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Capítulos 1 y 2 de NO SOMOS AQUELLOS NIÑOS

 

 

Autor: Andrés Casanova

 

(1)

 

Si el cura Juan Ambrosio no hubiera ofendido a nuestros padres todavía estuviéramos yendo los domingos a la iglesia a escuchar sus sermones. Allí el doctor Cárdenas asistía siempre vestido de blanco y al acabar la misa entraba a la sacristía; él era el que organizaba las celebraciones de la Navidad entregando dinero para que las Damas Católicas fabricaran un desierto adornado con luces de colores por el que viajaban los tres reyes magos montados en sus camellos rumbo al pesebre donde se veía a un recién nacido.

Antes de que el cura Juan Ambrosio ofendiera a nuestros padres todavía el doctor Cárdenas conversaba con ellos. Movía las manos exageradamente y las piedras de sus sortijas nos deslumbraban. Hablaba del carro y de los fallos que tenía el motor, encargándole al padre de Alfonso pasar al día siguiente por su casa bien temprano para que lo llevara al taller de mister Keller. Llenaba los pulmones de aire mirándonos a todos desde una altura inalcanzable. Hablaba de sus muebles de caoba, del brillo que estaban perdiendo y le decía al padre de Eliodoro que la próxima semana debía ir a pintarlos. Casi en la puerta de la sacristía regresaba sobre sus pasos y hablaba con voz conciliadora, como si les tuviera lástima por ser tan ignorantes.

—Esto es comunismo.

Otras veces se dirigía al padre de Violeta y descubríamos en su voz un dejo de desprecio.

—Mañana tienes que ir a podar el jardín.

Cuando el cura Juan Ambrosio llamaba al doctor Cárdenas nosotros comenzábamos a caminar hacia la salida de la iglesia, contentos porque podríamos librarnos de los trajes de domingo cuando llegáramos a nuestras casas donde quedaríamos libres para correr por el patio o dedicarnos a nuestros juegos en el cuarto de Alfonso y el otro mellizo.

En el cuarto Alfonso hacía planes de venganza contra el cura Juan Ambrosio, como si adivinara que un día iba a ofender a nuestros padres.

—Cuando nos ponga la hostia en la boca lo mordemos.

—Eso es una herejía.

En el patio lanzábamos una lata llena de piedras mientras uno de nosotros quedaba con los ojos cerrados en espera de que los demás se escondieran. Cada vez que el de los ojos cerrados los abría luego de contar hasta diez, salía a buscar a los que estábamos escondidos; cuando encontraba a alguno hacía sonar la lata como si fuera una maraca y gritaba la palabra tipisao y a continuación el nombre.

—¡Tipisao Eliodoro!

—¡Tipisao Francisco!

—¡Tipisao Alexis!

Todos salíamos cuando nos mencionaban. Todos menos Alfonso.

—¡Tipisao Alfonso!

A él no le gustaba perder en ninguno de los juegos.

—¡Tipisao Alfonso!

No salía de su escondite y nosotros, aburridos, nos acercábamos en silencio a la ventana de la sala, sigilosos, con mucho cuidado; si interrumpíamos las conversaciones de los mayores nos mandaban a dormir.

—Acuérdate lo que dice tu mamá, Alfonso: los muchachos hablan cuando las gallinas mean.

—¡Cállense y déjenme oír!

Escondidos cerca de la ventana escuchábamos la historia del Viajante, un señor calvo de mirar adormilado que conocimos cuando vivíamos en Las Mercedes y nos escapábamos hacia el potrero de Lodeiro para bañarnos en la laguna. Eliodoro empujó a Francisco y éste le hizo cosquillas al otro mellizo; los tres lanzaron manotazos al aire hasta que alguno alcanzó a Alfonso en la cabeza.

—¡Si siguen chivando se lo digo a papá!

El padre de los mellizos estaba detrás de nosotros con la soga del pozo entre las manos.

—¡A dormir!

Ahora tendríamos que conformarnos con recordar la primera historia sobre el Viajante escuchada en Las Mercedes, después que los mayores terminaron los rezos al espíritu de la abuela. Al Viajante lo habíamos conocido esa misma mañana de diciembre. Desde que entró a nuestras casas comenzó a anunciar la mercancía de su maleta y al llegar la noche sólo le quedaban unos pomos de medicina de dudoso valor curativo, algunos aretes de falsas piedras preciosas y dos relojes que marcaban la hora con retraso. Por la noche no hablaba de la mercancía sino de su viaje desde el pueblo hasta Las Mercedes.

