldado con la espada desenvainada sonreía satisfecho; la inscripción colocada en el pedestal decía: “GLORIA A LOS HÉROES DE LA PATRIA”, que nunca como ahora nos parecía una ofensa. El negro de los pies enormes subió a la estatua y le quitó la espada; la hizo dos pedazos y la tiró hacia nosotros, que enardecidos por su acción gritábamos consigna sin parar, mientras golpeábamos una y otra vez el pedestal. La cabeza del soldado, que según decían de modelo –modelo hermoso de blanco asesino– había servido el hijo mayor de Oxiuro Vargas, ya estaba en las manazas del negro, quien se disponía a arrojarla al suelo para que alguien le pegase un mandarriazo, cuando todos nos detuvimos, nos quedamos quietos, perdimos el habla, no podíamos creerlo: junto a nosotros estaba el general Juan Miguel Arranda.

–Ciudadanos –dijo y nadie lo interrumpió–: está muy bien que hayan destruido el monumento a los soldados de la contrainsurgencia, porque representaba los treinta años de abusos que nuestro pueblo ha soportado desde que fuera asesinado nuestro héroe mayor Alonso Rivera. Pero no es correcto que hayan entrado al Liceo Nacional para destrozar el salón de los espejos. De ahora en adelante, queda prohibida toda manifestación violenta contra las propiedades, privadas o de un grupo de personas. La justicia se hará en los tribunales.

El general estuvo conversando durante largo rato con quienes se le acercaban y luego se retiró. El negro de pies descomunales sostenía la cabeza de la estatua entre sus manos y me miraba con cara entristecida.

–Y ahora, ¿qué carajo hago con esto? –dijo y se fue bamboleando por la avenida Presidencial, mientras yo me quedé pensando.