En el pueblo había ascendido a un ómnibus de color gris y con los asientos flojos en la base. Avanzaron por una carretera zigzagueante y pronto el paisaje fue sólo árboles sucediéndose frente a sus ojos: mangos, limoneros, palmas reales, mangos nuevamente, limoneros, palmas reales; olor a tierra recién mojada que lo despertaba aunque el sueño volvía a vencerlo.

El calor acabó por amodorrarlo y el paisaje fue convirtiéndose en una música acompasada, en unos trinos de gorriones mañaneros. De momento sintió golpes dentro del sueño y en el límite del despertar escuchó un disparo. Cuando despertó por completo su compañera de asiento gritaba en tono histérico.

—¡Nos matan, nos matan!

Sólo entonces recordó haber escuchado un disparo. Un hombre de voz ordenadora, armado con una escopeta de caza, los obligaba a descender del ómnibus.

—¡Por orden de Bracamontes, todos abajo!

El nombre le parecía conocido pero aún no tenía ánimos para acordarse de nada. Debía ocuparse de que la maleta no se estropeara con el apuro de los de arriba y la insistencia de los de abajo. Al poner los pies en el asfalto intentó escurrirse entre el grupo y uno de los de abajo le sostuvo un brazo. Era un hombre de estatura pequeña aunque de manos recias y la voz firme, sin cuarteaduras.

—¿Qué traes ahí?

Zafó apresurado las correas y el barbudo que acababa de interrogarlo lo miró a los ojos. Sólo entonces reconoció a Bracamontes, uno de los empleados de la finca de un abogado de apellido Cárdenas, dueño también de los almacenes donde él compraba su mercancía.

—Dice el Viajante que Bracamontes es un asesino. ¿Eso es verdad, eh Alfonso?

—Si no me dejan dormir llamo a papá.

 

 

 

 

(2)

 

Ahora que vivíamos en el pueblo el Viajante continuaba visitándonos y no hablaba de espíritus ni del valle de lágrimas que todos debíamos atravesar, sino del cura Juan Ambrosio.

—Sólo cobra un peso por bautizar a cada muchacho.

Nuestros padres quedaron convencidos de que cometían pecado mientras no nos llevaran al bautismo y visitamos por vez primera la iglesia, vestidos con unos trajecitos cortos que dejaban al descubierto las rodillas con señales de golpes y las piernas marcadas por las espinas de las matas que abundaban cerca de nuestras casas.

—Ya no son herejes.

Aquella sentencia del Viajante nos estuvo martillando en la cabeza varios días.

—¿Qué es hereje, eh Alfonso?

Alfonso no nos respondía; estaba entretenido mirando los dibujos mientras leía las historias de Tarzán, de los Halcones Negros o de Supermán que vendía el Viajante a cinco centavos y que nosotros comprábamos a escondidas de nuestros padres juntando el dinero de la merienda entre todos.

Cuando mirábamos hacia la cama del otro mellizo lo veíamos leyendo también.

—A mí no me pregunten. Déjenme leer.

Salíamos del cuarto y llegábamos hasta la cocina, donde Gerardina luchaba con calderos y ollas cubiertas de tizne; sus ojos se llenaban de lágrimas mientras soplaba los trozos de madera hasta que el olor agridulce de la ceniza era sustituido por el olor del fuego, un olor a resinas y a recuerdos de cuando vivíamos en Las Mercedes. La dejábamos allí, ocupada en llenar una lata de un café amarillento del que tomaríamos durante el almuerzo, y seguíamos hacia la sala. Allí el Viajante continuaba hablando como un profeta.

—Esto dura hasta que los americanos quieran.

Aquellas palabras nos recordaban, sin que supiéramos por qué, las palabras del doctor Cárdenas.

—Esto es comunismo.

El Viajante, poniéndose de pie y lanzando un fósforo acabado de apagar hacia fuera insistía en sus afirmaciones.

—Ya lo verán: ahorita los americanos intervienen.

La noche antes, después de concluir la misa, el doctor Cárdenas se acercó a nuestros padres para intercalar entre sus órdenes las opiniones que nos obligaban a compararlo con el Viajante.

—Recoja bien temprano el carro en mi casa y llévelo para el taller.

—Esto es comunismo.

—La próxima semana vaya a pintar los muebles.

—Este gobierno se cae en las primeras elecciones.

—No me obligue a buscar otro jardinero.

—A los americanos no les conviene el gobierno de Castro.

El Viajante exhaló una nube de humo frente a nuestras caras y apagó el cigarro a medio consumir contra la suela del zapato. Gerardina acababa de avisar que era la hora del almuerzo.